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martes, 22 de abril de 2014

El eterno Simenon



        George Simenon escribió la nada despreciable suma de 117 novelas (setenta y seis de ellas protagonizadas por el inspector Maigret). Estimado en poco, e incluso despreciado por sus coetáneos, la consideración de Simenon ha ido evolucionando con el paso de los años: desde el calificativo peyorativo de “escritor de novelas policiacas” hasta la consideración de “uno de los escritores más importantes del siglo XX”.
       La novela que aquí nos ocupa no pertenece a la serie del comisario Maigret. Debido a su temática, aparece como un islote un tanto exótico dentro de la producción de Simenon. Según reza el colofón fue escrita en el verano de 1952, durante el breve tiempo en que el autor residió en Connecticut. Simenon ya no bucea y disecciona los ambientes urbanos o rurales de su Francia adoptiva; ahora el campo de operaciones se desplaza a Estados Unidos. Los lectores debemos agradecer que el resultado sea tan bueno como siempre.
        Bajo la aparente sencillez argumental de Los hermanos Rico se oculta la confluencia de varias líneas temáticas. La historia nos la han referido detalladamente la novela negra y el cine negro norteamericanos: los hermanos Rico pertenecen a una organización criminal (léase la Mafia, aunque su nombre nunca aparece en la obra). El mayor, Eddie, vive en Florida, presentando una fachada intachable de comerciante, con casa grande y lujosa, con familia bien avenida; bajo la anodina  apariencia burguesa se oculta una red fuerte y extendida dedicada a la protección de ciertos negocios poco legales. El segundo, Gino, vive en Nueva York y trabaja directamente para la Organización; sin tapaderas, sin falsas apariencias. El menor, Tony, había comenzado siguiendo los pasos de sus hermanos, pero el amor le hace cambiar de rumbo. Es entonces cuando se plantea el problema: la Organización debe guardarse las espaldas; Tony debe ser eliminado. Gino, el asesino, desaparece ante la posibilidad de que la Organización le pida “disuadir” a su hermano menor. Toda la responsabilidad cae sobre la espalda del mayor. Eddie Rico deberá encontrar a su hermano Tony e intentar que vuelva al redil de donde nunca debió salir.
Imagen de Georges Simenon
        El estilo aparentemente neutro de Simenon nos atrapa desde las primeras líneas. Como siempre, nada en sus novelas es tan simple ni tan maniqueo como aparenta. El dilema representado en la mente de Eddie Rico es el reflejo de una época y un mundo regidos por el precio y el prestigio del poder, por el temor crónico al rechazo y la soledad, por el afán insaciable de la búsqueda del éxito a cualquier precio, saltando o rompiendo lazos familiares o barreras éticas. Ni una sola vez Simenon analiza ¾para rechazar o justificar¾ los actos o los pensamientos de sus personajes. Ni él ni ninguno de sus lectores tenemos la suficiente integridad moral para juzgar a nadie. La disyuntiva puesta ante Eddie Rico es tan simple como terrorífica: o estar dentro o no estar en ninguna parte.

       Al final, en uno de esos giros magistrales que sólo una muñeca tan genial como la de Simenon puede producir, la alternativa confluye en un único elemento: a veces, estar dentro es estar en ninguna parte.

Georges Simenon, Los hermanos Rico.
Tusquets Editores.
168 páginas.

viernes, 18 de abril de 2014

Sciascia: el látigo contra los poderosos

En San Remo (Italia), el 8 de noviembre de 1913 —el 1912+1 del título—, la condesa Maria Tiepolo, esposa del capitán Carlo Ferruccio Oggioni, mata de un único disparo al asistente de este, el bersagliere (soldado de infantería ligera) Quintilio Polimanti. Los móviles del crimen son confusos: para la condesa y sus abogados el acto se produce en la defensa del honor de la mujer; para la acusación el disparo es tan premeditado como certero y pone fin a una relación adúltera que o bien comenzaba a ser peligrosa o bien resultaba incómoda.
Con estos datos históricos, el siciliano Leonardo Sciascia (1921-1989) construyó una de sus últimas novelas. No era la primera ni la única vez que el autor italiano acudía a la intriga para elaborar sus obras. De hecho, junto al campo del ensayo y la novela-documental, la producción más característica de Sciascia se centra en el género policíaco. Ahí están, por citar algunas: A cada cual lo suyo (1966), El contexto (1971) y Todo modo (1974) —a mi parecer su mejor novela.
Pero la anécdota policiaca de 1912+1 es solo un aspecto de los muchos que el autor revisa: la sociedad italiana —tan machista como sumisa a la belleza y a las razones del corazón— que observa con cierta distancia el conflicto en Libia; el mundo iconoclasta de los futuristas; y, sobre todo, el pacto Gentiloni contra el divorcio, que elogia y defiende el sacrosanto concepto de la unidad familiar.
Sciascia recrea el proceso judicial valiéndose de artículos periodísticos de la época. De ese modo, el lector asiste a las declaraciones de los peritos y los testigos; a los alegatos de la defensa y la acusación. Sciascia no sólo transcribe las palabras de estos —transcritas, a su vez, por los reporteros de la época—, sino que bajo una aparente neutralidad y objetividad (tan engañosa como la que aparece en los diálogos de Hemigway, por ejemplo) muy pronto se nos muestra el verdadero problema y trasfondo de la obra: ¿existe una única Justicia para todos?
Si algo trasciende de la lectura de esta novela es la firme convicción de que existe, sobre todo, una Justicia para los poderosos. ¿Pero quiénes son estos?
En primer lugar, poderoso es aquel que todavía vive, frente a aquél que ya ha muerto: conocemos el testimonio del soldado Polimanti por boca de terceros —amigos y familiares—; por el contrario, la condesa Tiepolo habla por sí misma. En segundo lugar, poderoso es aquel que es capitán de la milicia y es aquella por cuyas venas corre sangre noble; frente a un pobre muchacho llamado a filas y cuya inteligencia le ha hecho abandonar el trabajo de campo y pasar a ser ordenanza de un superior. Y en tercer y último lugar, poderoso es aquel (aquí aquella) que esgrime y expone su belleza ante los diez miembros de un juzgado italiano. De poco o nada sirven las pruebas: un medallón hallado en el cadáver, en cuyo interior se muestra un retrato de la condesa y un mechón de su pelo; unas cartas incriminatorias donde el ordenanza y la condesa expresan sus sentimientos; la sospecha de un embarazo y de un posterior aborto. Desvelar el pronunciamiento del juzgado sería amputar el interés del lector; pero para el lector mínimamente avispado el resultado es obvio.

Que la novela se lee bien, no hay duda. Sciascia tiene el don de la brevedad y de la concisión. Que la novela se lee rápido, es ya más discutible. Cada dato es un acicate para la reflexión del lector: «la brevedad o extensión de los escritos no debe medirse por el número de palabras, sino por el tiempo que nos lleva comprenderlas», se nos dice. No se debe creer que la novela es, pues, confusa: en su tesis final el texto es claro... tal vez demasiado claro. ¿Existe una Justicia igual para todos?...

Leonardo Sciascia, 1912+1.
Tusquets Editores.
127 páginas.

domingo, 13 de abril de 2014

RELATO DE LA NO EXISTENCIA

     
      Una tarde, tras una agotadora jornada de trabajo, mister Henry Nooman regresó a su hogar. Al principio no se asombró al no poder estacionar su automóvil en el garaje, puesto que su plaza ya estaba ocupada por otro vehículo que no había visto nunca. Sólo unos minutos después, de pie, en el umbral de su dormitorio, y al advertir el bulto humano que descansaba (y roncaba) tendido junto a su esposa en la cama, mister Nooman comprendió que él ya no era él. En silencio, sin detenerse a visitar a los niños que dormirían en la habitación contigua, descendió la escalera y entró en la cocina.
      Allí calentó un poco de café que encontró en la nevera, en su taza blanca con el asa amarilla que no había visto antes. Y mientras bebía el café a sorbos muy cortos y encendía un cigarrillo, llegó a la conclusión de que, puesto que él ya no era él... entonces tal vez fuera otra persona.

       Cuando apuró el café y apagó el cigarrillo salió de la casa (que ya no era su hogar) y no se molestó en cerrar la puerta con llave. Ni siquiera era necesario enviarlo todo —y a todos— a tomar por el saco.

jueves, 10 de abril de 2014

Brevísima historia de la novela de misterio (II)


   Hasta mediados del siglo XIX no existió la novela de misterio. Por supuesto que en algunas obras escritas en las centurias anteriores se cometían delitos (asesinatos, robos, violaciones, secuestros), pero eran acciones secundarias (incluso de tercer o cuarto orden) dentro del desarrollo del tema principal del relato.
La eclosión del Romanticismo y su gusto por los argumentos góticos (noches lluviosas, lugares lúgubres, tumbas, seres sobrenaturales, personajes de turbio pasado) coincidió con la aparición del folletín o novela por entregas (nacido en 1836 en el periódico francés Le Siècle). La mezcla de todo ello contribuyó a acrecentar el interés por lo misterioso en la literatura.
Todos los estudiosos y críticos de este subgénero narrativo coinciden en señalar la publicación —en The Graham’s Lady’s and Gentleman’s Magazine (Filadelfia, abril de 1841)— del relato de Edgar Allan Poe, Los crímenes de la calle Morgue, como el inicio de lo que posteriormente se denominará novela de misterio. Es, junto con el ensayo,  el único de los géneros o subgéneros literarios del que conocemos la fecha exacta de su nacimiento. Edgar Allan Poe escribirá otros dos relatos de misterio: La carta robada y El misterio de Marie Roget. El detective amateur (Auguste Dupin) y su amigo (que es la voz de la narración), junto con los métodos deductivos para solucionar el misterio, serán las bases sobre las que crecerá el inmenso edificio de toda la novela de misterio posterior.
Este género novelístico llegó a Europa a través, obviamente, de la cultura inglesa: Charles Dickens (Casa desolada, El misterio de Edwin Drood) y Wilkie Collins (La piedra lunar y La mujer de blanco) serían los principales valedores, aunque tampoco hay que dejar de reseñar obras como Un asunto tenebroso, del novelista francés Honoré Balzac, y Monseiur Lecocq, de Emile Gaboriau.

La traducción al francés —a cargo del poeta Charles Baudelaire— de los cuentos de Edgar Allan Poe, Historias extraordinarias, en la década de 1870, supondría un soberbio empuje para el posterior desarrollo de la novela que aquí tratamos. No obstante, los coetáneos de Baudelaire prestaron más atención a los relatos de terror que a aquellos con planteamientos detectivescos.

Un segundo hito tuvo lugar en 1887, cuando la revista londinense Beeton’s Christmast Annual publicó la novela Estudio en escarlata. Su autor, Arthur Conan Doyle, un médico con escasa clientela, la había escrito dos años antes y se había visto forzado a vender sus derechos de autor por veinticinco libras esterlinas. De este modo tan prosaico y discreto surgía una de las figuras literarias más reconocidas en todo el mundo: Sherlock Holmes. Es el primer peldaño para convertir a este personaje de estrambótico nombre en la primera gran figura del género policiaco. Todo el lastre romántico (sucesos extraordinarios, situaciones lacrimógenas, finales impactantes e inverosímiles) y realista (descripciones farragosas, especial interés en los detalles más folclóricos, diálogos interminables) desaparecerá: las historias protagonizadas por Sherlock Holmes (cuatro novelas y cincuenta y seis relatos) siguen siempre el mismo patrón: un ingenuo doctor Watson narra cómo su amigo Holmes consigue (deduciendo, induciendo) la solución del problema a partir de los elementos o sucesos más triviales. Es el inicio del mundo científico (el positivismo y el cientificismo de Auguste Comte) y Holmes es su principal valedor.


Durante varias décadas van a proliferar infinidad de detectives bajo la inmensa sobra de Sherlock Holmes. Estos son unos cuantos de las decenas que seguirán, con mayor o menor fortuna, los pasos del famoso personaje: el vehemente Martin Hewitt (creado por Arthur Morrison), el elitista Eugène Valmont (de Robert Barr), el pedante profesor Augustus S. F. X. Van Dusen (obra del malogrado Jacques Futrelle, que falleció en el hundimiento del Titanic), el penetrante periodista Rouletabille (creado por Gaston Leroux), el doctor Thorndyke (con unos originales planteamientos —al modo del más reciente Colombo— de Austin Freeman), el maravilloso padre Brown (del no menos genial G. K. Chesterton), el ciego Max Carrados (original creación de Ernest Bramah)… la lista podría ser interminable. La aparición de Sherlock Holmes fue como una enorme piedra arrojada a un inmóvil lago que generó una inmensidad de ondas que llegan hasta hoy.