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miércoles, 30 de abril de 2014

Brevísima historia de la novela de misterio (III)



El folletín de misterio y el thriller original.

Dentro de la que podríamos denominar “novela policiaca de aventuras” (también thriller) encontramos al incombustible (y muchas veces insoportable) Edgar Wallace. Este inglés publicó su primera novela en 1905, Los cuatro hombres justos, y hasta su muerte, acaecida en 1932, escribió ciento cincuenta novelas, además de un buen número de piezas teatrales, cientos de cuentos y decenas de artículos periodísticos; incluso se atrevió con los guiones cinematográficos —suyo es el primer y legendario King Kong (1933)—. En su plenitud creadora llegó a dictar una novela completa en un fin de semana y era vox populi que uno de cada cuatro libros que se vendía en Inglaterra era de su cosecha. En el año 1928 tuvo unos ingresos superiores a 50.000 libras: toda una fortuna, en la figura de un escritor, incluso hoy en día. Entre sus novelas hay auténticos plomazos difíciles de digerir, junto a obras más dignas de consideración como es el caso de El misterio de la vela torcida (1917) o El secreto del alfiler (1923) —en el que roza la novela enigma y cuyo sistema para cerrar una habitación por dentro sería citado y empleado por otros autores.
En 1907, en Francia, Maurice Leblanc había sacado a la luz las aventuras de Arsenio Lupin, caballero ladrón. Las proezas de tan insigne ladrón de guante blanco —aliado siempre con la justicia; aunque no con la policía— se sucedieron con enorme éxito hasta los primeros años de la década de 1930: La aguja hueca, El tapón de cristal y 813 son algunos de sus mejores títulos.
También en Francia aparece otro héroe ambiguo: Fantomas. Su primera novela se publica en 1911 y es producto de dos autores: Pierre Souvestre y Marcel Allain. Las aventuras de tan escurridizo delincuente y su incansable perseguidor Juve, el agente de la Sureté, se desarrollan a lo largo de una treintena de volúmenes. Hay todavía mucha de la truculencia de la novela folletinesca, con sus golpes de efecto y sus soluciones románticas y fantásticas.
Otra figura con una mente retorcida y criminal nace en 1913 de la mano del también enigmático Sax Rohmer. El doctor Fu-Manchú apareció por vez primera en El demonio amarillo (The Mistery of the Dr. Fu Manchu): genio del mal enfrentado eternamente con el agente secreto sir Daniel Nayland Smith. En palabras de Julian Symons (con quien coincido plenamente), estas novelas son auténtica basura, bodrios sin apenas rasgo alguno de verosimilitud o seriedad; pero que adquirieron una fama enorme —acentuada posteriormente por la intervención japonesa en la II Guerra Mundial— e hicieron de su malévolo protagonista una figura popular.
Mayor calidad —aunque quizás tampoco mucha— poseen las aventuras de Simón Templar “el Santo”, el aventurero salido de la pluma de Leslie Charties en 1928 en El Santo contra el Tigre (Meet the Tiger). Por espacio de más de treinta años pobló los escaparates de las librerías, y su fama se vio acentuada al convertirse en serie de televisión a mediados de los años 50, protagonizada por Roger Moore.

viernes, 25 de abril de 2014

Friedrich Dürrenmatt: Justicia poética.



      Cuando Orson Welles pronunció aquel célebre y breve discurso sobre los suizos y el reloj de cucú, Friedrich Dürrenmatt todavía era un joven aspirante a escritor; de lo contrario el actor y director estadounidense habría cometido una omisión imperdonable. Por fortuna existen en España ciertas editoriales que —junto a su labor netamente comercial— no olvidan un oasis en sus colecciones para ciertos autores que, tal vez no conocidos por el gran público, merecen el calificativo de clásicos: Dürrenmatt (Suiza, 1921-1990) es uno de ellos. Filósofo y  dramaturgo—de entre cuya producción teatral cabe destacar La visita de la vieja dama (1956) —, Dürrenmatt inició su faceta novelística a partir de 1985, y precisamente con la novela que aquí reseñamos. A ésta siguieron El encargo, Justicia y La sospecha, entre otras, todas ellas publicadas en España por Tusquets Editores, y todas ellas bajo las premisas argumentales de la novela policiaca.
         En la inmensa mayoría de las novelas policiacas suele suceder que la partida (el enigma propuesto) y el camino (las indagaciones) son más atractivos que la meta (la solución final). Por suerte en El juez y su verdugo ambos —planteamiento y desenlace— son igual de atractivos: en el otoño de 1948 el cadáver de un policía de Berna es hallado en su coche. Un disparo en la sien ha terminado con su vida. La investigación del caso es encargada a su superior, el anciano comisario Bärlach, quien muy pronto delega en el agente Tschanz, joven y ambicioso. El autor no cae en la clásica novela iniciática o generacional: Bärlach no se siente nunca agobiado por el ímpetu del joven Tschanz. Nuestras preferencias  —como las de Dürrenmatt— recaen inevitablemente del lado del anciano comisario quien, más preocupado en vencer al cáncer de estómago que continuamente muestra sus fauces, enseña su apatía en la investigación, convencido desde los primeros momentos —como nos sugiere el autor— de la identidad del asesino.
       El lector asiste a la investigación y los interrogatorios, y con el cierre de cada capítulo sus sospechas recaen en un nombre diferente. Todo parece anodino y a la vez importante: una palabra no dicha o pronunciada; un gesto reprimido o realizado; un cigarrillo encendido o apagado; un saludo o una despedida.
Hay momentos realmente magistrales, como la descripción del entierro, junto a otros donde cabe interpretar la autoparodia, como en el interrogatorio a un escritor; pero ninguno de ellos, ni el aparentemente más relajado, defrauda.
        Como no podía ser de otra manera la trama se complica y surge, como en casi toda la obra del autor, la crítica a la inviolabilidad del poder, tanto político como económico. Cuando parece que todo va a concluir con la conocida fórmula de la victoria del poderoso, el casi moribundo comisario Bärlach remata la obra con un acto demiúrgico: la realización de una Justicia tan eficaz como Poética.
        Uno lamenta que ciertas situaciones de la vida no pueda terminar como una novela. Tal vez ahí resida la grandeza de la vida y de la literatura.

 Friedrich Dürrenmatt, El juez y su verdugo.
Tusquets Editores.
169 páginas. 
                                                                                 

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martes, 22 de abril de 2014

El eterno Simenon



        George Simenon escribió la nada despreciable suma de 117 novelas (setenta y seis de ellas protagonizadas por el inspector Maigret). Estimado en poco, e incluso despreciado por sus coetáneos, la consideración de Simenon ha ido evolucionando con el paso de los años: desde el calificativo peyorativo de “escritor de novelas policiacas” hasta la consideración de “uno de los escritores más importantes del siglo XX”.
       La novela que aquí nos ocupa no pertenece a la serie del comisario Maigret. Debido a su temática, aparece como un islote un tanto exótico dentro de la producción de Simenon. Según reza el colofón fue escrita en el verano de 1952, durante el breve tiempo en que el autor residió en Connecticut. Simenon ya no bucea y disecciona los ambientes urbanos o rurales de su Francia adoptiva; ahora el campo de operaciones se desplaza a Estados Unidos. Los lectores debemos agradecer que el resultado sea tan bueno como siempre.
        Bajo la aparente sencillez argumental de Los hermanos Rico se oculta la confluencia de varias líneas temáticas. La historia nos la han referido detalladamente la novela negra y el cine negro norteamericanos: los hermanos Rico pertenecen a una organización criminal (léase la Mafia, aunque su nombre nunca aparece en la obra). El mayor, Eddie, vive en Florida, presentando una fachada intachable de comerciante, con casa grande y lujosa, con familia bien avenida; bajo la anodina  apariencia burguesa se oculta una red fuerte y extendida dedicada a la protección de ciertos negocios poco legales. El segundo, Gino, vive en Nueva York y trabaja directamente para la Organización; sin tapaderas, sin falsas apariencias. El menor, Tony, había comenzado siguiendo los pasos de sus hermanos, pero el amor le hace cambiar de rumbo. Es entonces cuando se plantea el problema: la Organización debe guardarse las espaldas; Tony debe ser eliminado. Gino, el asesino, desaparece ante la posibilidad de que la Organización le pida “disuadir” a su hermano menor. Toda la responsabilidad cae sobre la espalda del mayor. Eddie Rico deberá encontrar a su hermano Tony e intentar que vuelva al redil de donde nunca debió salir.
Imagen de Georges Simenon
        El estilo aparentemente neutro de Simenon nos atrapa desde las primeras líneas. Como siempre, nada en sus novelas es tan simple ni tan maniqueo como aparenta. El dilema representado en la mente de Eddie Rico es el reflejo de una época y un mundo regidos por el precio y el prestigio del poder, por el temor crónico al rechazo y la soledad, por el afán insaciable de la búsqueda del éxito a cualquier precio, saltando o rompiendo lazos familiares o barreras éticas. Ni una sola vez Simenon analiza ¾para rechazar o justificar¾ los actos o los pensamientos de sus personajes. Ni él ni ninguno de sus lectores tenemos la suficiente integridad moral para juzgar a nadie. La disyuntiva puesta ante Eddie Rico es tan simple como terrorífica: o estar dentro o no estar en ninguna parte.

       Al final, en uno de esos giros magistrales que sólo una muñeca tan genial como la de Simenon puede producir, la alternativa confluye en un único elemento: a veces, estar dentro es estar en ninguna parte.

Georges Simenon, Los hermanos Rico.
Tusquets Editores.
168 páginas.

viernes, 18 de abril de 2014

Sciascia: el látigo contra los poderosos

En San Remo (Italia), el 8 de noviembre de 1913 —el 1912+1 del título—, la condesa Maria Tiepolo, esposa del capitán Carlo Ferruccio Oggioni, mata de un único disparo al asistente de este, el bersagliere (soldado de infantería ligera) Quintilio Polimanti. Los móviles del crimen son confusos: para la condesa y sus abogados el acto se produce en la defensa del honor de la mujer; para la acusación el disparo es tan premeditado como certero y pone fin a una relación adúltera que o bien comenzaba a ser peligrosa o bien resultaba incómoda.
Con estos datos históricos, el siciliano Leonardo Sciascia (1921-1989) construyó una de sus últimas novelas. No era la primera ni la única vez que el autor italiano acudía a la intriga para elaborar sus obras. De hecho, junto al campo del ensayo y la novela-documental, la producción más característica de Sciascia se centra en el género policíaco. Ahí están, por citar algunas: A cada cual lo suyo (1966), El contexto (1971) y Todo modo (1974) —a mi parecer su mejor novela.
Pero la anécdota policiaca de 1912+1 es solo un aspecto de los muchos que el autor revisa: la sociedad italiana —tan machista como sumisa a la belleza y a las razones del corazón— que observa con cierta distancia el conflicto en Libia; el mundo iconoclasta de los futuristas; y, sobre todo, el pacto Gentiloni contra el divorcio, que elogia y defiende el sacrosanto concepto de la unidad familiar.
Sciascia recrea el proceso judicial valiéndose de artículos periodísticos de la época. De ese modo, el lector asiste a las declaraciones de los peritos y los testigos; a los alegatos de la defensa y la acusación. Sciascia no sólo transcribe las palabras de estos —transcritas, a su vez, por los reporteros de la época—, sino que bajo una aparente neutralidad y objetividad (tan engañosa como la que aparece en los diálogos de Hemigway, por ejemplo) muy pronto se nos muestra el verdadero problema y trasfondo de la obra: ¿existe una única Justicia para todos?
Si algo trasciende de la lectura de esta novela es la firme convicción de que existe, sobre todo, una Justicia para los poderosos. ¿Pero quiénes son estos?
En primer lugar, poderoso es aquel que todavía vive, frente a aquél que ya ha muerto: conocemos el testimonio del soldado Polimanti por boca de terceros —amigos y familiares—; por el contrario, la condesa Tiepolo habla por sí misma. En segundo lugar, poderoso es aquel que es capitán de la milicia y es aquella por cuyas venas corre sangre noble; frente a un pobre muchacho llamado a filas y cuya inteligencia le ha hecho abandonar el trabajo de campo y pasar a ser ordenanza de un superior. Y en tercer y último lugar, poderoso es aquel (aquí aquella) que esgrime y expone su belleza ante los diez miembros de un juzgado italiano. De poco o nada sirven las pruebas: un medallón hallado en el cadáver, en cuyo interior se muestra un retrato de la condesa y un mechón de su pelo; unas cartas incriminatorias donde el ordenanza y la condesa expresan sus sentimientos; la sospecha de un embarazo y de un posterior aborto. Desvelar el pronunciamiento del juzgado sería amputar el interés del lector; pero para el lector mínimamente avispado el resultado es obvio.

Que la novela se lee bien, no hay duda. Sciascia tiene el don de la brevedad y de la concisión. Que la novela se lee rápido, es ya más discutible. Cada dato es un acicate para la reflexión del lector: «la brevedad o extensión de los escritos no debe medirse por el número de palabras, sino por el tiempo que nos lleva comprenderlas», se nos dice. No se debe creer que la novela es, pues, confusa: en su tesis final el texto es claro... tal vez demasiado claro. ¿Existe una Justicia igual para todos?...

Leonardo Sciascia, 1912+1.
Tusquets Editores.
127 páginas.

domingo, 13 de abril de 2014

RELATO DE LA NO EXISTENCIA

     
      Una tarde, tras una agotadora jornada de trabajo, mister Henry Nooman regresó a su hogar. Al principio no se asombró al no poder estacionar su automóvil en el garaje, puesto que su plaza ya estaba ocupada por otro vehículo que no había visto nunca. Sólo unos minutos después, de pie, en el umbral de su dormitorio, y al advertir el bulto humano que descansaba (y roncaba) tendido junto a su esposa en la cama, mister Nooman comprendió que él ya no era él. En silencio, sin detenerse a visitar a los niños que dormirían en la habitación contigua, descendió la escalera y entró en la cocina.
      Allí calentó un poco de café que encontró en la nevera, en su taza blanca con el asa amarilla que no había visto antes. Y mientras bebía el café a sorbos muy cortos y encendía un cigarrillo, llegó a la conclusión de que, puesto que él ya no era él... entonces tal vez fuera otra persona.

       Cuando apuró el café y apagó el cigarrillo salió de la casa (que ya no era su hogar) y no se molestó en cerrar la puerta con llave. Ni siquiera era necesario enviarlo todo —y a todos— a tomar por el saco.