He llegado a la última línea, cierro la
novela y noto que no me hubiera importado leer varias decenas más de páginas.
Me asombra que con un material escaso —apenas media docena de personajes
(aunque excelentemente definidos); dos situaciones paralelas (pero intensas);
un tiempo novelístico que comprende cuatro o cinco días; nada de tiros, ni de
sexo, ni de acción trepidante, ni de golpes de efecto— haya podido surgir una
novela que se lee de un tirón, con el corazón palpitando y el deseo de devorar
las páginas, de llegar a un final que, por otra parte, ya conocemos en gran
medida.
Más tarde, cuando leo en la solapa que la
autora tiene en su haber una decena de novelas ya no me sorprende tanto: se
nota el oficio, el dominio del lenguaje narrativo, el cuidado del tempo y del
ritmo: cuando la (escasa) acción tiende a adensarse demasiado, Empar Fernández
sabe dar el giro oportuno o, simplemente, plantar el punto y final e iniciar un
nuevo capítulo, dejándonos con el deseo de conocer más, de continuar leyendo.
Posee la autora una cualidad cada vez menos
frecuente entre los de su gremio (¿será un problema derivado del uso del
procesador de textos? Lo más seguro): la medida exacta (to metrión, “el equilibrio”, lo llamaron los griegos). Proliferan
en los estantes de las librerías mamotretos de mil páginas, como si escribir
consistiera en decirlo todo, en describirlo todo, en no dejar nada a la
imaginación del lector. Gran parte de la novela actual (no solo española) se
asemeja sospechosamente a la novela juvenil; no por lo que esta tenga de
carácter negativo (que no lo tiene, por otro lado: sirve para lo que sirve,
para crear nuevos lectores), sino porque no deja margen al lector para
imaginar, corroborar o refutar. El autor te lo da todo con cucharilla, como un
bebé alimentado por sus progenitores. Por el contrario, Empar Fernández sabe que
la insinuación y la elipsis son armas poderosamente literarias, y las emplea
con maestría y sin complejos.
Álex Bernal, el narrador de la novela, es
un pobre desgraciado, un abúlico, un ser que se limita a ver pasar la vida: sin
dinero, sin expectativas; como decían nuestros abuelos: sin oficio ni
beneficio. Sobrevive en una Barcelona actual a base de sablazos a familiares
(su hermano) y amigos (otro descentrado como él). Tras un tiempo en Roma —donde
ha seguido hundiéndose en la ciénaga vital donde respira—, llega al aeropuerto.
Allí robará el equipaje de otra persona, una mujer, que no lo recoge de la
cinta giratoria. Al abrirlo hallará una urna funeraria colmada de cenizas y un
diario donde Sara Suárez, la pasajera que no recuperó su equipaje, relata la
parte final de su vida.. La novela, desde ese momento, se desarrolla mediante
la alternancia de dos voces: la de Álex —intentando medrar en la vida,
esquivando a la policía que busca al ladrón de la maleta— y la de Sara —sus
deseos e impulsos, el relato de una existencia marcada por una error juvenil
que devendrá en una tragedia doble.
Imposible seguir contando más sin mostrar
la parte más esencial del argumento. Callo, pues. Solo añadir dos cosas: la
primera, no es la mejor novela que he leído pero sí una de las que he degustado
con más rapidez, lo cual, demuestra que ciertos axiomas literarias se cumplen
(“Lo que se lee sin dificultad es que ha costado mucho de escribir”); y la
segunda, que Empar Fernández va a ser, desde ahora en adelante, un nombre de
referencia en la novela española del siglo XXI. Y nosotros estaremos aquí para
comprobarlo.
Empar Fernández,
ed. Versátil, 2014.
270 pp.
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