El estruendo lo devolvió a la realidad. Salió a la calle. Esperó
ver la humareda ascendiendo en el cielo azul de invierno, los gritos de pavor,
los coches en llamas, el sonido estridente de las sirenas, las multitudes
enloquecidas.
Nada, nadie: la vida discurriendo como siempre; una pareja
cogida de la mano; dos palomas picoteando en la acera; un grupo de niños de
vuelta del colegio, con sus mochilas y su hambre y sus risas.
Regresó a la librería.
Unos segundos después escuchó un llanto, luego una risa,
palabras de consuelo; más tarde, ruido de espadas, jadeos, cubitos de hielo
entrechocando en un vaso, disparos, murmullos, taconeos, un silbido. Se apoyó
en el mostrador para no desplomarse. Los clientes continuaban hojeando los libros,
de pie, ante las estanterías, leyendo en silencio. O se había vuelto loco o todos
ellos estaban sordos. Continuó el fragor, el cúmulo de besos, el chisporroteo
de un cigarrillo al encenderse, los improperios, las risotadas, el chirrido de
un colchón bajo los embates del sexo, el gatillo amartillado de un revólver.
Respiró hondo, cerró los ojos y sonrió. Lo comprendió todo. Bastó con recordar
dónde estaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario