Compuesta por 17 relatos o fragmentos, la
obra no avanza ¾no existe ni introducción, ni nudo,
ni desenlace¾, sino que deviene en un torbellino,
en una vorágine que absorbe al lector y también al narrador. Son 17 historias
las presentadas, no todas entrelazadas, no todas independientes: una columna
vertebral las recorre todas ¾como la
silueta del tren o la presencia de Kafka que recorren las líneas de la obra¾; una idea que se convierte en el centro de ese torbellino, en el
vórtice que lo absorbe todo: la denuncia del ser humano y de su crueldad
innata, representada sobradamente en este siglo XX cuya sombra todavía nos cubre. Todos los
personajes de esta obra son apátridas y/o fugitivos: desde el gris oficinista
atrapado en una ciudad que odia y en un despacho que aborrece; desde el padre
de familia que sueña con una vida alejada de la rutina; desde la monja algo
alocada que calma su hambre de horizontes con aventuras sexuales a medianoche;
desde el enfermo que ve delimitado su mundo a un balcón... hasta el inválido que
encuentra la frontera de las muletas; hasta el judío delatado por sus vecinos;
hasta el servicial camarada que, sin razón, deviene en el enemigo al que hay
que eliminar; hasta la esposa cuyo marido figura en una lista de desaparecidos
y en una de las pancartas que se muestran cada domingo en la Plaza de Mayo.... Son tantas
los retazos de historias y tantos los entrecruzamientos que llega un momento en
que el lector se convierte en investigador, porque aparecen datos, nombres,
escenas y personajes que recuerdas (o crees recordar) haber leído unas páginas
antes, pero no consigues saber exactamente dónde. Nos podrá gustar o no
(incluso habrá quien no la termine de leer); pero no nos dejará indiferentes. Y
esa es su principal intención: remover nuestra conciencia.
Que Sefarad es una obra grandiosa y
compleja uno la advierte al comprobar la larga serie de situaciones y
personajes que la siembran; y sobre todo al admirarse de la prosa fértil y
desbordada de Muñoz Molina. Mezclando documentos históricos y literarios con
otros claramente autobiográfico, haciendo uso de la primera, la tercera e
incluso la segunda persona verbal, la obra se convierte en ensayo filosófico,
social y político. A veces es Proust quien aflora por entre las líneas, otras
es Thomas Mann; pero siempre es el inconfundible estilo de Muñoz Molina el que
te atrapa y te arrastra, con consecuencias ¾como en el relato titulado “Ademuz”¾ liberadoramente catárticas.
Es evidente que ante tal caudal de datos y
páginas el pulso del autor se resiente en algunos momentos, y entonces aparece
el lastre molesto de la documentación minuciosa, de las nombres y datos que
llegan a la mente, pero no al corazón. No es una queja: sé que una novela
semeja una carrera de larga distancia donde el autor ¾y también el lector¾
necesitan tomar aliento.
Antonio Muñoz Molina,
Sefarad, Alfaguara, Madrid, 2001. 599 páginas.
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