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domingo, 9 de noviembre de 2014

EL MUSEO LEÍDO: el pincel y la pluma

     El volumen que aquí comentamos es una apuesta cuanto menos arriesgada: no corren tiempos propicios para el disfrute de la lectura reposada, para el paso lento y reflexivo de las páginas. En ese sentido el planteamiento de los dos editores, Catalán y Ros, —ambos filósofos, ambos profesores universitarios— tiene un atractivo rasgo de rebeldía bajo un envoltorio pulcramente burgués y acomodado. A la manera de Chesterton: son los ortodoxos quienes rompen con las reglas, los auténticos rebeldes, en un tiempo donde lo común, lo anodinamente aburrido es la heterodoxia continua.

        Nos proponen los autores de la antología el recorrido por una galería de arte, y también por una historia del pensamiento. La obra está compuesta por veinticuatro reproducciones pictóricas que van desde Brueghel hasta Bacon, pasando por Velázquez, Giotto, Vermeer, Magritte o Goya; junto a estas pinturas, apoyándolas, alzándolas desde la incomprensión (a veces), hundiéndolas mediante la más directa de las críticas negativas (otras veces), apuntalándolas con espléndidos enunciados, los editores han colocado otros tantos textos provenientes de filósofos, historiadores, poetas o novelistas —desde un hermosísimo y transparente poema de W. H. Auden hasta la prosa voluptuosa de Severo Sarduy, pasando por Proust, Sebald, Baudelaire, José Ángel Valente u Octavio Paz—. Confieso mi error al iniciar la lectura del libro saltándome el prólogo. Que el futuro lector no tropiece en esa piedra. Las escasas cinco páginas iniciales son imprescindibles no sólo por la claridad de las ideas expuestas —merced a una elaborada prosa que debería figurar en todos los manuales de estilo—, sino, y sobre todo, porque evitaría al lector demasiado “listo” caer en errores de bulto. Como afirman Catalán y Ros, el orden de lectura es importante. Uno tiende a pensar que la reproducción pictórica en la página par y el texto en la impar —enfrentados entre sí— ayudaría a una mejor interpretación de las imágenes; pero anda muy equivocado, porque los autores pretenden que nos sumerjamos en este museo impreso como simples visitantes, meros observadores de unos lienzos de los que luego —con ellos fuera de la vista— obtendremos una interpretación (una, no la definitiva) que nos obligará a desandar el camino, a observar el cuadro con otros ojos ya menos inocentes. Un ejemplo magistral es la reproducción de La instrucción paterna de Terboch, glosado por el filósofo Richard Wollheim: lo que en un primer momento parece un padre amonestando a su hija ante la actitud indiferente de la madre se convierte, tras la lectura, en una prostituta negociando el precio con un futuro cliente ante el silencio de (suponemos) la madama.

       Gozosa experiencia, pues, la lectura de un volumen que debe convertirse en libro de cabecera, de los que apetece abrir y degustar frente a la avalancha de lo que ya convendría ir denominando como fast-literatura. Cuando obras maestras de la pintura se conjugan con la belleza de los vocablos y la maestría del estilo, es fácil llegar a la conclusión de Kandinski: «Toda expresión artística tiende a la musicalidad»; una satisfacción para la vista y para el oído.


Miguel Catalán y Fernando Ros (eds.),

El museo leído,

Institució Alfons El Magnànim, Valencia, 2009. 155 páginas.


sábado, 1 de noviembre de 2014

EL FARO DE UMSSOLA: relatos inquietantes.

      Lo grandioso de la literatura es que ofrece un abanico tan enorme de gusto y posibilidades que difícilmente alguien podrá sentirse defraudado. Confieso que me acerqué a El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos con cierto recelo: desconocía todo sobre la autora; tiendo a desconfiar de los libros de relatos (que muchas veces son cajones de sastre y desastres). Ahora, cuando después de un par de tardes de intensa lectura cierro el volumen, termino concluyendo que las propuestas de Anamaría Tríllo son realmente notables. 
    El volumen está formado por cinco relatos escritos todos ellos con una prosa cuidada y detallista en la que se observa, con gratitud, que la autora ha intentado colmarla de estilo y de amor. A estas alturas de la película ( mi vida) me siento capaz de apreciar al autor que ha preferido volcarse en la utilidad (que también es estimable) o, por el contrario, ha ido un paso más allá, buscando un cierto rasgo de estilo, un cuidado exquisito en el empleo de las palabas conviertiendo a estas no en meros signos que sustituyen realidades, sino en algo más. Es decir, Anamaría Trillo ha concordado forma y fondo; y cierto es que en algunos pasajes de algunos relatos la vena lírica (pues es este género el que más entrelaza contenido y continente lingüísticos) te salta a los ojos y te alegra la inteligencia.
    Dos rasgos unen y cohesionan todas las narraciones del volumen: el hecho de estar escritos, los cinco, en primera persona; y el hecho, no menos importante, de que todos ellos versan sobre la confluencia de realidad y ficción lo que dota al conjunto de cierta unidad de perspectiva.
    «El faro de Umssola», el primer relato, es un sabio ejercicio en torno a la realidad y la apariencia, con un final arquetípico de relato fantástico.
    «Y ella dijo “ven”» se emparenta con el primero por el ambiente marino de ambos y también por la relación entre fantasía y realidad, con un final que rompe, no obstante, la verosimilitud ficcional y los cánones ortodoxos del género (¿quién escribe y el relato y cuándo?).
   «A tumba abierta» es, desde mi gusto, el más débil de la serie pues no acaba de ubicarte temporalmente —ha de llegar un dato externo (la inscripción de una lápida) para revelarte que el relato se desarrola a comienzos del siglo XX— y, además, la historia parece un mero chiste alargado, con un desenlace que, para más inri, no me ha hecho reír. Los momentos fantásticos o fantasmagóricos realzan el conjunto pero no acaban de redondearlo, quizás esa debió de haber sido la línea del relato, pero la autora obtó por otra más sencilla… Una lástima.
    «Donde empiezan las circunferencias» tiene todo el aspecto de relato cortaziano, con realidades paralelas y distantes que terminan confundiéndose, redactado con un estilo que te sumerge en los sueños del protagonista. Un placer y un golpe de calidad tras la sensación agridulce del anterior cuento.
    Cierra el libro «Conducir por la noche» donde la voz del narrador es cínica y desencantada y lo convierte en un héroe al modo de Woody Allen: el antihéroe sobre el que recae nuestro aprecio. El personaje es tan sumamente gilipollas que no puedes dejar de apreciarlo. Un buen final para un libro realmente notable que nos muestra una autora (que también es poeta) a descubrir.

     Esperemos que Anamaría Trillo se prodigue más a partir de ahora y nos continúe regalando con más rasgos de buen hacer y de gusto por la escritura. Lo esperamos por el bien de ella, claro, y también por el bien nuestro.




Anamaría Trillo,
El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos,
 Ed. Playa de Ákaba, Madrid, 85 páginas.

sábado, 25 de octubre de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (VII)

LOS CLÁSICOS DE LA NOVELA ENIGMA


        Durante la II Guerra Mundial (1939-1945) y las décadas posteriores (hasta los primeros años de la década de 1970), la novela-enigma (o novela-problema) continuó produciéndose al margen de nuevas modas o cambio de tendencias. Como si el mundo no hubiera asistido a una hecatombe, los grandes divos de la novela-enigma continuaron poblando sus obras de habitaciones cerradas a cal y canto, rompecabezas para superdotados y sospechosos con férreas coartadas. Aunque algunos de sus máximos exponentes habían ya fallecido (G. K. Chesterton, S. S. Van Dine) o habían  disminuido su producción (Dorothy L. Sayers), el resto siguió escribiendo encerrado en una burbuja de cristal que lo aislaba tanto de los campos de batalla como de los campos de exterminio. No debe sorprendernos, sin embargo, que siguieran gozando de un considerable éxito y de un público fiel: en medio de un mundo en guerra o de la Humanidad a un paso de la destrucción nuclear (durante los años más álgidos de la Guerra Fría), la alternativa de la novela-enigma se presentaba como un refugio donde, al final, la justicia siempre triunfaba y el orden social, que se rompía con cada crimen, recobraba la normalidad y el statu quo.
      Aunque los tres grandes clásicos del género —Agatha Christie, John Dickson Carr y Ellery Queen— habían dado sus mejores obras en las primeras décadas del siglo XX, sus producciones posteriores a 1939 seguían conservando la genialidad que años antes les había llevado a lo más alto de la novela de misterio.
       Agatha Christie (fallecida en 1976) escribió algunas de sus novelas más populares: Diez negritos (1939), Un cadáver en la biblioteca (1942), Cianuro espumoso (1944), Testigo de cargo (1948, llevada al cine por Billy Wilder en una extraordinaria película de 1957), Tres ratones ciegos (1950) —que la propia autora transformó en La ratonera y que estrenó en 1952. Con más de veinticinco mil representaciones ininterrumpidas es la obra teatral más representada de la historia; de hecho, todavía hoy en día sigue escenificándose en el mismo teatro en que se estrenó—, El tren de las 4:50 (1957) o El espejo se rajó de parte a parte (1962). Aunque ninguno de los anteriores títulos alcanzó el ingenio ni la calidad de su producción anterior a la guerra, no por ello disminuyó su reconocimiento público. Al morir, Agatha Christie había dado a luz setenta y ocho novelas de misterio a las que se añadieron dos más publicadas póstumamente. La fama de la gran dama del crimen se consolidó y extendió a raíz de múltiples versiones cinematográficas y varias series de televisión protagonizadas por los detectives que inventó: Hércules Poirot, mis Jane Marple, el matrimonio formado Tuppence y Tommy Beresford o Parker Pyne. Se calcula que su obra ha sido traducida a más de cien lenguas y ha vendido (sigue vendiendo) la friolera de dos mil millones de ejemplares.
          John Dickson Carr (nacido en EE.UU. pero instalado en Inglaterra desde los años 30) es otro de los clásicos de la novela-enigma que continuó produciendo durante los años de la postguerra. Menos conocido para el lector actual, pero muy estimado por los especialistas del género, dio a luz más de setenta novelas de misterio hasta su muerte en 1977. Creó al doctor Gideon Fell, detective amateur, firmando las novelas protagonizas por este personaje con su nombre auténtico. Las novelas de otra de sus creaciones, el excéntrico pero eficaz sir Henry Merrivale, jefe del servicio secreto, aparecieron bajo el pseudónimo de Carter Dickson. En el periodo que aquí nos ocupa, Dickson Carr publicó grandes títulos del género como Las gafas negras (o Los anteojos negros, 1939; considerada como una de las diez mejores novelas de misterio de todos los tiempos), Muerte en cinco cajas (1939), El caso de los suicidios constantes (1941), Hasta que la muerte nos separe (1944), Se alquila un cementerio (1949), El reloj de la muerte (1956) y La muerte acude al teatro (1966). Muy superior a Agatha Christie en el planteamiento y el desenlace de sus novelas, Dickson Carr fue uno de los más serios defensores del denominado “juego limpio” consistente en no ocultar datos al lector, convirtiéndolo así en un lector-detective.
       Manfred B. Lee y Frederic Dannay eran los primos hermanos, estadounidenses, que se ocultaban bajo el pseudónimo de Ellery Queen, el tercer vértice del triángulo que formaron los clásicos de la novela-enigma. Bajo el pseudónimo de Barnaby Ros habían creado un detective, Drury Lane, que protagonizó cuatro novelas durante el primer lustro de los 30. Sin embargo, el personaje que les dio la inmortalidad fue Ellery Queen, el sagaz hijo del inspector Queen de la policía de Nueva York. Al igual que había sucedido con Christie y Dickson Carr, las novelas de Ellery Queen anteriores a la II Guerra Mundial son, en general, muy superiores al resto. No obstante, continuaron escribiéndose hasta la muerte de Manfred B. Lee, en 1971. Por aquel entonces el nombre de Ellery Queen se había convertido en una marca que ocultaba a todo un taller de escritores coordinados por los dos primos. Algunas novelas dignas de recordar fueron La ciudad desgraciada (1942), El gato de muchas colas (1949, una de sus obras más conseguidas), La aldea de cristal (1954), El cadáver fugitivo (1961) y Cara a cara (1967).
       A partir de 1960, Ellery Queen introdujo en sus novelas más dosis de “humanidad” en perjuicio del enigma. Así surgieron obras más alejadas de los postulados originales de la novela-problema y más cercanas al thriller o la novela negra: Un tesoro en la cartera (1962), Los cuatro Johns (1964), Muerte dirigida (1966), Asesinatos en la universidad (1969) y la excelente Besa y mata (1970), por ejemplo.

      La creación de la revista mensual Ellery Queen’s Mistery Magazine en 1941 (que todavía hoy continúa en activo) contribuyó a fomentar el género y dio cabida, en sus páginas, a jóvenes autores que comenzaban a escribir, convirtiéndose en la publicación de misterio más influyente en el ámbito anglófono. En 1975 se realizó una serie para televisión Las aventuras de Ellery Queen, que aumentó la fama y la expansión de sus autores y su personaje.

sábado, 18 de octubre de 2014

MAE WEST Y YO: a la vejez... humor

    Que el humor es algo muy serio, uno comienza a comprenderlo con la edad, tras recorrer los tres estadios que contenía el enigma de la Esfinge.
      Cuando se es joven, el humor consiste en un puñado de chistes y anécdotas, una acumulación de chascarrillos soeces y burdos: a más gritos y exabruptos, más risas. Con la madurez, la seriedad del humor es vislumbrada, pero todavía está muy lejos. Lo escatológico y lo dicharachero deja paso a una risa más inteligente (digo “más”, pues la risa casi siempre lo es), a una pátina de sarcasmo y crítica donde no se busca la carcajada repentina y rompedora, sino la comunión ideológica, la hermandad al compartir una ironía fina y sutil. Cuando llega la vejez, el humor deviene en una simple sonrisa que lo contiene todo: las novedades nos llegan empequeñecidas, carentes de importancia; las situaciones que considerábamos únicas y originales, no son sino repeticiones; los chistes que nunca antes habíamos escuchado resulta que son los mismos, pero con otro collar…
      Mae West y yo, la penúltima novela de Eduardo Mendicutti —que tanto nos hizo reír en anteriores entregas—, está escrita desde esa vejez clarividente y límpida, donde incluso las desgracias más terribles (la enfermedad del protagonista podía ser una de ellas) son acogidas con la resignación de la sonrisa y el encogimiento de hombros de quien no se rebela contra su destino. Confirmando esta idea, el propio autor antepone a su obra una cita de Joyce: “La única pregunta que importa acerca de un libro es a qué profundidad en el alma de quien escribe se ha originado”. Y cuando se cierra la novela, cuando el lector se queda con ganas de más —porque en las obras de Mendicutti uno siempre se queda con ganas de seguir leyendo más y más y mucho más allá del punto final—, somos conscientes de que la obra se originó en lo más profundo del alma y de los sentimientos, donde sólo la edad nos puede conducir: el pedestal sobre el que nos alzamos y que está formado por la sucesión de “yos” que hemos ido dejando en el camino.
´     Por todo lo antedicho, el fiel lector de Mendicutti tal vez se sienta un poco defraudado al no extraer de la obra las carcajadas estruendosas de anteriores novelas; pienso en Ganas de hablar, en Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy o en Una mala noche la tiene cualquiera, por citar algunas de las más relevantes. Sin embargo, Felipe Bonasera, el personaje protagonista y narrador, sin caer en lo “estrambótico” de El Cigala, de Rebecca de Windsor o de La Madelón, no tiene desperdicio: diplomático en horas bajas tras diagnosticarle una grave enfermedad, no dudará en emplear su afición a la ventriloquía como el modo más efectivo de esconder o atenuar sus miedos. La Mae West del título no es la despampanante actriz de los años 30, sino la voz de la enfermedad de Felipe. La novela, escrita con la prosa rectilínea y funcional de Mendicutti, alterna dos primeras personas que son una sola: la voz del protagonista y el contrapunto de su enfermedad, expresada a través de la ventriloquía.
     Ambientada en el verano de 2010, con el Mundial de Fútbol y las victorias de la Roja —sencillamente magistral el capítulo donde Mae West narra la final del Mundial— como telón de fondo (curioso: Todo está perdonado, de Rafael Reig, también en Tusquets y también ese año, está ambientada durante el otro gran éxito de la selección de fútbol: la Eurocopa de 2008), Mae West y yo se nos presenta, además, como un sentido homenaje al cine clásico: la sombra sin duda de La ventana indiscreta es evidente. Sin embargo, como buen periodista, Mendicutti no deja de pasar revista a los males de este tiempo que padecemos: la crisis inmobiliaria, la debacle financiera, la degradación de cierta parte de la juventud, la depravación de la prensa del corazón…
      Todo ello desde la mirada lúcida y fina de un humorista de la vieja escuela, de un escritor asombroso que nunca defrauda y al que debemos recurrir cada vez, cada día, cada momento en que pensemos que nada merece la pena. Con Mendicutti, todo merece la pena.



Eduardo Mendicutti,
Mae West y yo,
Tusquets editores, Barcelona, 2011. 259 páginas.

domingo, 12 de octubre de 2014

JORGE JUAN: el viaje de un ilustrado


    Visto desde lejos el libro asusta un poco. Y no es de extrañar: son casi 400 páginas; en un formato más bien grande, alejado de los libros de bolsillo; con la letra densa y prieta, para no dejar escapar ni una idea ni una reflexión. Pero una vez que nos acercamos y lo abrimos comprendemos que el tocho es menos lobo de lo que podríamos suponer. Para empezar no tiene ninguna nota a pie de página —cosa que agradecemos los lectores profanos—; pero no defrauda a los eruditos, pues cada fuente o documento utilizado aparece explicitado del modo más sencillo, sin romper la continuidad de la narración.
    Con la meticulosidad y el buen hacer que lo caracterizan, Emilio Soler ha conseguido crear una obra magnifica, que no sólo adoctrina, sino que entretiene como una novela de aventuras. Podría parecer que la biografía de un personaje —tan nombrado pero tan ignorado— como Jorge Juan debía enfangarse en una sucesión interminable de fechas y datos ociosos, aspectos todos ellos tan científica e históricamente válidos como aburridos para el lector corriente. Emilio Soler, sin perder de rumbo la seriedad histórica y la documentación, ha dotado a la biografía del marino noveldense de un soplo de aventuras y de amenidad digno de alabanza.
     Podríamos hablar de Jorge Juan, y del olvido en que se le tuvo y se le tiene (olvido generalizado a todo el siglo XVIII español ¿y europeo?); pero no lo haremos. Basta con leer el libro y comprender que la postración de una nación que había llegado a ser la primera potencia mundial devendría en un lastre que —todavía hoy y desgraciadamente— venimos arrastrando.
     Implícitamente la obra está dividida en 5 partes: una primera, muy breve, narra la infancia y juventud del personaje alicantino; la segunda —la más extensa y al parecer la preferida del autor— relata el viaje de Jorge Juan, y su compañero Antonio de Ulloa, acompañando a una expedición de científícos franceses a las colonias españolas de ultramar, donde debían medir un grado de meridiano en el ecuador; la tercera —la que yo especialmente prefiero— narra las vicisitudes de Jorge Juan con la Inquisición a la hora de publicar las conclusiones de su viaje de once años; la cuarta parte nos dibuja magníficamente a Jorge Juan como espía en los astilleros ingleses; por último, la obra se cierra con la misión diplomática a Marruecos y la muerte del marino, en Madrid, vencido por los continuos achaques y el agotamiento. En fin, sesenta años de intensas vivencias recogidos magistralmente por un autor que sabe qué hay que decir y cómo hay que decirlo.
       Debo confesar que soy, por natural, sedentario (cualidad o vicio que se acrecienta con los años); por tanto, la lectura de este libro ha supuesto un viaje estival inolvidable. Junto con Jorge Juan y su amigo Antonio de Ulloa, y ejerciendo de cicerone Emilio Soler, he contemplado el aspecto de una España dieciochesca postrada y renqueante: hemos visitado las colonias del Pacífico, hemos ascendidos a las cumbres inhóspitas de los Andes; hemos disertado sobre la forma real del planeta; hemos combatido a ingleses, amén de espiarlos en su propia nación; hemos atesorado méritos y honores de todas las academias europeas; hemos deambulado por el África marroquí a los pies de los blancos Atlas; hemos llorado por una nación y hemos deseado la recuperación de ésta... en fin, un sinnúmero de peripecias, hazañas, penalidades y alegrías han sido nuestro alimento durante la travesía por las páginas de este libro —que, al fin, de tocho se convierte en un volumen efímero y ligero.

     Lamentablemente los males y las carencias culturales que tanta mella hicieron en el ánimo de Jorge Juan apenas han sido sanados. Ante el aspecto del libro quizás haya alguien que huya: tanto peor para él. Tengo comprobado que quien en este país se aburre o bien es analfabeto, o bien es masoquista... o ambas cosas.

Emilio Soler Pascual,

VIAJES DE JORGE JUAN Y SANTACILIA.
Ciencia y política en la España del siglo XVIII.

Ediciones B, Madrid, 380 págs.

sábado, 4 de octubre de 2014

LA CUARTA MANO: amor, humor, sexo y televisión.


       Las novelas de John Irving (1942) nos pueden agradar más o menos, pero nunca nos dejan indiferentes. Desde que saltó a la fama con El mundo según Garp (1976), el escritor norteamericano parece haber hecho un pacto mefistofélico con la calidad. Dicho pacto suele poner en un brete a sus seguidores: ¿cuál de sus novelas es la mejor?. Los hay que prefieren el mundo excéntrico de Garp y su madre Jenny; o quien se decanta por las peripecias del la familia Berry en el Hotel New Hampshire; particularmente soy de los que no podrían vivir sin la voz triste y un tanto desvalida del amigo de Owen Meany; otros admiran el altruismo del doctor Wilbur Larch y sueñan cada noche con sus palabras de despedida; en fin, incluso habrá quienes se decanten por el doctor Farrokh Daruwalla y sus enanos, o las dudas sexuales de Ruth Cole, la protagonista de Una mujer difícil. En cuanto a Pat Wallingford, el protagonista de La cuarta mano, no dudamos de que también tendrá su grupo de seguidores.
        La cuarta mano refleja los mejor y lo peor de un autor cuyo principal fin es divertir y divertirse, o emocionar y emocionarse. Muchos han sido los que han tildado de inverosímiles los argumentos de sus novelas; pero ante la descripción de la vida todo es literariamente válido.
       Entre lo mejor: la situación de partida. Patrick Wallingford, un reportero de televisión que trabaja en una cadena de noticias que, curiosamente, no se interesa por las noticias, ve como su carrera ¾tanto profesional como sexual¾ sufre un contratiempo cuando un león devora su mano izquierda. Cinco años después del suceso, el cirujano doctor Zajac se atreve a realizar una operación de implante de mano. A partir de entonces, un nuevo universo va a presentarse ante el triste Patrick: el nuevo miembro, ajeno a él, va a permitirle experimentar sensaciones nuevas. El argumento se enriquece con los toques propios del estilo de Irving cuando la viuda del donante realiza una propuesta extraordinaria: desea el derecho a visitar y “disfrutar” de la mano de su difunto marido.
       Desde ese momento, las situaciones van a adquirir trazas casi oníricas. Sólo la maestría de la prosa de Irving consigue hacernos verosímil lo que es a todas luces ridículo. Multitud de personajes, cada uno con su frustración a cuestas, van a desfilar por las páginas del libro: Doris, la viuda del donante; Mary, la compañera trepa de Patrick; Sarah Williams, la misteriosa mujer madura que enseña a nuestro protagonista de qué modo los libros contienen lo que todos necesitamos; incluso la voz del propio autor ¾a la manera realista de su admirado Dickens o nuestro olvidado Galdós¾ nos va a ir guiando por este mosaico de nuestra época. El cuadro descrito, bajo el humor y el sexo, deviene como una crítica feroz contra la sociedad consumista y, sobre todo, contra la bulimia de noticias (¡de noticias tergiversadas y manipuladas, de periodismo carroñero!) que pueblan nuestra vida diaria.
       Entre lo peor: una exagerada utilización por parte de Irving de elementos sexuales (tendencia acentuada, quizás, desde la aparición de Un hijo del circo (1994)). Tal proliferación de sexo (los personajes de Irving quizás sean los que más veces realizan el acto sexual de toda la historia de la literatura) y de elementos afines llega, a veces, a ocultar el argumento inicial de la obra; y, en muchas ocasiones, consigue confundir (¿y alegrar?) al lector.

        Publicada en España apenas una semana antes del fatídico 11 de septiembre, La cuarta mano se asemeja bastante a una premonición. La televisión norteamericana estimó que era conveniente no grabar los aspectos más trágicos de la tragedia (la recogida de los restos); visto esto cabe la posibilidad de preguntarse qué habíamos estado viendo hasta entonces. La televisión se ha convertido en la realidad (Aquello que no se muestra no existe), manejando, cambiando y creando imágenes a sus anchas. Y de repente, cuando todo era grabable (y cuanto más horroroso mejor) acontece el atentado: decide entonces la televisión “comportarse éticamente” (ergo hasta ese día había actuado sin la menor ética ¾y lo habíamos aceptado¾), renunciando a grabar las imágenes del horror. ¿Habría entonces que deducir que este horror no existe porque no es “grabable”?. John Irving pone en solfa la capacidad de la televisión para informar objetivamente... pero, ¿qué es la verdad?





John Irving
La cuarta mano, Ed.Tusquets, 2001. 345 págs.

sábado, 27 de septiembre de 2014

LA MANCHA HUMANA: la Inquisición políticamente correcta.



     Podría empezar esta reseña literaria recordando que el continente americano fue descubierto hace algo más de 500 años. O podría comenzar recordando que los EE.UU. apenas tienen 250 años de historia. Otro modo de comenzar esta reseña hubiera sido recordando cómo en 1692, en Salem (Massachusette), fueron acusadas de brujería ¾y torturadas¾ más de cincuenta personas; de las cuales veinte fueron ajusticiadas. Un modo de comenzar este artículo hubiera sido recordando la novela de Nathaniel Hawthorne La letra escarlata (1850). O, quizás, otro modo de comenzar este artículo hubiera sido recordando otra “caza de brujas”, esta vez en 1946, cuando el congresista McCarthy, el (por entonces) senador Richard Nixon y el resto de los inmaculados miembros del Comité de Actividades Antiamericanas iniciaban una cruzada contra el comunismo y sus simpatizantes. Podría haber comenzado recordando cómo en EE.UU. niegan un último cigarrillo al condenado a muerte antes de introducirlo en la cámara de gas. En fin, podría haber empezado este artículo recordando a Umberto Eco quien, en muchas de sus intervenciones, ha recalcado ciertos aspectos medievales que se muestran en nuestra época.
      Pero desde luego no comenzaré esta reseña de ninguno de estos modos. Este artículo no es un manual de historia.
      La mancha humana, de Philip Roth (1933), no es una obra perfecta; hay pasajes ¾descripciones, reflexiones de los personajes o el narrador¾ que el lector está tentado ha pasar por alto, a leer rápidamente; adolece, en ocasiones, de un ritmo demasiado lento, un tanto parsimonioso, repetitivo, como si el autor se hubiera dejado atrapar por la facilidad de tecleo que da el ordenador. A pesar de todo, La mancha humana es una gran novela; una de esas obras con pretensiones de testimonio, de retrato de una época. La obra se enclava dentro de la serie de novelas interpretadas (o al menos relatadas) por el alter ego del autor: Nathan Zuckerman. Una serie que comenzó en 1974 con  Mi vida como hombre, y que va ya por la sexta entrega.
     ¿Pueden dos palabras cambiar la vida de una persona? Según Roth, todo depende del lugar donde esas dos palabras se pronuncien. Durante la época del escándalo Clinton-Lewinsky, el protagonista de la novela ¾el prestigioso profesor Coleman Silk¾, durante el transcurso de una de sus clases en la Universidad de Athena, pronuncia dos palabras aparentemente inofensivas: “negro humo”. A partir de entonces, la maquinaria inquisitorial norteamericana comienza a funcionar implacablemente: tachado de racista, el profesor se ve envuelto en una vorágine que le llevará al más trágico de los dramas: el rechazo de sus colegas, el abandono de la docencia, la muerte de la sufriente esposa. La obra, pues, describe a una sociedad histérica y fanática, sostenida por una hipocresía que ¾queriendo huir de la etiqueta discriminatoria¾ cae en la discriminación positiva; la mojigatería y el profundo puritanismo sobre el que se apoya ¾desde siempre, ¿hasta cuándo?¾ la “moderna” sociedad norteamericana. En semejante país ¾ahogado por las convenciones, por el miedo¾ es imposible comportarse con naturalidad, ni siquiera es imposible SER.
     Construida mediante un atractivo juego de voces y puntos de vista, donde destaca la voz en primera persona del escritor Nathan Zuckerman (cf. Nathaniel Hawthorne), la novela no se detiene en la Inquisición (políticamente correcta, ¡por supuesto) de los EE.UU.: aparecen las secuelas de la guerra de Vietnam; se cuestiona el sistema educativo; se reflexiona sobre las raíces más profundas de Norteamérica (cf. Dos cabalgan juntos la estupenda película que John Ford rodada en 1961); o sobre la dificultad de buscar el propio carácter, la propia personalidad en un medio hostil.
      Hay momentos en los que, como ya he dicho anteriormente, la novela tiende a caerse de las manos: es entonces cuando la maestría de Philip Roth se hace evidente con el uso de las anticipaciones, moviéndonos a continuar con esa indagación que siempre es toda lectura. Porque entonces la novela se convierte en un auténtica obra de suspense, con unos personajes que ocultan un misterio inconfesable.
       La mancha humana es, además de todo lo dicho, una gran novela de amor. Un amor otoñal y crepuscular, quizás, pero completo y “desnudo”. Philip Roth ya no es aquel desvergonzado y pornográfico autor que escribiera El lamento de Portnoy (1969). Roth ha madurado ¾el sexo ya no forma un elemento vertebral de sus obras¾. En este sentido, su trayectoria es totalmente opuesta a la de John Irving, quien parece decantarse más por las temáticas sexuales conforme envejece.
      He dudado mucho para comenzar este artículo. No tengo ninguna duda sobre cómo debo terminarlo: léanla... no les decepcionará.


Philip Roth
La mancha humana, 2001. 438 págs.

sábado, 20 de septiembre de 2014

UN REPARTO DE ASESINOS: asesinato en el plató.

     
      En 1988 la editorial barcelonesa Seix Barral publicaba Un elenco de asesinos: la novela pasó sin pena ni gloria por las librerías españolas. Quince años después de aquel primer intento, Seix Barral volvió a reeditarla con distinto título: Un reparto de asesinos. Lamentablemente, no tuvo mejor suerte.
    Siguiendo la brillante estela inaugurada por A sangre fría (1966) de Truman Capote, la obra se concibe (y se lee) como una “novela documento”, no-ficticia: pretende ser la reconstrucción fiel de unos hechos reales, no verosímiles y sí verdaderos. Lo cierto es que el lector se encontrará ante una agradable sorpresa: una novela casi excelente en su construcción (tal vez se acumulan demasiados personajes, algunos de ellos poco o escasamente moldeados), que contentará por igual a los amantes de la literatura de misterio y a los cinéfilos.
     El director de cine King Vidor (1894-1982) —autor de obras como Guerra y paz, Duelo al sol y ¡Aleluya!— rodó su última película en 1959, Salomón y la reina de Saba. Desde entonces hasta su muerte inició (o imaginó, al menos) una multitud de proyectos que no pudo llevar a buen término. En 1967 el azar le llevó a interesarse por un hecho criminal acaecido en el primitivo Hollywood de 1922: el asesinato del actor y director William Desmond Taylor, que quedó sin resolver. Durante casi un año, Vidor indagó en hemerotecas y archivos, entrevistó incluso a viejos actores, actrices y empresarios cinematográficos que habían conocido al fallecido. De súbito las pesquisas de Vidor cesaron y el material recopilado fue ocultado. Tras su muerte, el periodista Sydney Kirkpatrick inició una biografía del director. Tuvo, entonces, en sus manos todo el material sobre el caso Taylor reunido por Vidor; descubrió por qué el director había mantenido en silencio dicho archivo: en 1967 algunos de los implicados directamente con el caso todavía estaban vivos y podían ver dañada su reputación y su carrera. Pero en 1986 ya no, y por ello Kirkpatrick, basándose en esos datos, reconstruyó tan increíble investigación, sazonándola con aspectos personales e íntimos (matrimoniales) del fallecido director.
     El cinéfilo disfrutará al reconocer a los seres reales que pululan por la novela: la gran Gloria Swanson, Cecil B. De Mille, el productor Sennet, el incombustible Allan Dwan, los pioneros Thomas Harper Ince y Griffith, Mary Pickford, Chaplin, Lilian Gish.... y muchos más. Y aunque cada escena es real tampoco podemos sustraernos al recuerdo de películas como El crepúsculo de los dioses, Grandes esperanzas de David Lean o la más reciente L.A. Confidential. Los últimos capítulos, por ejemplo, parecen extraídos del guion de la magistral e inquietante ¿Qué fue de Baby Jean? de Robert Aldrich.
        Lo cierto es que la investigación de Vidor nos lleva a contemplar una época cinematográfica inaugural que se sustentó sobre los escándalos sexuales, las falsas identidades, los ídolos con pies de barro proclives al alcoholismo y las drogas. Desde el este de Estados Unidos los pioneros cinematográficos se vieron obligados a trasladarse al luminoso y cálido oeste: en 1911 se instalaba el primer estudio en un pueblecito californiano, Hollywood. Comenzaba así la creación de un mundo de magia y leyenda, de sueños dorados... de un mundo con una fachada inmaculada y espectacular que escondía, entre bambalinas, una legión de arpías y monstruos dispuestos a arrasar con todo (y todos) con tal de alcanzar el éxito y la fama. Con la proclamación de la Ley Seca en 1920 (duraría nada menos que 12 años) los vicios «tolerados» se convertían en prohibiciones. «Cuanto mayor es el desenfreno de las costumbres, es mayor la rigidez de la moral», escribió Azorín. El Hollywood de la década de 1920 es el ejemplo más evidente de una sociedad turbulenta y corrupta pero con un aspecto envidiable. El escándalo de Fatty Arbunckle es la punta más visible de ese iceberg maloliente; el caso Taylor no le va a la zaga, el lector del siglo XXI puede comprobarlo por sí mismo.

Sydney D. Kirkpatrick,
Un reparto de asesinos,
Ed. Seix Barral, 2003. 317 páginas.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

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sábado, 13 de septiembre de 2014

EL INFIERNO EN EL PARAÍSO: otro Dürrenmatt


      La Historia de la Literatura es un largo camino construido por innumerables baldosas. Las hay, evidentemente, de todo tipo: las que resaltan sobre el resto (son los escritores sagrados); las diminutas, las anónimas (aquellos ignorados). Entre estos dos extremos cabe destacar a algunas que, inexplicablemente, son desconocidas por el gran público ¾quizás por su carácter marginal; tal vez por su proximidad a aquellas enormes y acaparadoras¾. Son escritores de culto, especimenes conocidos por unos pocos. No obstante, sus seguidores, a pesar de no ser legión, son insobornables, fieles hasta las últimas consecuencias. El suizo Friedrich Dürrenmatt pertenece a este grupo (donde incluiríamos, por citar a algunos, a Sciascia, a Simenon, a Cheever). Pese a su grandeza, pese a su trabajo tan arduo y concienzudo, la obra de Dürrenmatt es apenas conocida por el gran público.
     Sucede, a veces, que amas tanto un libro que deseas que nadie más tenga acceso a él: su lectura, piensas, podría corromper el libro, prostituir el significado que tú le has dado y que crees exacto. Esa sensación es la que tengo ante los libros de Dürrenmatt: oculto bajo la aparente sencillez estilística ¾como anguis in herba¾ uno puede descubrir un mundo de sutilezas y recovecos, la defensa de un modelo de vida donde la Justicia prima sobre cualquier otro valor.
     La sospecha escrita en 1953 es rescatada por Tusquets para goce de los amantes de la buena literatura. Forma este libro, junto al anterior El juez y su verdugo (1948) ¾también publicado por Tusquests y reseñado anteriormente¾, un díptico en el que el escritor suizo reflexiona sobre los valores que sostienen nuestra sociedad, en el que se expone una filosofía vital que confía en la humanidad a pesar de sus defectos, que cree en la justicia y la moral como únicos valores válidos para crear una civilización. Todo ello bajo el formato de una novela de intriga protagoniza por un enfermo y viejo comisario Bärlach, recluido en la cama de un hospital, convaleciente e indefenso. Un personaje que recuerda, por su aislamiento, al Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares, o al Nero Wolfe de Rex Stout.
       En su lecho hospitalario, accidentalmente, Bärlach halla, en una revista, la fotografía de un célebre doctor nazi, famoso por realizar operaciones sin anestesia en un campo de concentración. El parecido con un acaudalado médico suizo, quien posee una clínica privada muy afamada entre la clase pudiente del país, creará en Bärlach una sospecha que deberá confirmar: ¿son ambas la misma persona?. Disquisiciones detectivescas y filosóficas se entremezclan en la investigación que el viejo comisario emprende por su cuenta y riesgo. Es su amor por la Justicia, su fe ciega en que existen unos valores morales y cívicos que deben cumplirse, la que le llevará a conocer una serie de personajes tan entrañables como monstruosos y terroríficos: el extravagante Gulliver; el enano asesino; la fanática e ingenua enfermera Klari, el pobre y lunático Forstchig... la perversa doctora Marlok. En fin, un viaje al miedo más primitivo: el del hombre solo e impotente, atado a un lecho y a una enfermedad que limitan sus actos, pero no sus pensamientos ni sus sentidos.
     Junto a la lograda recreación de la clínica y a la descripción impecable de los momentos más tensos; Dürrenmatt, solapadamente, realiza una crítica ácida y directa a una sociedad como la suiza. En ese aspecto se asemeja a su compatriota y compañero generacional Max Frisch. Nuestro autor se enfrenta a las bases sociales de un país, Suiza, modelo de convivencia y civilidad, pero que es capaz de olvidarlo todo cuando suena el sonido del dinero o cuando se ciega ante la falsa respetabilidad. La hipocresía suiza ¾su neutralidad no le impide acoger el dinero de criminales o terroristas declarados¾ es la que permite y sustenta la existencia de seres como el doctor Emmenberger, el antagonista de la obra, el criminal nazi que no duda en crear un infierno en el paraíso suizo.

       Termina uno la lectura y sabe que la fe de Bärlach (como la de su autor) aparece únicamente en el mundo novelesco... lamentablemente.

Friedrich Dürrenmatt,
La sospecha, 
Ed. Tusquets. 181 págs.