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sábado, 24 de enero de 2015

EL CADÁVER ARREPENTIDO: a vueltas con Guelbenzu y la juez De Marco


      Guelbenzu vuelve a deleitarnos con un nuevo caso (el tercero) de la juez Mariana de Marco —tras No acosen al asesino (2001) y La muerte viene de lejos (2004)—. Y lo hace con una historia que se inicia algo confusa y demasiado folletinesca para terminar sumergiéndonos en una novela de misterio al estilo clásico, muy inglesa, poblada de elegantes personajes desocupados, de turbios pasados familiares, de fincas aisladas, de muertes naturales que no lo son, de sirvientas chismosas a la manera de Agatha Christie y de una protagonista —la juez De Marco— que parece un doble de Miss Marple, solo que con mejor tipo y mayor gracia (Uno no deja de preguntarse por qué los miembros de nuestra judicatura no tienen la capacidad de reflexión de Mariana: pues a tenor de los recientes acontecimientos resulta evidente que no la poseen).
     El grueso de la novela se desarrolla en apenas un largo fin de semana en el que la atractiva juez Mariana de Marco ha sido invitada a la boda de una amiga que se celebra en una finca vinícola de la provincia de Toledo. El calor estival y los nervios del acontecimiento crean un ambiente de insoportable crispación. A través de unos diálogos detallados y reflexivos, al modo de Dickson Carr o Ellery Queen (lejos de las aburridas o casi indescifrables peroratas de Dorothy L. Sayer, a quien incomprensiblemente Guelbenzu admira), los lectores vamos disfrutando de una historia detectivesca donde nada es lo que parece y donde, tras cada palabra inocente, se oculta un hecho de sangre y un pasado plagado de sombras.
       El cadáver de un hombre desaparecido treinta años antes es hallado casualmente en el lugar donde ha de celebrarse el desposorio de uno de sus nietos. Este sorprendente hallazgo es el inicio de una serie de extrañas muertes que llevaran a nuestra protagonista a convertirse en detective amateur. El relato de los hechos actuales se alterna con el de la historia familiar: una sucesión de nombres, parentescos y relaciones al uso decimonónico y folletinesco. ¿Estos abusos son errores del autor o son una crítica velada a los que pueblan la exitosa La sombra del viento, aparecida en fechas próximas a este Cadáver arrepentido? Puesto que esta novela no es santo de mi devoción, prefiero pensar que Guelbenzu intenta ridiculizarla.
      Si al reseñar la La muerte viene de lejos, me quejaba de que tal vez el autor había agotado ya los personajes y los ambientes, gratamente confieso ahora que El cadáver arrepentido me ha arrojado a la cara la verdad: lejos de repetirse, Guelbenzu se supera por el bien de todos los lectores. Cuando se publicó No acosen al asesino, Rafael Conte, desde las páginas de El País, la calificó como “El descanso del guerrero”. Pues ya van tres descansos (escribí esto en 2007; ahora ascienden a siete): ¡ojalá yo pudiera descansar con tamaña maestría!

J. M. Guelbenzu,

El cadáver arrepentido, 

Ed. Alfagura, 2007. 388 páginas.

sábado, 10 de enero de 2015

LA MUERTE VIENE DE LEJOS: el segundo caso de la juez De Marco


     Tras el enorme éxito de No acosen al asesino, José María Guelbenzu (Madrid, 1944) publicó La muerte viene de lejos: novela que supone una continuación de la anterior y una consecuencia, pero no una superación. El lugar donde se desarrolla el argumento es el mismo: la costa cantábrica y la provincia de Santander; también lo son los personajes principales: la juez Mariana de Marco, la Secretaria Carmen Fernández, el capitán López de la Brigada Especial de la Guardia Civil; el argumento de la obra gira en torno a un supuesto asesinato y un supuesto criminal; de nuevo se echa mano de la clasicidad policiaca: escasos personajes y funcionalmente definidos, lugares cerrados o muy delimitados, argumentos simples...
    En fin, nada de “novela negra”, sino todo lo contrario: acción reposada, diálogos reflexivos, reminiscencias de los clásicos del suspense cinematográfico como La sombra de una duda (Hitchcock, 1942), con su análisis sobre la dualidad del ser humano —una elegante fachada alberga una interioridad pérfida y cruel—; o como Sospecha (1941), también de Hitchcock, con el retrato de un cazadotes en busca de presas; sin olvidar los puntos en contacto con otra novela (y varias películas) ya clásica: El talento de Mr. Ripley (1955) de Patricia Highsmith.
      La propuesta de Guelbenzu es bien sencilla: Carmen, la amiga de la Juez de Marco, pretende reabrir el caso en torno a la muerte de un viejo avaro, al sospechar que fue el sobrino de éste quien realmente lo asesinó. La Juez Mariana de Marco conocerá a Rafael Castro, el sobrino, y entre ellos surgirá una relación que irá más allá de lo meramente profesional. Son pocos los personajes que aparecen, y la mayoría de ellos lo hace en forma de pareja: el rico y atractivo Rafael y Vanessa, su joven prometida; la vehemente Carmen y su silencioso amigo Teodoro; la retraída Mariana y Carmen; de nuevo Mariana, pero esta vez más impulsiva, y el cínico Rafael; el tímido Teodoro y el chismoso Tomás. Con todos ellos el autor desarrolla un argumento lineal, sin bifurcaciones que puedan extraviar al lector. Uno lee la novela y se deja llevar por los diálogos rápidos y evolutivos; salpicados por digresiones que no cansan, por retratos psicológicos de los personajes poco profundos... En fin, Guelbenzu conoce los resortes del género —y también su liviandad—, y los maneja con mano precisa.
        Es cierto que la novela te atrapa desde las primeras páginas; pero también lo es que la calidad de esta es inferior a su predecesora. Quizás Guelbenzu haya agotado sus recursos en el género policial; o tal vez los personajes y su ambiente no den más de sí, Por ahora podemos disfrutar de una novela sencilla, escrita aceptablemente (aunque hay ciertos errores argumentales —por ejemplo en las primeras páginas se dice que Vanessa está embarazada, pero luego no aparece alusión a ello, de hecho el narrador parece haberlo olvidado— y de estilo: comentarios extemporáneos de los personajes, perogrulladas del narrador): su cometido es entretener y lo consigue, que no es poco.
      Como complemento a las investigaciones de los protagonistas a la caza de un supuesto asesino, Guelbenzu muestra unas relaciones sentimentales lógicamente típicas, a tenor del desarrollo de la obra y del recuerdo de muchas novelas similares. Carmen pretende que Rafael —el supuesto asesino— rompa el compromiso con su sobrina Vanessa; pero al intentar llevar a buen puerto esta pretensión ella misma se ve enredada con Teodoro, el antiguo novio de Vanessa, y la Juez Mariana con el propio sospechoso.
     Al final es el azar quien pondrá la solución a todo: situación muy real, por eso el autor intenta amoldarla a la deducción lógica a posteriori. Y aunque no es un final todo lo poéticamente justo que esperamos; justo es reconocer que cerramos la novela con un buen sabor de boca.


J. M. Guelbenzu

La muerte viene de lejos,

 ed. Alfaguara, 2004. 305 páginas.

sábado, 3 de enero de 2015

LAS SEÑORITAS DE CONCARNEAU: un Simenon a vueltas con el remordimiento


    Incluso lo bueno cansa. Así Georges Simenon, buscando quizás un descanso lejos del París de Maigret, emprendió la tarea de elaborar lo que él mismo denominó «novelas duras». Las señoritas de Concarneau, publicada en 1936, supone el fruto de uno de esos momentos de descanso "inter-Maigret". Rescatada por la editorial Tusquets, y dentro del loable propósito de publicar la totalidad de la obra del escritor belga, la novela no tiene desperdicio.
    Como en otras ocasiones (cfr. Los hermanos Rico, El hombre que miraba pasar los trenes) Simenon realiza un retrato magistral de unos personajes superados y vencidos por las circunstancias. La descripción del ambiente define la intención crítica del autor: en una ciudad costera, la familia más poderosa, los Guérec, está regida por la mano férrea de dos solteronas: Françoise, la hermana mayor, y Céline, la menor. Junto a ellas, timorato y pusilánime, el único varón de la casa, el hermano menor y también soltero Jules, se muestra como un ser apocado y sin propia iniciativa; condenado de por vida a obedecer y callar, vencido por el carácter dominador de su hermana Céline; y quizás un poco acomodado a las atenciones que recibe. De la familia ha logrado salir la hermana intermedia, Marthe, casada con el secretario del comisario de policía, Émilie Gloaguen, un ambicioso trepador. He aquí los personajes y el escenario del drama.
       El ambiente es opresivo, regido por la rutina y el horario férreo, inamovible; como si todo hubiera sido ya prefijado incluso antes de nacer ellos: representan los últimos estertores de un modo de vida y de pensamiento heredado de generación en generación. Pero un hecho fortuito vendrá a cambiarlo todo de golpe: el torpe Jules atropella y mata al niño Joseph Papin, dándose luego a la fuga. Comienza entonces una lucha silenciosa: contra la astucia y las miradas de Céline, quien parece excavar en la mente del débil Jules; contra los remordimientos por el hecho de sangre; contra el ambiente que ahora parece más opresor, como si ese breve pero trágico incidente hubiera abierto la caja de las tormentas... o una ventana por la cual penetran aires nuevos de falsa libertad.
         Jules, abrumado por la lástima y la culpa, comienza a relacionarse con la familia del niño muerto: la madre, Marie —soltera y curtida por los tragos amargos de la miseria—; el otro hijo, Edgard, gemelo del finado, arisco e introvertido; Phillipe, el hermano de Marie, un lastre para la familia, pues su atraso mental es una piedra más en el muro de una familia marcada por la mala suerte.
         Lenta e inexorablemente, con la sutileza que lo caracteriza, Simenon va adentrándonos en esos dos hogares tan diferentes: el de los Guérec, pudientes pero oprimidos por su propio poder, por las apariencias; el de los Papin, míseros pero libres, con una ética que a veces raya en la crueldad, pero conscientes de que la vida es un arduo camino repleto de abrojos y vericuetos. En medio, y casi sin rumbo, Simenon nos coloca la figura trágica y casi cómica de Jules, una parodia bufa de Raskólnikov: su lástima ha creado en él la creencia de un amor apasionado hacia Marie, que contrasta con la indiferencia (¿o desprecio?) de ésta.
         No desvelaremos más. Lejos de las novelas protagonizadas por Maigret, Simenon no dará un giro final que revele todo el misterio: porque, a la postre, no hay misterio que revelar... sólo el de la vida y los hombres. Termina uno de leer la novela y advierte que todo ha tenido una lógica tan aplastante como dramática. En la década de 1930, cuando fue pergueñada y escrita, tal vez pasara desapercibida. Hoy es un testimonio evidente del fin de una época y de la gente que la habitó: dispar, enfrentada, irreconciliablemente dividida...humana, demasiado humana.




George Simenon,

Las señoritas de Concarneu,

Tusquets Editores, 169 págs.

domingo, 21 de diciembre de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (VIII)

LA PERVIVENCIA DE LA NOVELA-ENIGMA HASTA 1970.


           Junto a los tres clásicos ya desarrollados en la entrada anterior, muchísimos autores continuaron produciendo obras constreñidas a los postulados de la novela-problema. Citarlos todos sobrepasaría los límites de este artículo, por lo que nombraremos aquellos doce (el número no es simbólico, sino mero azar) que, a nuestro entender, mantuvieron un nivel notable en calidad técnica y argumental.
    Rex Stout fue creador del detective Nero Wolfe —que apenas salía de su casa y que resolvía los crímenes entre su jardín de orquídeas y sus gustos gastronómicos— y de su ayudante Archie Goodwin: La muerte entre orquídeas, La segunda confesión o Velada con tres cadáveres son algunos de los títulos más destacados de este periodo.
     Erle Stanley Gardner es otro de los grandes continuadores de la novela-enigma en EE. UU. Su creación, el abogado Perry Mason, protagonista también de una serie televisiva de enorme éxito, alcanzó tal fama que terminó ocultando a su creador. Todos los títulos protagonizados por el abogado detective tenían la misma estructura: El caso del juguete mortífero, El caso de la fortuna fantasma o El caso del gatito imprudente, por ejemplo. Se calcula que llegó a vender 135 millones de ejemplares.

     Los dos autores estadounidenses más respetados por los críticos y los entendidos —aunque no alcanzaron la popularidad y el éxito comercial de Stout o Stanley Gardner— fueron Patrick Quentin y Hugh Pentecost. El primer nombre ocultaba a los escritores Richard W. Webb y Hugh C. Wheeler, quienes firmaron entre 1945 y 1955 seis excelentes libros protagonizados por el matrimonio formado por Iris y Peter Duluth iniciados con Enigma para locos y continuados notablemente en Enigma para actores, Enigma para divorciadas, Enigma para marionetas, etc.
      
       Hugh Pentecost inició su andadura en la década de 1960 con excelentes resultados. Creó a Pierre Chambrun, el ingenioso director del Hotel Beaumont de Nueva York (El caníbal que comió demasiado y Time of Terror, por ejemplo); al pintor metido a detective amateur, John Jericho (Oculta a todas la miradas); y al experto en relaciones públicas, Julian Quist (¿Quién ha visto a Jeremy Trail? y El asesino del champañ). Aunque sin abandonar totalmente el planteamiento de la novela-problema, introdujo elementos cercanos al thriller, humanizando de ese modo sus argumentos.

       En Inglaterra, bajo la sombra de Dickson Carr y, sobre todo, de Agatha Christie, siguieron desarrollando su labor una serie de autores que ya habían iniciado su andadura —en muchos casos de modo más que notable— antes de la II Guerra Mundial. Hemos de dejar constancia de la continuidad de la neozelandesa Ngaio Marsh, creadora del detective Roderick Alleyn, protagonista de casi una treinta de novelas que se iniciaron en 1934 con A Man Lay Dead. En el periodo que nos ocupa hay que destacar: Los aristócratas también asesinan, Enter a Murderer y Death at the Dolphin.

          El poeta Cecil Day Lewis (padre del oscarizado actor Daniel Day-Lewis) alcanzó notoriedad con sus novelas de misterio, firmadas bajo el pseudónimo de Nicholas Blake. Su mejor creación es La bestia debe morir (1938), protagonizada por el detective Nigel Strangeways, gran amante de la literatura, que utiliza para dilucidar los misterios a los que se enfrenta. Tras la II Guerra Mudial publicó, entre otros títulos, Fin de capítulo y The Sad Variety, con el mismo personaje.

       Entre 1944 y 1955, Edmund Crispin escribió nueve novelas y dos libros de cuentos protagonizados por Gervase Fen, profesor de Oxford y detective aficionado. Inició su andadura con El caso de la mosca dorada, a la que siguieron El canto del cisne y La juguetería errante, que pasa por ser la mejor de la saga. La editorial Impedimenta (Madrid) comenzó en 2011 la publicación de la obra completa de Crispin, algo que todo buen aficionado al género policiaco no debería perderse.

         También Michael Innes, con su creación —el inspector sir John Appleby—, está íntimamente relacionado con Blake y Crispin, por dotar de una gran cantidad de reflexiones literarias y académicas a la novela-enigma. Julian Symons —crítico y escritor— los agrupa dentro de los “Escritores Bromistas” a los que define como "aquellos escritores que transforma la narración detectivesca en una broma supercivilizada, en algo que a través de la frivolidad la convierte en conversación literaria, con unos espacios dedicados a la investigación pero con carácter secundario".   Innes había escrito también sus grandes obras antes de la guerra (Muerte en la rectoría y ¡Hamlet, venganza!), pero seguiría en las décadas posteriores con títulos como El crimen del acuario, El misterio de las estatuas y Money from Holme.

      La escritora Margaret Allingham fue otra de las grandes damas del crimen.  Su creación, el detective aficionado y bastante snob Albert Campio, era la continuación del Peter Wimsey de Dorothy L. Sayers o del Philo Vance de S. S. Van Dine: un personaje rico, pero de turbio pasado, con sólidas relaciones con la nobleza británica. Sin embargo, en su primera aparición (The Crime at Black Dudley, 1929) se nos presentó bajo el aspecto de un aventurero y un estafador muy cercano a Arsenio Lupin o a Raffles; pero Allingham le dio un giro en la década de los 30 hasta colocarlo inequívocamente al lado de la ley. Algunas de sus aventuras son Crimen en el gran mundo, The Case of the Late Pig y, la que muchos consideran su mejor novela, El tigre de Londres (The Tiger in the Smoke, 1952), más cercana al thriller que a la novela-enigma.

      Patricia Wentworth (inglesa nacida en la India) —hoy olvidada por el gran público— fue considerada durante muchos años como la más digna continuadora de Agatha Christie. Su creación —y en este aspecto la influencia de Christie es evidente— fue miss Maud Silver, solterona aficionada a desvelar misterios al ritmo de unas agujas de tejer que siempre lleva consigo. Su primera aparición tuvo lugar en La colección Branding, a la que siguieron otras obras como Líneas de fuga o La daga de marfil, por ejemplo.

       Anthony Berkeley, fundador del Detection Club y autor de una de las obras maestras de la novela-enigma (El caso de los bombones envenenados, 1929), continuó escribiendo tras la II Guerra Mundial, pero no alcanzó el gran nivel del título arriba citado. No obstante, hay que tener en cuenta obras como El dueño de la muerte o Baile de máscaras.

          Concluimos este apartado mencionando a uno de nuestros autores predilectos, el británico Leo Bruce (pseudónimo del poeta y traductor Rupert Croft-Cooke) cuyo Misterio para tres detectives (1936) es una divertida parodia de algunos de los más celebres detectives de la novela-problema: Peter Wimsey, Hércules Poirot y el padre Brown. También dio a la imprenta otros títulos destacables como El caso de la muerte entre las cuerdas, El caso sin cadáver y Asesinatos en Albert Park, cuya sencillez en el planteamiento del problema y posterior desarrollo y solución la convierten en una de las mejores novelas en su género de las década de los 60.
         Aunque hemos de advertir que de los autores (en lengua inglesa) de novela-enigma desde los años 70 hasta la actualidad nos ocuparemos en otros artículos, no vendría mal hacer notar que este subgénero dentro de la novela de misterio terminaría desapareciendo casi por completo a comienzos de 1980 o, si se prefiere, metamorfoseándose o adaptándose a los nuevos tiempos, convirtiéndose y diluyéndose en otros subgéneros como el thriller, la novela policiaca histórica o el, hoy tan popular, psycho-thriller.
        Lo cierto es que la generalización de la televisión a partir de 1970 fue el único factor que contribuyó a mantener la novela-enigma, aunque bajo la forma de guiones de series televisivas. A esto ayudó, sin duda, el hecho de que las normas, pautas y parámetros esenciales de la novela-problema venían como anillo al dedo al formato televisivo: pocos personajes, espacios limitados, argumentos con marcado carácter teatral, adivinanzas (problemas) que no podían alargarse eternamente y que estaban delimitados por la escasa hora de duración del episodio, etc. El enorme éxito de series (hoy) míticas como Colombo, Macmillan y esposa, Se ha escrito un crimen o la más reciente Monk, son la prueba más evidente de que este subgénero de la novela de misterio, tan denostado por muchos aficionados al género, todavía continúa vigente.

domingo, 14 de diciembre de 2014

LOS DIOSES TIENEN SED: los actores del drama

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       La primera vez que escuché el nombre de Anatole France (1844-1924) fue en el Paraninfo de la Universidad de Alicante. Era alrededor de 1990 (año más o menos) cuando el recordado Manuel Alvar, a la sazón presidente de la RAE, nos agasajó con una conferencia. Recuerdo poco de aquella charla, salvo la sensación de estar ante la presencia de un gran comunicador… y el nombre de un escritor francés del que lo ignoraba todo: Anatole France. No había transcurrido un año cuando el azar depositó en uno de los estantes del mueble del salón familiar La isla de los pingüinos. Entonces recuperé el nombre de France. Aunque lo he releído en varias ocasiones, el recuerdo de la primera lectura de La isla de los pingüinos es algo imborrable, como una sacudida a la conciencia. Siempre supe a qué quería dedicar mi vida; pero la lectura de Anatole France vino a corroborar mi decisión.
     Después de más un siglo de su publicación, la editorial barcelonesa Barril & Barral rescata para el buen degustador de la literatura Los dioses tienen sed (1912) —con la traducción clásica de Luis Ruiz Contreras—; no sé si la mejor novela del premio Nobel francés (lo recibió en 1921), pero es sin duda una de sus grandes creaciones.
       La tesis de la obra es sencilla: a Anatole France no le interesa cuestionar la validez o moralidad de la Revolución francesa, él prefiere detenerse en los actores de aquel drama rebosante de sangre y muerte. La novela se nos presenta como la anatomía y el análisis del fanatismo —político, en este caso— a través de los hechos y los pensamientos del protagonista, Evarito Gamelin, un gris y triste pintor, durante el París de los Años del Terror. La obra, que apenas supera las doscientas páginas, nos muestra el ascenso social —y el descenso moral bajo la sombra amenazadora de la guillotina— de este personaje inmerso en la vorágine de aquellos años. Asistimos impasibles a la metamorfosis de un simple ciudadano en un fanático, en un monstruo sanguinario que se cree señalado por el destino transcendental de la búsqueda de la Democracia y la Libertad, y que no dudará en condenar incluso a sus amigos.
     A las pocas páginas, el lector es ya consciente de que otro autor menos dotado —pienso en los muchos mamotretos que pueblan actualmente las estanterías— hubiera convertido esta historia en una interminable novela llena de peripecias redundantes y de personajes tan reales que resultarían increíbles. France, en cambio, opta por lo contrario: los hechos descritos y las situaciones argumentales son ventiladas con breves pinceladas. Leemos: «Estaban los detenidos amontonados en las cárceles; el acusador público trabajaba dieciocho horas diarias. A los descalabros de los ejércitos, a los motines de las provincias, a las conspiraciones, a las intrigas, a las traiciones, la Convención opuso el terror. Los dioses tenían sed». Por el contrario, al autor le interesa más detenerse en el carácter humano del sanguinario Gramelin, en la descripción minuciosa de las relaciones afectivas que mantiene con su madre y su amante. Ya lo dijo Nietzsche: «También los malvados cantan».

      Al cerrar la novela constatamos que hemos sido testigos de esos milagros que, en ocasiones, consigue el arte: no se puede decir tanto, con tan poco. Ya lo comentó Josep Pla hace años: «No leemos a Anatole France porque nos asusta su perfección». Inmersos en un mundo gris y cortado por el rasero de la mediocridad, tan poco acostumbrados a la palabra exacta (pienso en Azorín y Miró, en Rulfo, en Borges; ocasionalmente en Delibes), ahogados bajo cientos de líneas que se extienden por las páginas sin decir nada, la prosa diáfana y límpida de Anatole France nos devuelve la finalidad primigenia de la literatura: mostrar el mundo en su sencilla, y también monstruosa, desnudez.



Anatole France,

Los dioses tienen sed,

Ed. Barril & Barra. 235 páginas.