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sábado, 18 de octubre de 2014

MAE WEST Y YO: a la vejez... humor

    Que el humor es algo muy serio, uno comienza a comprenderlo con la edad, tras recorrer los tres estadios que contenía el enigma de la Esfinge.
      Cuando se es joven, el humor consiste en un puñado de chistes y anécdotas, una acumulación de chascarrillos soeces y burdos: a más gritos y exabruptos, más risas. Con la madurez, la seriedad del humor es vislumbrada, pero todavía está muy lejos. Lo escatológico y lo dicharachero deja paso a una risa más inteligente (digo “más”, pues la risa casi siempre lo es), a una pátina de sarcasmo y crítica donde no se busca la carcajada repentina y rompedora, sino la comunión ideológica, la hermandad al compartir una ironía fina y sutil. Cuando llega la vejez, el humor deviene en una simple sonrisa que lo contiene todo: las novedades nos llegan empequeñecidas, carentes de importancia; las situaciones que considerábamos únicas y originales, no son sino repeticiones; los chistes que nunca antes habíamos escuchado resulta que son los mismos, pero con otro collar…
      Mae West y yo, la penúltima novela de Eduardo Mendicutti —que tanto nos hizo reír en anteriores entregas—, está escrita desde esa vejez clarividente y límpida, donde incluso las desgracias más terribles (la enfermedad del protagonista podía ser una de ellas) son acogidas con la resignación de la sonrisa y el encogimiento de hombros de quien no se rebela contra su destino. Confirmando esta idea, el propio autor antepone a su obra una cita de Joyce: “La única pregunta que importa acerca de un libro es a qué profundidad en el alma de quien escribe se ha originado”. Y cuando se cierra la novela, cuando el lector se queda con ganas de más —porque en las obras de Mendicutti uno siempre se queda con ganas de seguir leyendo más y más y mucho más allá del punto final—, somos conscientes de que la obra se originó en lo más profundo del alma y de los sentimientos, donde sólo la edad nos puede conducir: el pedestal sobre el que nos alzamos y que está formado por la sucesión de “yos” que hemos ido dejando en el camino.
´     Por todo lo antedicho, el fiel lector de Mendicutti tal vez se sienta un poco defraudado al no extraer de la obra las carcajadas estruendosas de anteriores novelas; pienso en Ganas de hablar, en Yo no tengo la culpa de haber nacido tan sexy o en Una mala noche la tiene cualquiera, por citar algunas de las más relevantes. Sin embargo, Felipe Bonasera, el personaje protagonista y narrador, sin caer en lo “estrambótico” de El Cigala, de Rebecca de Windsor o de La Madelón, no tiene desperdicio: diplomático en horas bajas tras diagnosticarle una grave enfermedad, no dudará en emplear su afición a la ventriloquía como el modo más efectivo de esconder o atenuar sus miedos. La Mae West del título no es la despampanante actriz de los años 30, sino la voz de la enfermedad de Felipe. La novela, escrita con la prosa rectilínea y funcional de Mendicutti, alterna dos primeras personas que son una sola: la voz del protagonista y el contrapunto de su enfermedad, expresada a través de la ventriloquía.
     Ambientada en el verano de 2010, con el Mundial de Fútbol y las victorias de la Roja —sencillamente magistral el capítulo donde Mae West narra la final del Mundial— como telón de fondo (curioso: Todo está perdonado, de Rafael Reig, también en Tusquets y también ese año, está ambientada durante el otro gran éxito de la selección de fútbol: la Eurocopa de 2008), Mae West y yo se nos presenta, además, como un sentido homenaje al cine clásico: la sombra sin duda de La ventana indiscreta es evidente. Sin embargo, como buen periodista, Mendicutti no deja de pasar revista a los males de este tiempo que padecemos: la crisis inmobiliaria, la debacle financiera, la degradación de cierta parte de la juventud, la depravación de la prensa del corazón…
      Todo ello desde la mirada lúcida y fina de un humorista de la vieja escuela, de un escritor asombroso que nunca defrauda y al que debemos recurrir cada vez, cada día, cada momento en que pensemos que nada merece la pena. Con Mendicutti, todo merece la pena.



Eduardo Mendicutti,
Mae West y yo,
Tusquets editores, Barcelona, 2011. 259 páginas.

domingo, 12 de octubre de 2014

JORGE JUAN: el viaje de un ilustrado


    Visto desde lejos el libro asusta un poco. Y no es de extrañar: son casi 400 páginas; en un formato más bien grande, alejado de los libros de bolsillo; con la letra densa y prieta, para no dejar escapar ni una idea ni una reflexión. Pero una vez que nos acercamos y lo abrimos comprendemos que el tocho es menos lobo de lo que podríamos suponer. Para empezar no tiene ninguna nota a pie de página —cosa que agradecemos los lectores profanos—; pero no defrauda a los eruditos, pues cada fuente o documento utilizado aparece explicitado del modo más sencillo, sin romper la continuidad de la narración.
    Con la meticulosidad y el buen hacer que lo caracterizan, Emilio Soler ha conseguido crear una obra magnifica, que no sólo adoctrina, sino que entretiene como una novela de aventuras. Podría parecer que la biografía de un personaje —tan nombrado pero tan ignorado— como Jorge Juan debía enfangarse en una sucesión interminable de fechas y datos ociosos, aspectos todos ellos tan científica e históricamente válidos como aburridos para el lector corriente. Emilio Soler, sin perder de rumbo la seriedad histórica y la documentación, ha dotado a la biografía del marino noveldense de un soplo de aventuras y de amenidad digno de alabanza.
     Podríamos hablar de Jorge Juan, y del olvido en que se le tuvo y se le tiene (olvido generalizado a todo el siglo XVIII español ¿y europeo?); pero no lo haremos. Basta con leer el libro y comprender que la postración de una nación que había llegado a ser la primera potencia mundial devendría en un lastre que —todavía hoy y desgraciadamente— venimos arrastrando.
     Implícitamente la obra está dividida en 5 partes: una primera, muy breve, narra la infancia y juventud del personaje alicantino; la segunda —la más extensa y al parecer la preferida del autor— relata el viaje de Jorge Juan, y su compañero Antonio de Ulloa, acompañando a una expedición de científícos franceses a las colonias españolas de ultramar, donde debían medir un grado de meridiano en el ecuador; la tercera —la que yo especialmente prefiero— narra las vicisitudes de Jorge Juan con la Inquisición a la hora de publicar las conclusiones de su viaje de once años; la cuarta parte nos dibuja magníficamente a Jorge Juan como espía en los astilleros ingleses; por último, la obra se cierra con la misión diplomática a Marruecos y la muerte del marino, en Madrid, vencido por los continuos achaques y el agotamiento. En fin, sesenta años de intensas vivencias recogidos magistralmente por un autor que sabe qué hay que decir y cómo hay que decirlo.
       Debo confesar que soy, por natural, sedentario (cualidad o vicio que se acrecienta con los años); por tanto, la lectura de este libro ha supuesto un viaje estival inolvidable. Junto con Jorge Juan y su amigo Antonio de Ulloa, y ejerciendo de cicerone Emilio Soler, he contemplado el aspecto de una España dieciochesca postrada y renqueante: hemos visitado las colonias del Pacífico, hemos ascendidos a las cumbres inhóspitas de los Andes; hemos disertado sobre la forma real del planeta; hemos combatido a ingleses, amén de espiarlos en su propia nación; hemos atesorado méritos y honores de todas las academias europeas; hemos deambulado por el África marroquí a los pies de los blancos Atlas; hemos llorado por una nación y hemos deseado la recuperación de ésta... en fin, un sinnúmero de peripecias, hazañas, penalidades y alegrías han sido nuestro alimento durante la travesía por las páginas de este libro —que, al fin, de tocho se convierte en un volumen efímero y ligero.

     Lamentablemente los males y las carencias culturales que tanta mella hicieron en el ánimo de Jorge Juan apenas han sido sanados. Ante el aspecto del libro quizás haya alguien que huya: tanto peor para él. Tengo comprobado que quien en este país se aburre o bien es analfabeto, o bien es masoquista... o ambas cosas.

Emilio Soler Pascual,

VIAJES DE JORGE JUAN Y SANTACILIA.
Ciencia y política en la España del siglo XVIII.

Ediciones B, Madrid, 380 págs.

sábado, 4 de octubre de 2014

LA CUARTA MANO: amor, humor, sexo y televisión.


       Las novelas de John Irving (1942) nos pueden agradar más o menos, pero nunca nos dejan indiferentes. Desde que saltó a la fama con El mundo según Garp (1976), el escritor norteamericano parece haber hecho un pacto mefistofélico con la calidad. Dicho pacto suele poner en un brete a sus seguidores: ¿cuál de sus novelas es la mejor?. Los hay que prefieren el mundo excéntrico de Garp y su madre Jenny; o quien se decanta por las peripecias del la familia Berry en el Hotel New Hampshire; particularmente soy de los que no podrían vivir sin la voz triste y un tanto desvalida del amigo de Owen Meany; otros admiran el altruismo del doctor Wilbur Larch y sueñan cada noche con sus palabras de despedida; en fin, incluso habrá quienes se decanten por el doctor Farrokh Daruwalla y sus enanos, o las dudas sexuales de Ruth Cole, la protagonista de Una mujer difícil. En cuanto a Pat Wallingford, el protagonista de La cuarta mano, no dudamos de que también tendrá su grupo de seguidores.
        La cuarta mano refleja los mejor y lo peor de un autor cuyo principal fin es divertir y divertirse, o emocionar y emocionarse. Muchos han sido los que han tildado de inverosímiles los argumentos de sus novelas; pero ante la descripción de la vida todo es literariamente válido.
       Entre lo mejor: la situación de partida. Patrick Wallingford, un reportero de televisión que trabaja en una cadena de noticias que, curiosamente, no se interesa por las noticias, ve como su carrera ¾tanto profesional como sexual¾ sufre un contratiempo cuando un león devora su mano izquierda. Cinco años después del suceso, el cirujano doctor Zajac se atreve a realizar una operación de implante de mano. A partir de entonces, un nuevo universo va a presentarse ante el triste Patrick: el nuevo miembro, ajeno a él, va a permitirle experimentar sensaciones nuevas. El argumento se enriquece con los toques propios del estilo de Irving cuando la viuda del donante realiza una propuesta extraordinaria: desea el derecho a visitar y “disfrutar” de la mano de su difunto marido.
       Desde ese momento, las situaciones van a adquirir trazas casi oníricas. Sólo la maestría de la prosa de Irving consigue hacernos verosímil lo que es a todas luces ridículo. Multitud de personajes, cada uno con su frustración a cuestas, van a desfilar por las páginas del libro: Doris, la viuda del donante; Mary, la compañera trepa de Patrick; Sarah Williams, la misteriosa mujer madura que enseña a nuestro protagonista de qué modo los libros contienen lo que todos necesitamos; incluso la voz del propio autor ¾a la manera realista de su admirado Dickens o nuestro olvidado Galdós¾ nos va a ir guiando por este mosaico de nuestra época. El cuadro descrito, bajo el humor y el sexo, deviene como una crítica feroz contra la sociedad consumista y, sobre todo, contra la bulimia de noticias (¡de noticias tergiversadas y manipuladas, de periodismo carroñero!) que pueblan nuestra vida diaria.
       Entre lo peor: una exagerada utilización por parte de Irving de elementos sexuales (tendencia acentuada, quizás, desde la aparición de Un hijo del circo (1994)). Tal proliferación de sexo (los personajes de Irving quizás sean los que más veces realizan el acto sexual de toda la historia de la literatura) y de elementos afines llega, a veces, a ocultar el argumento inicial de la obra; y, en muchas ocasiones, consigue confundir (¿y alegrar?) al lector.

        Publicada en España apenas una semana antes del fatídico 11 de septiembre, La cuarta mano se asemeja bastante a una premonición. La televisión norteamericana estimó que era conveniente no grabar los aspectos más trágicos de la tragedia (la recogida de los restos); visto esto cabe la posibilidad de preguntarse qué habíamos estado viendo hasta entonces. La televisión se ha convertido en la realidad (Aquello que no se muestra no existe), manejando, cambiando y creando imágenes a sus anchas. Y de repente, cuando todo era grabable (y cuanto más horroroso mejor) acontece el atentado: decide entonces la televisión “comportarse éticamente” (ergo hasta ese día había actuado sin la menor ética ¾y lo habíamos aceptado¾), renunciando a grabar las imágenes del horror. ¿Habría entonces que deducir que este horror no existe porque no es “grabable”?. John Irving pone en solfa la capacidad de la televisión para informar objetivamente... pero, ¿qué es la verdad?





John Irving
La cuarta mano, Ed.Tusquets, 2001. 345 págs.

sábado, 27 de septiembre de 2014

LA MANCHA HUMANA: la Inquisición políticamente correcta.



     Podría empezar esta reseña literaria recordando que el continente americano fue descubierto hace algo más de 500 años. O podría comenzar recordando que los EE.UU. apenas tienen 250 años de historia. Otro modo de comenzar esta reseña hubiera sido recordando cómo en 1692, en Salem (Massachusette), fueron acusadas de brujería ¾y torturadas¾ más de cincuenta personas; de las cuales veinte fueron ajusticiadas. Un modo de comenzar este artículo hubiera sido recordando la novela de Nathaniel Hawthorne La letra escarlata (1850). O, quizás, otro modo de comenzar este artículo hubiera sido recordando otra “caza de brujas”, esta vez en 1946, cuando el congresista McCarthy, el (por entonces) senador Richard Nixon y el resto de los inmaculados miembros del Comité de Actividades Antiamericanas iniciaban una cruzada contra el comunismo y sus simpatizantes. Podría haber comenzado recordando cómo en EE.UU. niegan un último cigarrillo al condenado a muerte antes de introducirlo en la cámara de gas. En fin, podría haber empezado este artículo recordando a Umberto Eco quien, en muchas de sus intervenciones, ha recalcado ciertos aspectos medievales que se muestran en nuestra época.
      Pero desde luego no comenzaré esta reseña de ninguno de estos modos. Este artículo no es un manual de historia.
      La mancha humana, de Philip Roth (1933), no es una obra perfecta; hay pasajes ¾descripciones, reflexiones de los personajes o el narrador¾ que el lector está tentado ha pasar por alto, a leer rápidamente; adolece, en ocasiones, de un ritmo demasiado lento, un tanto parsimonioso, repetitivo, como si el autor se hubiera dejado atrapar por la facilidad de tecleo que da el ordenador. A pesar de todo, La mancha humana es una gran novela; una de esas obras con pretensiones de testimonio, de retrato de una época. La obra se enclava dentro de la serie de novelas interpretadas (o al menos relatadas) por el alter ego del autor: Nathan Zuckerman. Una serie que comenzó en 1974 con  Mi vida como hombre, y que va ya por la sexta entrega.
     ¿Pueden dos palabras cambiar la vida de una persona? Según Roth, todo depende del lugar donde esas dos palabras se pronuncien. Durante la época del escándalo Clinton-Lewinsky, el protagonista de la novela ¾el prestigioso profesor Coleman Silk¾, durante el transcurso de una de sus clases en la Universidad de Athena, pronuncia dos palabras aparentemente inofensivas: “negro humo”. A partir de entonces, la maquinaria inquisitorial norteamericana comienza a funcionar implacablemente: tachado de racista, el profesor se ve envuelto en una vorágine que le llevará al más trágico de los dramas: el rechazo de sus colegas, el abandono de la docencia, la muerte de la sufriente esposa. La obra, pues, describe a una sociedad histérica y fanática, sostenida por una hipocresía que ¾queriendo huir de la etiqueta discriminatoria¾ cae en la discriminación positiva; la mojigatería y el profundo puritanismo sobre el que se apoya ¾desde siempre, ¿hasta cuándo?¾ la “moderna” sociedad norteamericana. En semejante país ¾ahogado por las convenciones, por el miedo¾ es imposible comportarse con naturalidad, ni siquiera es imposible SER.
     Construida mediante un atractivo juego de voces y puntos de vista, donde destaca la voz en primera persona del escritor Nathan Zuckerman (cf. Nathaniel Hawthorne), la novela no se detiene en la Inquisición (políticamente correcta, ¡por supuesto) de los EE.UU.: aparecen las secuelas de la guerra de Vietnam; se cuestiona el sistema educativo; se reflexiona sobre las raíces más profundas de Norteamérica (cf. Dos cabalgan juntos la estupenda película que John Ford rodada en 1961); o sobre la dificultad de buscar el propio carácter, la propia personalidad en un medio hostil.
      Hay momentos en los que, como ya he dicho anteriormente, la novela tiende a caerse de las manos: es entonces cuando la maestría de Philip Roth se hace evidente con el uso de las anticipaciones, moviéndonos a continuar con esa indagación que siempre es toda lectura. Porque entonces la novela se convierte en un auténtica obra de suspense, con unos personajes que ocultan un misterio inconfesable.
       La mancha humana es, además de todo lo dicho, una gran novela de amor. Un amor otoñal y crepuscular, quizás, pero completo y “desnudo”. Philip Roth ya no es aquel desvergonzado y pornográfico autor que escribiera El lamento de Portnoy (1969). Roth ha madurado ¾el sexo ya no forma un elemento vertebral de sus obras¾. En este sentido, su trayectoria es totalmente opuesta a la de John Irving, quien parece decantarse más por las temáticas sexuales conforme envejece.
      He dudado mucho para comenzar este artículo. No tengo ninguna duda sobre cómo debo terminarlo: léanla... no les decepcionará.


Philip Roth
La mancha humana, 2001. 438 págs.

sábado, 20 de septiembre de 2014

UN REPARTO DE ASESINOS: asesinato en el plató.

     
      En 1988 la editorial barcelonesa Seix Barral publicaba Un elenco de asesinos: la novela pasó sin pena ni gloria por las librerías españolas. Quince años después de aquel primer intento, Seix Barral volvió a reeditarla con distinto título: Un reparto de asesinos. Lamentablemente, no tuvo mejor suerte.
    Siguiendo la brillante estela inaugurada por A sangre fría (1966) de Truman Capote, la obra se concibe (y se lee) como una “novela documento”, no-ficticia: pretende ser la reconstrucción fiel de unos hechos reales, no verosímiles y sí verdaderos. Lo cierto es que el lector se encontrará ante una agradable sorpresa: una novela casi excelente en su construcción (tal vez se acumulan demasiados personajes, algunos de ellos poco o escasamente moldeados), que contentará por igual a los amantes de la literatura de misterio y a los cinéfilos.
     El director de cine King Vidor (1894-1982) —autor de obras como Guerra y paz, Duelo al sol y ¡Aleluya!— rodó su última película en 1959, Salomón y la reina de Saba. Desde entonces hasta su muerte inició (o imaginó, al menos) una multitud de proyectos que no pudo llevar a buen término. En 1967 el azar le llevó a interesarse por un hecho criminal acaecido en el primitivo Hollywood de 1922: el asesinato del actor y director William Desmond Taylor, que quedó sin resolver. Durante casi un año, Vidor indagó en hemerotecas y archivos, entrevistó incluso a viejos actores, actrices y empresarios cinematográficos que habían conocido al fallecido. De súbito las pesquisas de Vidor cesaron y el material recopilado fue ocultado. Tras su muerte, el periodista Sydney Kirkpatrick inició una biografía del director. Tuvo, entonces, en sus manos todo el material sobre el caso Taylor reunido por Vidor; descubrió por qué el director había mantenido en silencio dicho archivo: en 1967 algunos de los implicados directamente con el caso todavía estaban vivos y podían ver dañada su reputación y su carrera. Pero en 1986 ya no, y por ello Kirkpatrick, basándose en esos datos, reconstruyó tan increíble investigación, sazonándola con aspectos personales e íntimos (matrimoniales) del fallecido director.
     El cinéfilo disfrutará al reconocer a los seres reales que pululan por la novela: la gran Gloria Swanson, Cecil B. De Mille, el productor Sennet, el incombustible Allan Dwan, los pioneros Thomas Harper Ince y Griffith, Mary Pickford, Chaplin, Lilian Gish.... y muchos más. Y aunque cada escena es real tampoco podemos sustraernos al recuerdo de películas como El crepúsculo de los dioses, Grandes esperanzas de David Lean o la más reciente L.A. Confidential. Los últimos capítulos, por ejemplo, parecen extraídos del guion de la magistral e inquietante ¿Qué fue de Baby Jean? de Robert Aldrich.
        Lo cierto es que la investigación de Vidor nos lleva a contemplar una época cinematográfica inaugural que se sustentó sobre los escándalos sexuales, las falsas identidades, los ídolos con pies de barro proclives al alcoholismo y las drogas. Desde el este de Estados Unidos los pioneros cinematográficos se vieron obligados a trasladarse al luminoso y cálido oeste: en 1911 se instalaba el primer estudio en un pueblecito californiano, Hollywood. Comenzaba así la creación de un mundo de magia y leyenda, de sueños dorados... de un mundo con una fachada inmaculada y espectacular que escondía, entre bambalinas, una legión de arpías y monstruos dispuestos a arrasar con todo (y todos) con tal de alcanzar el éxito y la fama. Con la proclamación de la Ley Seca en 1920 (duraría nada menos que 12 años) los vicios «tolerados» se convertían en prohibiciones. «Cuanto mayor es el desenfreno de las costumbres, es mayor la rigidez de la moral», escribió Azorín. El Hollywood de la década de 1920 es el ejemplo más evidente de una sociedad turbulenta y corrupta pero con un aspecto envidiable. El escándalo de Fatty Arbunckle es la punta más visible de ese iceberg maloliente; el caso Taylor no le va a la zaga, el lector del siglo XXI puede comprobarlo por sí mismo.

Sydney D. Kirkpatrick,
Un reparto de asesinos,
Ed. Seix Barral, 2003. 317 páginas.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

PUZLE DE SANGRE

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sábado, 13 de septiembre de 2014

EL INFIERNO EN EL PARAÍSO: otro Dürrenmatt


      La Historia de la Literatura es un largo camino construido por innumerables baldosas. Las hay, evidentemente, de todo tipo: las que resaltan sobre el resto (son los escritores sagrados); las diminutas, las anónimas (aquellos ignorados). Entre estos dos extremos cabe destacar a algunas que, inexplicablemente, son desconocidas por el gran público ¾quizás por su carácter marginal; tal vez por su proximidad a aquellas enormes y acaparadoras¾. Son escritores de culto, especimenes conocidos por unos pocos. No obstante, sus seguidores, a pesar de no ser legión, son insobornables, fieles hasta las últimas consecuencias. El suizo Friedrich Dürrenmatt pertenece a este grupo (donde incluiríamos, por citar a algunos, a Sciascia, a Simenon, a Cheever). Pese a su grandeza, pese a su trabajo tan arduo y concienzudo, la obra de Dürrenmatt es apenas conocida por el gran público.
     Sucede, a veces, que amas tanto un libro que deseas que nadie más tenga acceso a él: su lectura, piensas, podría corromper el libro, prostituir el significado que tú le has dado y que crees exacto. Esa sensación es la que tengo ante los libros de Dürrenmatt: oculto bajo la aparente sencillez estilística ¾como anguis in herba¾ uno puede descubrir un mundo de sutilezas y recovecos, la defensa de un modelo de vida donde la Justicia prima sobre cualquier otro valor.
     La sospecha escrita en 1953 es rescatada por Tusquets para goce de los amantes de la buena literatura. Forma este libro, junto al anterior El juez y su verdugo (1948) ¾también publicado por Tusquests y reseñado anteriormente¾, un díptico en el que el escritor suizo reflexiona sobre los valores que sostienen nuestra sociedad, en el que se expone una filosofía vital que confía en la humanidad a pesar de sus defectos, que cree en la justicia y la moral como únicos valores válidos para crear una civilización. Todo ello bajo el formato de una novela de intriga protagoniza por un enfermo y viejo comisario Bärlach, recluido en la cama de un hospital, convaleciente e indefenso. Un personaje que recuerda, por su aislamiento, al Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares, o al Nero Wolfe de Rex Stout.
       En su lecho hospitalario, accidentalmente, Bärlach halla, en una revista, la fotografía de un célebre doctor nazi, famoso por realizar operaciones sin anestesia en un campo de concentración. El parecido con un acaudalado médico suizo, quien posee una clínica privada muy afamada entre la clase pudiente del país, creará en Bärlach una sospecha que deberá confirmar: ¿son ambas la misma persona?. Disquisiciones detectivescas y filosóficas se entremezclan en la investigación que el viejo comisario emprende por su cuenta y riesgo. Es su amor por la Justicia, su fe ciega en que existen unos valores morales y cívicos que deben cumplirse, la que le llevará a conocer una serie de personajes tan entrañables como monstruosos y terroríficos: el extravagante Gulliver; el enano asesino; la fanática e ingenua enfermera Klari, el pobre y lunático Forstchig... la perversa doctora Marlok. En fin, un viaje al miedo más primitivo: el del hombre solo e impotente, atado a un lecho y a una enfermedad que limitan sus actos, pero no sus pensamientos ni sus sentidos.
     Junto a la lograda recreación de la clínica y a la descripción impecable de los momentos más tensos; Dürrenmatt, solapadamente, realiza una crítica ácida y directa a una sociedad como la suiza. En ese aspecto se asemeja a su compatriota y compañero generacional Max Frisch. Nuestro autor se enfrenta a las bases sociales de un país, Suiza, modelo de convivencia y civilidad, pero que es capaz de olvidarlo todo cuando suena el sonido del dinero o cuando se ciega ante la falsa respetabilidad. La hipocresía suiza ¾su neutralidad no le impide acoger el dinero de criminales o terroristas declarados¾ es la que permite y sustenta la existencia de seres como el doctor Emmenberger, el antagonista de la obra, el criminal nazi que no duda en crear un infierno en el paraíso suizo.

       Termina uno la lectura y sabe que la fe de Bärlach (como la de su autor) aparece únicamente en el mundo novelesco... lamentablemente.

Friedrich Dürrenmatt,
La sospecha, 
Ed. Tusquets. 181 págs.

jueves, 11 de septiembre de 2014

¡YA ESTÁ AQUÍ!

Amigas y amigos:

Me dice el editor de Agua Clara que a partir del próximo lunes 15 de septiembre, PUZLE DE SANGRE ya estará a la venta, al módico precio de 12 euros.

Si no pudisteis acceder a la versión digital, ¡ahora es el momento!

Así que ya podéis salir escopeteados hacia la librería más próxima.

Mario (El Libros) y un servidor (El Socio) os prometen diversión segura. Y si no conseguís reíros, el espléndido Mario dice que os devuelve el dinero... Dice...

Un abrazo a todas y todos, y que lo disfrutéis,

Pepe Payá

sábado, 6 de septiembre de 2014

LA SOLEDAD DE LOS PIRÓMANOS: revisitando a Javier Tomeo


        Que Javier Tomeo (1932-2013) es un autor difícil es algo que no debe sorprender a aquellos que hayan accedido a la extensa obra del autor aragonés. La dificultad de Tomeo no descansa en el argumento de sus novelas, sino en la arquitectura, en el armazón sobre el que el autor las ha edificado. Hay obras donde el andamiaje ¾complejo, milimétrico¾ destaca sobremanera (como en El castillo de la carta cifrada o en El discutido testamento de Gastón de Puyparlier); y otras donde sólo la mirada certera y crítica, la lectura atenta y profunda puede desvelar el artilugio que sustenta la obra (como en El crimen del Cine Oriente). La soledad de los pirómanos pertenece al segundo grupo: todo parece anodino, trivial, rozando la monotonía. No en vano la obra habla sobre el aburrimiento de la cotidianidad, sobre la paradójica soledad en una mundo superpoblado. Únicamente una lectura detenida y atenta nos permite descubrir la arquitectura que descansa y sostiene el edificio argumental.
Quizás homenajeando o quizás parodiando al Ulises de Joyce, la novela transcurre en un único día: un sábado de noviembre, en una ciudad portuaria cuyo nombre se omite (aunque ciertos datos nos remiten a Barcelona). Tomeo utiliza el recurso de la primera persona para contar la historia, que se desarrolla en tiempo presente. Los hechos narrados no han pasado, sino que pasan en el momento en que son relatados. Aunque la verosimilitud se resiente, los lectores ganamos en inmediatez.
      La vida anodina de un soltero, Rafael, el narrador, aparece tiznada de personajes tan hundidos en la soledad como el propio protagonista: su amigo Ramón (especie de alter ego del propio autor), su gata Julieta... Y ante la escasez de hechos y acontecimientos relevantes, el narrador debe sumergirnos en las descripciones detalladas y puntillosas de todas las cosas que le rodean. Ahora se homenajea o parodia la noveau roman francesa. Quizás la soledad agudice los sentidos: todo se ralentiza, todo parece cobrar una importancia que no creíamos existiera. Pero al mismo tiempo la soledad nos vuelve egoístas: nuestra mente, ociosa, decide convertir nuestras debilidades en grandezas, tergiversándolo todo. Rafael es un maniático que, a pesar de la socarronería de sus opiniones, no nos puede resultar simpático; nos decantamos por el torpe y tímido Ramón, con sus intentos por enamorarse, con su afán por desasirse de la influencia de Rafael, de salir de la monotonía mecánica, de la vida aburrida que soporta y a la que intenta no resignarse.
       En esa vida gris y aburrida, donde la televisión ha sustituido al Otro, donde el diálogo no existe, donde los fines de semana son una carga y no un premio; en la monotonía de la existencia de Rafael y Ramón, los misteriosos incendios que se declaran en la ciudad devienen un soplo de aire fresco, de renovación. Hay un resquicio por donde poder introducir su imaginación, por donde destilar la sensación de inutilidad y agobio que desprende la vida de los dos solteros.
      La presencia de una niña pelirroja en las cercanías de los incendios se convierte, en la mente inestable del narrador, en una elemento vital: es una grieta en el muro de su existencia gris, es un acicate que remueve su imaginación, su capacidad para fantasear... aunque el precio sea la muerte... La obsesión del narrador hacia la niña pelirroja contagia al lector quien, asombrado, se deja llevar por el monólogo retorcido de Rafael: miramos por la ventana y sentimos alivio al comprobar que ninguna niña pelirroja acecha nuestra casa.

       Termina la novela con una nota de suspense que nos deja en vilo, al pie de un precipicio. Advertimos entonces que la soledad ha sido la verdadera protagonista y que la tristeza que desprenden las páginas tardará todavía un tiempo en borrarse de nuestra alma. Hace un siglo los escritores románticos exaltaban la soledad; en el siglo XXI la soledad ha dejado de ser “un precioso bálsamo” para convertirse en un cáncer.

Javier Tomeo,
La soledad de los pirómanos,
Ed. Espasa Calpe, 2001. 183 págs.

martes, 26 de agosto de 2014

LA FUENTE DE LA EDAD: un clásico del siglo XX


     Cuando realizaba el hoy tantas veces añorado C.O.U., el profesor Ángel Luis Prieto de Paula nos recomendó ¾pues figuraba en el temario¾ comprar y leer La fuente de la edad de Luis Mateo Díez (León, 1942). Corría el año 1987 y la obra, que había visto la luz en octubre del año anterior, había recibido el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica. Recuerdo que su autor no figuraba en las Enciclopedias: por aquel entonces apenas había publicado un par de libros de cuentos y había colaborado ¾con su amigo José Mª Merino¾ en algunas revistas y antologías poéticas de los años 70. Con su ojo crítico y certero, con su vehemencia y su entusiasmo hacia todo lo literario, Prieto de Paula ya la consideró como una obra maestra. Las repetidas reediciones, y la inclusión en la la colección Letras Hispánicas de Cátedra, corroboran la sabia elección de mi profesor. Vuelvo a abrirla y siento que la edad (y la lectura de otras obras) me ayuda a sumergirme todavía más y mejor en las peripecias de los Cofrades; pero también sé ¾y de algún modo me entristezco¾ que nunca podré aprehenderla por completo, por muchas lecturas que realice: es la condición de las obras inmortales.
    Cuesta resumir una obra que destila buen hacer y humorismo en cada página, en cada línea, en el dibujo preciso y genial con el que está descrito cada personaje (y son muchos), cada situación o peripecia. Para aquellos que se aproximan a ella por vez primera solo cabe transmitirles un consejo: la paciencia siempre da su sufro. Y digo esto porque, en una época regida por la prisa y la precipitación, la lectura de una obra tan densa puede llegar a cansar. También la novela elige a sus lectores: cuando las 40 primeras páginas nos hayan agotado, debemos pensar que nosotros no somos dignos de continuar con la lectura, que la sorpresa última y genial nunca nos será concedida. No se trata de una obra aburrida ¾yo soy el primero en huir de ellas¾, pero sí de una obra difícil, de una obra sin desperdicio y sin concesiones. La exigencia es alta; pero el premio final es de los que marcan para siempre.
      Componen la novela 15 capítulos divididos en tres partes que representan el esquema explícito del modelo clásico: la presentación de los personajes ¾un grupo de amigos (los Cofrades) que intentan huir de la monótona vida provinciana de la postguerra¾; la irrupción del conflicto ¾la supuesta existencia de una fuente de aguas virtuosas¾ y la resolución ¾la búsqueda de dicha fuente¾; y por último, el fracaso y la herida del primer intento ¾la fuente¾ se sutura con el éxito de la venganza. He aquí la columna vertebral de la obra, plagada ¾como no podía ser menos¾ por los más quijotescos y variopintos personajes que imaginarse pueda: desde los Cofrades protagonistas ¾marginales y algo bohemios¾ hasta sus rivales ¾representantes del Orden y la sociedad biempensante¾; pasando por el estrafalario Olegario el Lentes, o Celenque el mulo condenado, o Publio Andarraso el loco poeta ripioso, o la vieja Manuela Mirandolina, o el pastor zoófilo Belisario Madruga o la sonámbula Dorina.
    Todos y cada uno de ellos desfilan por la novela dejando su grano de arena que ayudará a configurar el tema: el enfrentamiento, la lucha sin cuartel entre la gris y monótona realidad, la anquilosada vida cotidiana ahogada por el lastre de una sociedad provinciana y retrógrada; contra la fantasía, la imaginación, el amor por la aventura y el humor que proponen los Cofrades como alternativa a una vida que no es tal. Es la lucha eterna entre Realidad y Deseo, entre lo establecido y el afán por dar la vuelta a la tortilla y al pensamiento amojamado. El final deja las puertas abiertas para las múltiples interpretaciones: al éxito y la alegría por la venganza se opone la imagen brutal ¾representada por el último acto de la sonámbula Dorina¾  del vivir diario, de la puta realidad.

     No hay mejores palabras para definir La fuente de la edad que las del propio autor: “Es la historia de unos personajes que viven en la muerte y buscan la vida”.




Luis Mateo Díez,
La fuente de la edad,
Ed. Cátedra.