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sábado, 7 de junio de 2014

BREVÍSIMA HISTORIA DE LA NOVELA DE MISTERIO (V)

La novela-problema.


      En la década de 1920 coincidieron todos los tipos de novela de misterio (si exceptuamos los más actuales, como el psicothriller). No obstante, el panorama literario estaba dominado por los autores británicos; y puesto que estos sentían especial predilección por la novela-problema (o novela-enigma o novela a la inglesa, pues con todos estos apelativos la han denominado), las librerías y quioscos estaban copados por esta modalidad literaria.

    Después de la Primera Guerra Mundial, la novela criminal sufre su primera gran transformación al avistar una   meta concreta y unos fines determinados. Es entonces cuando la novela policiaca se despoja de toda perspectiva literaria y se lanza desesperadamente al juego de adivinanzas. El género policiaco abandona toda aspiración artística para convertirse en ciencia, en un juego de ingenio con miras exclusivamente científicas. La fantasía puede tener una leve participación en el planteamiento del problema, pero el resto ha de someterse a unas rígidas normas enunciadas concretamente por más de uno de los escritores del género.
   Se pretende con ello depurar el género... La uniformidad y la monotonía se apoderan de la novela criminal. No se exige entonces al detective rango alguno de heroísmo, sólo que sea [tan] inteligente... como para resolver por sí mismo los rompecabezas que se le ponen delante.
    Salvador Vázquez de Parga, Los mitos de la novela criminal, Planeta, Barcelona, 1981. página 114

    Aparece la noción de «juego limpio»; es decir, el lector debe disponer de tantos datos como el detective. La novela es un campo donde se van colocando jalones e hitos que también el lector debe conocer. Al final, acompañará al detective (o si es un lector avispado, lo adelantará) en sus razonamientos. Ellery Queen, por ejemplo, gusta de colocar en la parte final de sus novelas un «Reto al lector», donde le invita a averiguar la solución del enigma antes que el detective, puesto que todas las pistas ya han aparecido. Es esta una costumbre que va a ser imitada por otros autores como el belga S. A. Steeman en El asesino vive en el 21 (1939), por ejemplo.
    Proliferan los asesinatos “enrevesados”, las casas de campo con mayordomo de mirada torva y criadas de lengua viperina, las habitaciones cerradas con un cadáver en su interior, los múltiples mecanismos para matar a un hombre (o mujer), los mil y un inventos para poder tener una coartada o para hacer pasar por un suicidio lo que es un crimen. En fin, el asesino juega una partida de ajedrez contra el detective y contra el propio lector; nada es baladí —ni palabras, ni gestos, ni el color del gato de la vecina o la humedad relativa del aire—.  Más que despachar a un sujeto, el asesinato deviene (como dijo Thomas de Quincey) en una obra de arte.
    El afán por aligerar los argumentos de todo aquello que no fuera genuinamente misterioso llevó a los autores de novela policiaca a la confección de una serie de obras cada vez más parecidas a crucigramas o jeroglíficos. Las décadas de 1920 y 1930 fueron, sin duda, los momentos más relevantes de esta tendencia. Un crítico de aquel entonces, Philip Guendalla, llegaría a afirmar que «The detective story is the normal recreation of noble minds».
    Agatha Christie había comenzado su prolífica y exitosa carrera literaria en 1920 con la primera aparición de Hércules Poirot en El misterioso caso de Styles. Y durante los años restantes hasta 1939 sacaría a la luz: Asesinato en el Orient Express (1935), El asesinato de Roger Ackroyd (1926), Los crímenes de la guía de ferrocarriles (The ABC’s Murders, 1936) o la primera aparición de Miss Marple en Muerte en la Vicaría (1930) por señalar sólo algunas de las grandes obras maestras de la literatura policiaca.
     También en 1920 comienzan las novelas protagonizadas por el inspector French, personaje creado por Freeman Wills Crofts en El tonel (The cask). A. A. Milne publica La casa roja (1922); John Rhode, El misterio de Paddington (1925); monseñor Ronald Knox, El crimen del viaducto (1925). Philip MacDonald saca a la luz The rasp (1925); y Dorothy L. Sayers comienza la serie de novelas protagonizadas por Lord Peter Wimsey en 1923 con El cadáver sin lentes (Whose body?). Muchos de ellos, y otros más, formarán parte en 1928 del llamado Detection Club, en el que se fundamentarían las bases del denominado “juego limpio” de la novela-problema. 

      Los miembros fundadores del Detection Club de Londres en 1928 fueron Anthony  Berkeley, G. K. Chesterton (el primer presidente hasta su muerte en 1936), monseñor Ronald A. Knox,, John Rhode, E. C. Bentley, Agatha Christie, D. G. H. y M. I. Cole, Freeman Wills Crofts, Baronesa de Orczy, Henry Wade, Milward Kennedy, H.C. Bailey, A.A. Milne, Arthur Morrison, R. Austin Freeman, Edgar Jepson, A.E.W. Mason y Dorothy L. Sayers, Publicaron dos novelas escritas entre todos: El almirante flotante (1932) y Ask the Policeman (1933).

          Cada año (hasta la actualidad) se han ido sumando nuevos nombres: John Dickson Carr, J.J. Connington, Clemence Dane, John le Carré, Len Deighton, P.D. James y muchos más. Evidentemente se trata de un reconocimiento a su labor profesional y sus cargos son meramente honoríficos.

   Pero no acaba aquí la nómina de autores, pues la moda salta hasta la otra orilla del Atlántico y los escritores norteamericanos la desarrollan, en ocasiones, con gran maestría.
El detective Charlie Chan de la policía de Honolulu aparece en 1925 (La casa sin llaves) de la mano de Earl Derr Biggers  alcanzando, a pesar de su corta vida —su autor falleció en 1933—, una cierta notoriedad.
     El orondo y hogareño Nero Wolfe llega de la mano de Rex Stout en Fer-de-Lance (1934).
Un puesto de honor ha de ocupar S. S. Van Dine (pseudónimo del crítico de arte y novelista Willard H. Wright) que, con la publicación en 1926 de El asesinato de Benson  (The Benson Murder Case), iniciaría una de las series más importantes e influyentes de la novela-problema. Van Dine escribió doce novelas protagonizadas por Philo Vance, un auténtico snob afectado y decadente, irritante en ocasiones, pero de gran inteligencia: La serie sangrienta (The Greene Murder Case, 1928) y Crimen en la nieve (The Winter Murder Case, 1939) son las mejores obras de un autor que siempre mereció mucha más atención que la dedicada por crítica.
        El admirado Ellery Queen publica su primera novela en 1929, El misterio del sombrero de copa (The Roman Hat Mistery) y, a continuación, comienza a crear obras maestras e irrepetibles del género: las cuatro interpretadas por Drury Lane y firmadas por Barnaby Ross (La tragedia de X, La tragedia de Y, La tragedia de Z y El último caso de Drury Lane, entre 1932 y 1934); El misterio de la mandarina (1934), El misterio del ataúd griego (1932), El misterio del zapato blanco (The Dutch Shoe Mistery, 1931), El misterio de la cruz egipcia (1932) y El misterio de los hermanos siameses (1933).
       Tampoco hay que olvidar a John Dickson Carr (quien firmó parte de su ingente producción con el pseudónimo de Carter Dickson) que había iniciado su andadura con Anda de noche (It Walks by Night, 1930) y acabó convirtiéndose en un autor de primer orden: La cámara ardiente (The Burning Court, 1937) , Los tres ataúdes (también titulada El hombre hueco, 1935) o Los anteojos negros (The Black Spetacles, también conocida por The Problem of the Green Capsules, 1939) son algunos de los títulos que no pueden faltar en ninguna colección de novela policiaca.
     Agatha Christie, Ellery Queen, John Dickson Carr y S. S. Van Dine pueden ser considerados como los mayores creadores de la novela-problema. No sólo por la calidad de sus obras y también su número, sino —y sobre todo— por su afán por seguir las “reglas” que, en muchas ocasiones, ellos mismos promulgaron.
      He centrado mi atención en algunos de los mejores o los más populares pero el listado es poco menos que interminable: Ernest Bramah (creador del primer detective ciego, Max Carrados, en 1914); J. S. Fletcher (The Middle Temple Murder, 1918); E. C. Bentley (El último caso de Trent, 1913); G. K. Chesterton (y su genial padre Brown, aparecido por vez primera en 1911, protagonizaría cinco libros de cuentos hasta 1935); Eden Phillpotts (Los rojos Redmaynes, 1922); Francis Beeding (La muerte va de puntillas, 1931); Anthony Berkeley (El caso de los bombones envenenados, 1929 —una de las cumbres del género, en la medida en que se siguen a rajatabla los postulados de “juego limpio”); Patricia Wentworth (que inicia las aventuras de Miss Maud Silver en 1929 con Grey Mask); Nicholas Blake (La bestia debe morir, 1938 —aunque tal vez habría que considerarla como una obra más cercana al thriller); R. Austin Freeman (creador del doctor Thorndyke en 1907); Michael Innes (¡Hamlet, venganza!, 1937); Gaston Leroux (el “padre” de la habitación cerrada en El misterio del cuarto amarillo, 1908); E. C. R. Lorac (Muerte de un actor, 1937); Ngaio Marsh (Death in a white tie, 1938); Margery Allingham (Muerte de un fantasma, 1934); Earl Stanley Gardner (creador del popular Perry Mason en sus novelas El caso de las garras de terciopelo y El caso de la joven arisca, ambas de 1933);  Stuart Palmer (El misterio de la banderilla azul, 1937); George Simenon (cuyo comisario Maigret vería la luz por primera vez en Pietr el Letón, 1931); y muchos más...
      Todo degustador de la novela policiaca habrá advertido que este tipo de novelas ha sido, ya desde los primeros tiempos, muy parodiado (Piénsese en El robo del elefante blanco (1882) de Mark Twain). No es de extrañar, pues sus líneas básicas son muy evidentes y fácilmente imitables. El escritor Leo Bruce hizo una parodia de los personajes del padre Brown, Lord Wimsey y Hércules Poirot en Misterio para tres detectives (1936). También el cine ha insistido en los elementos paródicos, por ejemplo: la irregular película Un cadáver a los postres (Robert Moore, 1976 —con guion de Neil Simon).

miércoles, 4 de junio de 2014

Poemas para una exposición (y IV)

El triunfo de Galatea (1511), de Rafael

Fresco en la Villa Farnesina.

            Conchas y trompetas a su paso, el Amor
extiende, como su capa, su roja atracción,
y sus ojos —cribados por las nubes—
caen en lluvia sobre el campo
que pronto mostrará
su recogimiento, su represión
tantos siglos contenida.
            Triunfal,
pecaminosamente tentadora conduce su cuádriga
imposible, a través de un bosque de destellos
azules.
            (Venus)
Delfilnes depredadores, desgarrando indefensos invertebrados,
surcan el mar
mientras —avanzando
por entre la voluptuosidad y el desorden—,
la lujuria tantas veces reprendida aflora
hoy, al paso del cortejo:
            venera

(a quien la cienca dotó de aspas como Dios a los ángeles dotó de sexo)
donde al Amor sembró su semen filial y centenario.
Pequeños cupidos certeros dan
la sombra necesaria al regocijo;
y su mirada despierta no está en las saetas
y reposa ya en la meta alcanzada.
            Requiebros de sirenas a centauros asustados;
forcejeo, pretendidamente débil, de doncellas
ante los abrazos de Neptuno bigotudo.
Todo
a la sombra aérea del relincho ensordecedor
de un caballo de caza
de un cuerno
que llama a la imaginación en aquel bosque
por siempre imposible.
            El carcaj ausente es el más tímido:
reposa los amores venideros sobre las nubes.

Las escamas
                                                               hasta       los árboles humanos,
                                               las raíces
                                    desde
                        trepan                                                                
y alcanzan
—en su humedad absorbedora—
las alas palpitantes de trémulos discípulos.

domingo, 1 de junio de 2014

LA LEYENDA DEL SANTO BEBEDOR: Delirium Tremens


     Joseph Roth nació en una remota región del antiguo Imperio Austrohúngaro y murió en París a los 45 años: borracho, olvidado de todos, malviviendo de sablazos a amigos o conocidos, consumido por el alcohol. Había vivido y trabajado como periodista en Alemania donde aparecieron sus novelas más conocidas: Job (1930) y La marcha Radetzky (1932). Con la llegada al Gobierno del partido nazi, Roth se exilió en París donde murió en 1939.
      El mismo año de su muerte consiguió publicar, en Ámsterdam, su obra más conocida: La leyenda del Santo Bebedor. Sólo tras la II Guerra Mundial, en 1949, la obra pudo ver la luz en Alemania. En España la obra llegó tarde, en 1981, gracias a la editorial Anagrama. Han pasado veinte años desde entonces y ahora aparece la séptima edición, con el prólogo que Carlos Barral realizó para la primera.
        Contemplo la fotografía de Joseph Roth, en blanco y negro, que aparece en la solapa de la portada: es un rostro envejecido, con el cabello pegado al cráneo redondo; destaca el hoyuelo en la barbilla, las bolsas acumuladas bajo los ojos, la nariz puntiaguda y afilada. Su aspecto me recuerda a un ratón: incluso los labios comienzan a combarse en una sonrisa sardónica. Es el rostro de un hombre que ha tenido que huir de la quema de libros, del miedo a pensar libremente.Y es también el rostro de un hombre que ha buscado refugio en la absenta, en los cafés parisinos, bajo los arcos de los puentes del Sena, en hoteluchos de mala muerte, en prostíbulos. La leyenda del Santo Bebedor tiene tanto de autobiografía como de chanza, o si se quiere, de homenaje a la bebida y a la vida de mendigos y borrachos; tiene la euforia de una borrachera, pero también la tristeza de una resaca y de un cuerpo estragado.
        Andreas Kartak, el protagonista de la obra, es uno más de los muchos mendigos que pernoctan bajo los puentes del Sena. Un extraño caballero le da 200 francos. Es un regalo; sólo se le pide que los reponga, cuando quiera o pueda, a modo de limosna en la iglesia de Sainte Marie. A partir de este hecho fortuito, la vida comienza a sonreírle a nuestro mendigo: le ofrecen trabajo y sueldo, encuentra una cartera con dinero, vuelve a toparse con el extraño caballero que le da, de nuevo, más dinero. Nosotros, lectores, vamos asistiendo a una serie de golpes de fortuna o milagros a lo largo de las cuatro semanas en las que se desarrolla la acción de la novela; brincando por breves capítulos, ayudados por un lenguaje directo, sin aparentes ambigüedades o dobles fondos.
       Avanzamos de milagro en milagro... pero también de obstáculo en obstáculo: porque Andreas es incapaz de pagar la deuda. Inevitablemente, ante las puertas de la iglesia, el azar se interpone en su camino: en la forma de una antigua novia, bajo el aspecto de un amigo un tanto caradura... Roth va mostrándonos la biografía de su protagonista paulatinamente, mediante breves y escuetos fogonazos, iluminando aspectos del carácter que nos puedan ayudar a comprender (no sólo a entender) a Andreas Kartak: su trabajo de minero, sus líos amorosos que le llevaron a la cárcel.
       La novela anticipa la alegría neorrealista de Milagro en Milán, pero también el callejón sin salida de Umberto D o Ladrón de bicicletas. Porque la obra se nos presenta como un cuento de hadas junto al Sena... cuando más al este comienzan a resonar los cañones de la guerra y el exterminio. Todo en ella se muestra idílico: los mendigos llevan corbata; existen señores altruistas que van regalando dinero. Pero a poco que leamos atentamente advertiremos que el verdadero protagonista es la bebida, la vida nocturna, “las muchachas complacientes”.

      ¿En qué consiste la grandeza de esta pequeña novela? Quizás en el tratamiento que el autor hace del Destino, semejante al Fatum clásico: Andreas Kartak tiene todas las oportunidades para encarrilar su vida, para salir del fondo del vaso de absenta... pero o bien no puede.... o bien no quiere.

Joseph Roth,
La leyenda del Santo Bebedor, 
Editorial Anagrama.
92 págs.

martes, 27 de mayo de 2014

INVERNADERO: versos desde ultramar.

    La recordamos, escasa de kilos y rebosante de energía, irrumpiendo en la ya inexistente Biblioteca de Filología de la Universidad de Alicante. La recordamos —Mado, Sonia, Rafa, Pepe Toro y yo—, radiente y satisfecha, comunicándonos que acababa de ganar el 3er. Premio del “Miguel Hernández”. Corría el año 93 y estábamos terminando la carrera. Ella comenzaba a ser poeta (siempre odió lo de “poetisa”). Con el escaso importe del premio —y algo de su parte— publicó La semilla bajo el asfalto en la Imprenta Botella de Alicante. Nos regaló un ejemplar. A partir de entonces se sucedieron los premios y los libros. Llegó el Premio Lunara de 1994 y al año siguiente aparecía el poemario Mudanza en su costumbre (Frutos del Tiempo, 1995). Ella ya no estaba en Alicante: había cruzado el charco en busca de inspiración, amor y trabajo; y desde allá siguió creando.
     El premio “Villa de Cox” de 1999 nos ofreció la oportunidad de leer y disfrutar de su Correspondencia atrasada (Pre-Textos, 1999). Por supuesto: sería poeta. En 2005 publicó Geografía enemiga. Los dones perversos (Libros del Innombrable); incluso algunos de sus poemas fueron traducidos al portugués en 2001. Hablé con ella hace unos meses, por teléfono. Me dijo: «Esta vez he hecho algo grande, mejor que nada de lo anterior. Me lo publicará Renacimiento». Y a mí se me puso la carne de gallina. A principios de febrero Invernadero estaba ya en las librerías: breve, directo, conteniendo todo lo que Mª Paz Moreno es capaz de ofrecer (y es mucho) en su escaso medio centenar de páginas, en sus 24 poemas.
     Si esto fuera realmente una crítica de poesía, no podría dejar de señalar que los versos de Invernadero son como flechazos de lucidez; tendría que hablar del logro de su autora al solapar y fusionar cotidianidad y eternidad, individualidad y universalidad; no dejaría de comentar la lucha constante en pos de un lenguaje de intenta atrapar la trascendencia de los instantes, el pasado, el presente y el futuro de los hechos, los objetos, las personas. Si esto fuera una crítica literaria, haría referencia a aquellos poemas y versos donde se intuye la remembranza de otras épocas y otras voces: Lee Masters entreverado con la trascendencia de John Donne en “Cementerio inglés”; la poesía culturalista en “Simone de Beauvoir reflexiona ante un verso de Concha Méndez”; T. S. Eliot y el Lorca neoyorquino denunciando en “Elegía a Timothy Thomas”; los consejos de Merlín aflorando en un verso rotundo: «Cualquier árbol nos supera en sabiduría».

  
  Pero esto no es una crítica poética, ni siquiera literaria. Y más allá del homenaje y la devoción, esto fue, por encima de todo, un enorme abrazo.

María Paz Moreno
Invernadero,
Ed. Renacimiento, 2007.
49 páginas

sábado, 24 de mayo de 2014

G. K. Chesterton: El urdidor de paradojas.


En un ensayo ya clásico, José-Carlos Mainer calificó el periodo de 1902 a 1939 como la “Edad de Plata” de la literatura española. Tal calificativo debería ser extensible a toda la cultura occidental. La novela dejó el lastre naturalista y documental e inició una renovación sin precedentes desde El Quijote: Conrad, Joyce, Woolf, Proust, Gide, los malogrados Svevo y Kafka, los norteamericanos de la Lost Generation... y desde luego nuestros Unamuno, Baroja, Valle-Inclán. En el campo lírico (tan íntimamente ligado al pictórico, por otra parte) la revolución había comenzado quizás un poco antes: los Simbolistas franceses y Darío... y luego Eliot, Pound, Yeats, Valéry, Pessoa, Jiménez, Machado... y la irrupción vanguardista —de la que no debemos separar a los integrantes de la generación del 27—. También la escena había tenido sus precursores en dos autores tan distintos como Ibsen y Jarry; a partir de ellos la renovación sería palpable en dramaturgos como Bernard Shaw, Priestley, Pirandello, Giraudoux, O´Neill, Brecht... Valle y Lorca.
A cualquier amante de la literatura le hubiera gustado ser testigo de aquella época. El inglés Gilbert Keith Chesterton no sólo fue testigo —dejando constancia en miles de artículos y reseñas periodísticas—, sino que fue también protagonista. Las Enciclopedias, las Historias de la Literatura apenas lo despachan con una docena de líneas. Los que hemos gustado de su obra, los que “desgraciadamente” abrimos uno de sus volúmenes sabemos que las Enciclopedias son escasas; sabemos que nunca podremos dejar de releerlo. Borges —uno de sus grandes valedores— declaró: «su obra es vastísima y no encierra una sola página que no ofrezca una felicidad».
Los sesenta y dos años que vivió Chesterton (1874-1936) fueron más que suficientes para edificar una obra ingente y, para muchos, inalcanzable por su dificultad y densidad. Quizás la muerte le privó de ser un gran novelista; pero lo cierto es que sus aportaciones a dicho género resultan lo suficientemente originales  como para no ser nunca olvidadas: la crítica y ambigua El Napoleón de Notting Hill —su primera novela, publicada en 1904— es una sátira contra el imperialismo y contra el nacionalismo, plagada —como toda su obra— de axiomas y paradojas. El hombre que fue Jueves (1908) sigue siendo su novela más leída y alabada: un juego —de “pesadilla” la subtitula el autor— de máscaras y apariencias, todo un divertimento para el corazón y la razón.
Chesterton tocó todos los géneros: fue siempre periodista (escribió más de cuatro mil artículos, y llegó a crear un semanario propio: el GK´s Weekly); tras probar con la pintura (otra de sus pasiones) se decantó hacia la poesía —nunca dejó de escribir poemas—; desde 1902 hasta su muerte escribió —solo o en colaboración— quince biografías: Carlyle, Stevenson, Tolstoi, Dickens, Browning, William Blake, Bernand Shaw, San Francisco de Asís, Santo Tomás de Aquino, etc. La última de todas fue su propia Autobiografía de la que Borges dijo que era «el menos autobiográfico de sus escritos» y en la que el autor declaró: «Supongo que hay muchos imbéciles que pueden tratarme de amigo y también... muchos amigos que pueden tratarme de imbécil». Incluso escribió una pequeña obra teatral El Mago y un libro sobre nuestro don Quijote: El regreso de Don Quijote (1927). También fueron populares sus charlas radiofónicas. Pero fueron las andanzas de ese sacerdote católico —credo al que Chesterton se convirtió en 1922 después de defenderlo durante años—, bajito y regordete, el padre Brown, “el despreciable cura papista” en un país protestante, las que han hecho inmortal a su autor.
El candor del padre Brown (1911) fue el primero de los cinco libros que dedicó a tan entrañable y racional personaje. Siguieron La sabiduría del padre Brown, La incredulidad del..., El secreto del... y El escándolo del... Sumando un total de 49 relatos interpretados por tan variopinto detective amateur. Cada uno de ellos es una alabanza al sentido común y, desde luego, la mejor manera —concentrada, directa— de presentar un problema detectivesco. Chesterton sabía que una narración policiaca es una adivinanza... y que resultaba absurdo pretender que ésta se alargara durante doscientas páginas. Su credo —que mantuvo hasta el final— fue que «el primer capítulo sea también el último». La fórmula se repitió en otros volúmenes: El club de los negocios raros, El hombre que sabía demasiado, El poeta y los lunáticos, Cuatro granujas sin tacha y Las paradojas de Mr. Pond, su obra póstuma.
Fue tan exaltado por su catolicismo como denostado por él. Durante la España franquista ésa fue su mejor tarjeta de presentación. Desde la década de 1970 ése fue, también, su estigma; y así, durante varias décadas, sus obras fueron prácticamente ilocalizables: circunscritas a la hipócrita y falsa etiqueta de “literatura juvenil”, o a la todavía peor de “literatura cristiana”; relegadas por una sociedad “progresista” que dio culto a la ideología en detrimento de la calidad literaria. Por suerte desde hace unos años la obra de Chesterton se ha visto revalorizada: las editoriales Valdemar y Pre-Textos (por citar algunas) han reeditado sus textos más conocidos. Ojalá esta resurrección no termine aquí.
Leída con el detenimiento que merece, soslayando etiquetas y prejuicios, la obra de Chesterton se muestra todavía fresca y dinámica. Quizás no acorde con estos tiempos que han divinizado la velocidad; pues sus cuentos —sobre todo— deben ser dosificados a riesgo de sufrir una indigestión. Humor, ingenio y profundidad son sus condimentos. La fina ironía que emana cualquiera de sus páginas es congénita. No en vano Chesterton fue, más que un individuo, un personaje (como nuestro Valle-Inclán): sus polémicas —en cualquier orden— y su vehemencia dialéctica —sin menoscabo de una inteligencia prodigiosa— fueron famosas en la época. Como muestra este botón: Chesterton, el inglés pero católico (o mejor: creyente) y G. Bernard Shaw, el irlandés pero protestante (o mejor: agnóstico) mantuvieron una relación de amor y odio que llevó al primero a escribir una biografía del segundo. Fue su mayor admirador y también su mayor crítico. Existe una anécdota al respecto que ilustra muy bien la mordacidad de aquellos dos genios que tuvieron que convivir en la misma isla. Shaw envió dos entradas a Chesterton acompañadas del siguiente escrito: «Aquí tiene usted dos entradas para el estreno de mi última obra, a fin de que usted pueda asistir en compañía de algún amigo, si lo tiene». Chesterton respondió: «Le devuelvo las entradas que tan amablemente me ha enviado porque, sintiéndolo mucho, no podré acudir a la primera representación de su obra. Asistiré a la segunda, si la hay».
Cuando uno termina de leer un volumen o un relato de Chesterton tiene la sensación de ser más inteligente y más feliz. La primera sensación es, evidentemente, una alucinación; juro que la segunda es cierta.

jueves, 22 de mayo de 2014

Ray Bradbury: el ser humano llega a Marte


   La literatura de ciencia-ficción nunca ha sido mi predilecta. Las novelas de este género que habré leído en mi vida tal vez se puedan contar con los dedos de una mano. Asimov, Lem,  H. G. Wells, Huxley y Ray Bradbury (cuya Farenheit 451 fue la primera novela de ciencia-ficción que recuerdo haber leído) son los pocos autores que se hallan en mi biblioteca. Hace unos días, y como guiado por una premonición, me sentí atraído por las Crónicas marcianas. La curiosidad me llevó a abrirlas; la necesidad de disfrutar me ha impedido cerrarlas hasta su conclusión última, hasta el momento final en el que los únicos marcianos del Universo contemplan su rostro reflejado en el agua: unas líneas tan tristes como esperanzadoras.
   
   Ray Bradbury (1920) comenzó a escribir los veinticinco relatos que conforman las Crónicas marcianas en 1946. Algunos de ellos fueron apareciendo en revistas y periódicos. En 1950 fueron publicados como libro unitario. Los relatos abarcan 27 años de vida terrestre y marciana, desde enero de 1999 —fecha que Bradbury estimó como la del inicio de la primera expedición a Marte— hasta octubre de 2026. Contrariamente a como sucede en otros libros de relatos, el lector esta vez debe seguir el orden propuesto. Las narraciones son variadas —en tamaño, en temática, en localización—, pero todas son excelentes.

    Crónicas marcianas es un libro deslumbrante que te atrapa desde su primera página y te va engullendo con un ritmo pausado y envidiable. No hay relato que no sea atractivo, que no sea preciso en su mensaje y en su intención. Una obra imprescindible para conocer (y aprender de los errores) la segunda mitad del siglo XX. Desde luego tendría que ser libro de cabeceza de todo político, de cualquier presidente de cualquier gobierno. Habla de Marte, por supuesto, pero también habla del ser humano y sus ambiciones, sus locuras, sus logros, sus miedos, sus dudas, sus afanes y su capacidad tan absurda como eficaz de autodestrucción.

   El libro de Bradbury pretende ser el testimonio de los intentos  por alcanzar el planeta rojo —comienza con la descripción del fracaso de diversas expediciones—, el posterior éxito y la paulatina colonización, luego vendrá el regreso a la Tierra y, por tanto, el abandono de Marte. Los relatos muestran diversas perspectivas: la de los marcianos, que ven la llegada de los terrestres; la de los colonos, que deben reinventar un mundo nuevo tomando como patrones elementos terrestres y humanos; la de los terrestres que no suben en los cohetes y permanecen en la Tierra. Hay mucha crítica al modelo americano (y mundial) en un periodo en el que la Guerra Fría estaba en su momento más álgido (o gélido) y la amenaza nuclear era una realidad dramática. La prosa de Bradbury es también la plasmación de un mar de dudas en torno a la identidad terrestre, a los logros científicos; y también el temor ante la propia capacidad de autodestrucción del ser humano. Todos los relatos están pasados por la pátina de la tristeza, parecen decirnos “así somos, así queremos que sean los mundos que conquistemos”; y también (y he aquí lo más extraordinario) por un tono elegíaco. ¿Por qué extraordinario? Evidentemente la elegía habla de momentos ya pasados, de la nostalgia que surge ante lo desaparecido. Bradbury dota de ese sentimiento a sus personajes, a su obra: todavía no hemos alcanzado Marte y ya parecemos haberlo perdido.

   Cuando en 1955 Borges realizó el prologo al libro (que en esta edición también se recoge), señaló dos narraciones: «La tercera expedición», cuyo horror invita a la reflexión y cuestiona muchas de nuestras certezas; y «El marciano», relato patético y triste que dice mucho en contra de la necedad y el egoísmo terrestre. Yo destacaría algunas más: «Aunque siga brillando la luna», todo un canto a las civilizaciones perdidas, aniquiladas en pro de una supuesta modernidad y un progreso inclemente; «Los hombres de la Tierra», tácito (creo) homenaje a Dostoievski y su fragmento sobre El Gran Inquisidor —incluido en Los hermanos Karamavoz--; «Usher II», homenaje a la literatura y a la capacidad de inventiva del ser humano, sin duda todo un anticipio de su posterior Farenheit 451 (1953); la cómica —quizás machista, sin duda ingenua— «Los pueblos silenciosos»; y  la espeluznante y sentimental «Los largos años», tan delicada como perfecta en su elaboración.

    Lo más espeluznante es que el título que Bradbury eligió para estos relatos tan delicados y formidables sea, hoy en día, recordado por un programa televisivo de dudoso gusto. Lo mejor es que esta paradoja ya estaba —al menos yo he tenido esa sensación al terminar el libro— en las páginas de Bradbury: no hay antídoto contra la estupidez humana.

Ray Bradbury,
Crónicas marcianas
Editorial Minotauro.
265 páginas

lunes, 19 de mayo de 2014

CALLE PANDROSSOU



No llovió aquella semana,
y la mugre y el ruido pesaban
como treinta siglos de historia. Nos asfixiábamos.
Y, aún así, la memoria se alegra
al recordarme
colgado de tu hombro de niña buena.
Porque era un lujo pasear
por una calle estrecha y curva,
salpicada de tiendas y gritos de reclamo: camisetas,
combolóis, cerámicas y plata.
Era un lujo apoyar mi mano en tu hombro,
y rozar (fingiendo no darme cuenta)
el lóbulo de tu oreja, la nuca, peinar
tu pelo
          ...brevemente,
para no mancillarte con mi tacto.

En una ciudad muerta y sucia como Atenas,
sólo el ocio de vagar por aquella calle
—barrio de la Plaka
nos reconfortaba.

Porque fue un lujo sentarse en la popa
(¿te acuerdas de aquel día?),
dar de comer
a las gaviotas, y que el viento
removiera nuestros cabellos;
imitando a viejas películas de siempre
soportábamos el frío cortante...
porque era un don matar el tiempo ensayando poses,
soñando con regresar a Poros,
a Hydra —sacando fotos—,
a Egina (un poco menos).

Y al volver a nuestra calle,
las camisetas blancas
eran como una estela de gaviotas
que nos traía el mar.

                                                           A Mª Paz Moreno

sábado, 17 de mayo de 2014

EL MÓVIL: Arte y sangre


Portada de El móvilEn 1994 Woody Allen dirigió Balas sobre Broadway. La película relata las peripecias de un autor teatral y las vicisitudes que debe superar su obra para ser estrenada. En un momento de la película, el escritor (y gángster) que interpreta Chazz Palmintieri asesina a una de las actrices del montaje, alegando que su interpretación perjudicaba la obra. El crimen se jusfica en pro de la obra de arte. Recuerdo ahora esta película y esta secuencia porque presenta ciertas similitudes con la idea que se desprende de la novela corta El móvil: la realización, por parte de un escritor, de una obra maestra a cualquier precio, empleando cualquier medio, pasando por encima de principios éticos y morales.
El móvil de Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) apareció por vez primera en 1987, dentro de un volumen de relatos. Sin duda, aprovechando el éxito sin paliativos de Soldados de Salamina, fue reeditado por la barcelonesa Tusquets. Lo que podía denunciarse como una mera operación comercial deviene en una alegría para todo lector, porque la novela de Cercas no tiene desperdicio.
El argumento es de lo más excitante: el protagonista, Álvaro, ha desdoblado su existencia entre el trabajo ¾necesario para sobrevivir, pero poco placentero¾ y su pasión por la escritura. Su ambición es crear una obra maestra de la literatura, revolucionar la novelística; y para conseguirlo no va a detenerse ante nada. Semejante al Edgar Allan Poe que, en su Filosofía de la composición, desgranó los elementos que convierten un simple poema en una joya literaria; así Álvaro se comporta como un médico antes de operar, planificando cada paso de su labor hacia esa novela “definitiva”: analiza las creaciones ajenas, aprecia los pros y los contras, busca personajes, imagina argumentos, y cuando ya ha sacado las conclusiones que estima acertadas comienza su tarea. Poco a poco esta labor va a ir absorbiéndolo por completo, hasta llegar a un punto en que la pasión por escribir le hace olvidarlo todo: las barreras que delimitan el Bien y el Mal son derrumbadas; no existen términos en su afán por crear la novela que imagina lo llevará al Parnaso de la Fama. En su intención de buscar un argumento lo más verosímil posible ha observado, como un vulgar voyeur, la vida de sus vecinos. Incluso ha refundido y moldeado esa realidad que lo circunda para adaptarla a sus intenciones.

Se añade, a modo de epílogo, una “Nota de un lector” firmada por el eminente Francisco Rico. Lo cierto es que esta disquisición apenas aporta nada nuevo a la novela de Cercas: más bien sirve para demostrar (por si alguien lo dudaba) que el profesor Francisco Rico posee una de las inteligencias más sabias del panorama intelectual español, aunque a veces cueste de apreciar bajo un estilo enmarañado y tendente a la pedantería y a la autoestima desmedida.

Pero volvamos a El móvil, que se presenta como una obra sobre el hecho de escribir y también como una curiosa novela de misterio, cuyo desenlace ¾que desde luego no desvelaré¾ no va a dejar de sorprender al lector. Quizás en esa pirueta del final ¾demasiado abierto (cosa poco recomendable cuando se trata de una novela policíaca)¾ estribe la única debilidad de una obra redonda: breve, directa, amena, intrigante y bien escrita. Pero no hay que pedir lo imposible. Por principio, toda novela policíaca posee un final de menor calidad que el resto de la obra. Basta con que recordemos a Pascal: lo que realmente nos satisface y divierte es la caza en sí, no la presa última.

El móvil, 
Javier Cercas,
Tusquets Editores, 2003.
110 páginas.

viernes, 16 de mayo de 2014

Brevísima historia de la novela de misterio (IV)


LA NOVELA DE ESPÍAS.


   Aunque hay precedentes en Joseph Conrad (El agente secreto) y en Erskine Childers (El enigma de las arenas), ninguna de estas novelas parece una novela de espías tal y como hoy en día podemos llegar a  concebirla.
   Las novelas de espionaje surgieron a partir del enorme éxito de 39 escalones (1915) de John Buchan. Su personaje Richard Hannay está basado en las experiencias el autor, que trabajó como jefe del Servicio Secreto Británico durante la I Guerra Mundial. Dentro de esta línea argumental y de estilo encontramos la novela El agente secreto (Ashenden, 1924) de Somerset Maughman: colección de historias protagonizadas por el personaje del título.
    Los preparativos y el estallido de la II Guerra Mundial darían un nuevo giro a las novelas de espías. El inglés Eric Ambler escribió media docena de volúmenes que suponían un cambio en el argumento y en el tratamiento literario de este tipo de ficciones. Más que Las fronteras sombrías (The Dark Frontier, 1936) o Epitafio para un espía (1938), su mejor obra es, sin duda, La máscara de Dimitrios (1939), construida a modo de mosaico y sazonada con continuos flash-backs.

    La irrupción de la Guerra Fría daría paso a autores como Ian Fleming, creador del archifamoso Agente 007, James Bond, en Operación Trueno (1955), Desde Rusia con Amor (1957) y Goldfinger (1959), entre más de una docena de títulos. Len Deighton, creador del cínico y desencantado agente secreto Harry Palmer —una especie de respuesta humorística al superhombre de Fleming—, alcanzaría un relativo éxito con Ipcress (1962) y Funeral en Berlín (1964). El autor más importante de este género —y que todavía hoy en día nos sigue regalando con sus obras— es John Le Carré que, tras tantear el género de la novela-enigma (Un asesinato de calidad) se consagraría con El espía que surgió del frío (1963) y El topo (Tinker, Taylor, Soldier, Spy, 1974), donde creó al personaje de George Smiley, desmitificación de los espías aventureros y mujeriegos. Otros autores (Frederick Forsyth y Ken Follet, por ejemplo) intentaron relanzar el género en la década de los 70 y los 80; pero después de la calidad de Le Carré, las comparaciones jugaban en detrimento de todos ellos.

jueves, 15 de mayo de 2014

NO LLEGARÉ VIVO AL VIERNES: el azar programado


       Quizás la vida se rija por la suerte y el azar, o tal vez haya un futuro determinado, trazado ya como un camino más o menos escabroso; o a lo mejor azar y destino son las dos caras de una misma moneda. Ni lo sé ni me preocupa: me limito a vivir… y a leer. Acabo de disfrutar con las últimas páginas de una novela excelente —No llegaré vivo al viernes del asturiano Nacho Guirado, que ya nos había sorprendido con Muérete en mis ojos y No siempre ganan los buenos, ambas en Ediciones B y ambas policiacas— y aunque no he dejado de beberme cada una de sus páginas, aunque no he podido sustraerme a una trama y a un andamiaje envolvente y atractivo, lo cierto es que me es imposible contaros el argumento en unas pocas líneas.
     Nacho Guirado edifica su obra en torno al azar. Pero, a diferencia de la vida real, el azar en el arte es un azar programado: una contradicción que es el único defecto de esta novela. Conseguir que cada hecho ejemplifique y muestre el azar del que nace resta naturalidad a la historia. Otros lo habían intentado antes, sobre todo en el cine, cuya brevedad (el tiempo de visionado) acentúa la rapidez de los acontecimientos y por tanto contribuye a limar artificiosidad a ese azar programado del que hablaba. Me viene a la memoria el Thornhill que inmortalizó Cary Grant en Con la muerte en los talones, confundido por azar con el inexistente señor Kaplan; y algunas obras de Robert Altman y de Woody Allen; o Pulp Fiction, que quizás comenzara el filón, hasta llegar a las más recientes Amores perros, 21 gramos, Crash o Babel (que parecen haberlo agotado ya).
    Soy de la opinión de que lo mucho cansa y, a la postre, termina siendo poco creíble. La tensión no decae en ningún momento de No llegaré vivo al viernes: y esto es bueno, y es malo. Bueno porque impide que el lector cierre el libro y se dedique a otros menesteres; malo porque no deja ningún tiempo de respiro, de reflexión, ningún tiempo muerto que permita recapacitar sobre lo ya leído. De este modo la novela se lee en un estado de tensión que roza y bordea el infarto: pero una vez leída todo parece desinflarse.

     Personajes y situaciones se suceden como las aguas de una catarata: imposibles de detener. Un registro policial que termina en un baño de sangre; un vulgar mangui convertido en el blanco de una red mafiosa; el asalto a un chalé que deviene en una carnicería; un policía corrupto que se cruza con unos asesinos a sueldo; amigos de siempre que viven en mundos opuestos; damas de alto copete algo promiscuas; hermanas histéricas y cuñados calzonazos que deciden ser bravos en el momento más inoportuno… Violencia, droga, egoísmo, amistad e hipocresía se dan cita en esta novela que resulta imposible de sintetizar pero que, sin embargo, es también imposible de olvidar. De un modo u otro, no os dejará indiferentes.

No llegaré vivo al viernes,
Nacho Guirado,
Ediciones B.
289 páginas.