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sábado, 20 de septiembre de 2014

UN REPARTO DE ASESINOS: asesinato en el plató.

     
      En 1988 la editorial barcelonesa Seix Barral publicaba Un elenco de asesinos: la novela pasó sin pena ni gloria por las librerías españolas. Quince años después de aquel primer intento, Seix Barral volvió a reeditarla con distinto título: Un reparto de asesinos. Lamentablemente, no tuvo mejor suerte.
    Siguiendo la brillante estela inaugurada por A sangre fría (1966) de Truman Capote, la obra se concibe (y se lee) como una “novela documento”, no-ficticia: pretende ser la reconstrucción fiel de unos hechos reales, no verosímiles y sí verdaderos. Lo cierto es que el lector se encontrará ante una agradable sorpresa: una novela casi excelente en su construcción (tal vez se acumulan demasiados personajes, algunos de ellos poco o escasamente moldeados), que contentará por igual a los amantes de la literatura de misterio y a los cinéfilos.
     El director de cine King Vidor (1894-1982) —autor de obras como Guerra y paz, Duelo al sol y ¡Aleluya!— rodó su última película en 1959, Salomón y la reina de Saba. Desde entonces hasta su muerte inició (o imaginó, al menos) una multitud de proyectos que no pudo llevar a buen término. En 1967 el azar le llevó a interesarse por un hecho criminal acaecido en el primitivo Hollywood de 1922: el asesinato del actor y director William Desmond Taylor, que quedó sin resolver. Durante casi un año, Vidor indagó en hemerotecas y archivos, entrevistó incluso a viejos actores, actrices y empresarios cinematográficos que habían conocido al fallecido. De súbito las pesquisas de Vidor cesaron y el material recopilado fue ocultado. Tras su muerte, el periodista Sydney Kirkpatrick inició una biografía del director. Tuvo, entonces, en sus manos todo el material sobre el caso Taylor reunido por Vidor; descubrió por qué el director había mantenido en silencio dicho archivo: en 1967 algunos de los implicados directamente con el caso todavía estaban vivos y podían ver dañada su reputación y su carrera. Pero en 1986 ya no, y por ello Kirkpatrick, basándose en esos datos, reconstruyó tan increíble investigación, sazonándola con aspectos personales e íntimos (matrimoniales) del fallecido director.
     El cinéfilo disfrutará al reconocer a los seres reales que pululan por la novela: la gran Gloria Swanson, Cecil B. De Mille, el productor Sennet, el incombustible Allan Dwan, los pioneros Thomas Harper Ince y Griffith, Mary Pickford, Chaplin, Lilian Gish.... y muchos más. Y aunque cada escena es real tampoco podemos sustraernos al recuerdo de películas como El crepúsculo de los dioses, Grandes esperanzas de David Lean o la más reciente L.A. Confidential. Los últimos capítulos, por ejemplo, parecen extraídos del guion de la magistral e inquietante ¿Qué fue de Baby Jean? de Robert Aldrich.
        Lo cierto es que la investigación de Vidor nos lleva a contemplar una época cinematográfica inaugural que se sustentó sobre los escándalos sexuales, las falsas identidades, los ídolos con pies de barro proclives al alcoholismo y las drogas. Desde el este de Estados Unidos los pioneros cinematográficos se vieron obligados a trasladarse al luminoso y cálido oeste: en 1911 se instalaba el primer estudio en un pueblecito californiano, Hollywood. Comenzaba así la creación de un mundo de magia y leyenda, de sueños dorados... de un mundo con una fachada inmaculada y espectacular que escondía, entre bambalinas, una legión de arpías y monstruos dispuestos a arrasar con todo (y todos) con tal de alcanzar el éxito y la fama. Con la proclamación de la Ley Seca en 1920 (duraría nada menos que 12 años) los vicios «tolerados» se convertían en prohibiciones. «Cuanto mayor es el desenfreno de las costumbres, es mayor la rigidez de la moral», escribió Azorín. El Hollywood de la década de 1920 es el ejemplo más evidente de una sociedad turbulenta y corrupta pero con un aspecto envidiable. El escándalo de Fatty Arbunckle es la punta más visible de ese iceberg maloliente; el caso Taylor no le va a la zaga, el lector del siglo XXI puede comprobarlo por sí mismo.

Sydney D. Kirkpatrick,
Un reparto de asesinos,
Ed. Seix Barral, 2003. 317 páginas.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

PUZLE DE SANGRE

DESDE YA MISMO


PODÉIS CONSEGUIR

                                       PUZLE DE SANGRE


EN CUALQUIER LIBRERÍA....


GRACIAS A TODOS POR VUESTRO APOYO

sábado, 13 de septiembre de 2014

EL INFIERNO EN EL PARAÍSO: otro Dürrenmatt


      La Historia de la Literatura es un largo camino construido por innumerables baldosas. Las hay, evidentemente, de todo tipo: las que resaltan sobre el resto (son los escritores sagrados); las diminutas, las anónimas (aquellos ignorados). Entre estos dos extremos cabe destacar a algunas que, inexplicablemente, son desconocidas por el gran público ¾quizás por su carácter marginal; tal vez por su proximidad a aquellas enormes y acaparadoras¾. Son escritores de culto, especimenes conocidos por unos pocos. No obstante, sus seguidores, a pesar de no ser legión, son insobornables, fieles hasta las últimas consecuencias. El suizo Friedrich Dürrenmatt pertenece a este grupo (donde incluiríamos, por citar a algunos, a Sciascia, a Simenon, a Cheever). Pese a su grandeza, pese a su trabajo tan arduo y concienzudo, la obra de Dürrenmatt es apenas conocida por el gran público.
     Sucede, a veces, que amas tanto un libro que deseas que nadie más tenga acceso a él: su lectura, piensas, podría corromper el libro, prostituir el significado que tú le has dado y que crees exacto. Esa sensación es la que tengo ante los libros de Dürrenmatt: oculto bajo la aparente sencillez estilística ¾como anguis in herba¾ uno puede descubrir un mundo de sutilezas y recovecos, la defensa de un modelo de vida donde la Justicia prima sobre cualquier otro valor.
     La sospecha escrita en 1953 es rescatada por Tusquets para goce de los amantes de la buena literatura. Forma este libro, junto al anterior El juez y su verdugo (1948) ¾también publicado por Tusquests y reseñado anteriormente¾, un díptico en el que el escritor suizo reflexiona sobre los valores que sostienen nuestra sociedad, en el que se expone una filosofía vital que confía en la humanidad a pesar de sus defectos, que cree en la justicia y la moral como únicos valores válidos para crear una civilización. Todo ello bajo el formato de una novela de intriga protagoniza por un enfermo y viejo comisario Bärlach, recluido en la cama de un hospital, convaleciente e indefenso. Un personaje que recuerda, por su aislamiento, al Isidro Parodi de Borges y Bioy Casares, o al Nero Wolfe de Rex Stout.
       En su lecho hospitalario, accidentalmente, Bärlach halla, en una revista, la fotografía de un célebre doctor nazi, famoso por realizar operaciones sin anestesia en un campo de concentración. El parecido con un acaudalado médico suizo, quien posee una clínica privada muy afamada entre la clase pudiente del país, creará en Bärlach una sospecha que deberá confirmar: ¿son ambas la misma persona?. Disquisiciones detectivescas y filosóficas se entremezclan en la investigación que el viejo comisario emprende por su cuenta y riesgo. Es su amor por la Justicia, su fe ciega en que existen unos valores morales y cívicos que deben cumplirse, la que le llevará a conocer una serie de personajes tan entrañables como monstruosos y terroríficos: el extravagante Gulliver; el enano asesino; la fanática e ingenua enfermera Klari, el pobre y lunático Forstchig... la perversa doctora Marlok. En fin, un viaje al miedo más primitivo: el del hombre solo e impotente, atado a un lecho y a una enfermedad que limitan sus actos, pero no sus pensamientos ni sus sentidos.
     Junto a la lograda recreación de la clínica y a la descripción impecable de los momentos más tensos; Dürrenmatt, solapadamente, realiza una crítica ácida y directa a una sociedad como la suiza. En ese aspecto se asemeja a su compatriota y compañero generacional Max Frisch. Nuestro autor se enfrenta a las bases sociales de un país, Suiza, modelo de convivencia y civilidad, pero que es capaz de olvidarlo todo cuando suena el sonido del dinero o cuando se ciega ante la falsa respetabilidad. La hipocresía suiza ¾su neutralidad no le impide acoger el dinero de criminales o terroristas declarados¾ es la que permite y sustenta la existencia de seres como el doctor Emmenberger, el antagonista de la obra, el criminal nazi que no duda en crear un infierno en el paraíso suizo.

       Termina uno la lectura y sabe que la fe de Bärlach (como la de su autor) aparece únicamente en el mundo novelesco... lamentablemente.

Friedrich Dürrenmatt,
La sospecha, 
Ed. Tusquets. 181 págs.

jueves, 11 de septiembre de 2014

¡YA ESTÁ AQUÍ!

Amigas y amigos:

Me dice el editor de Agua Clara que a partir del próximo lunes 15 de septiembre, PUZLE DE SANGRE ya estará a la venta, al módico precio de 12 euros.

Si no pudisteis acceder a la versión digital, ¡ahora es el momento!

Así que ya podéis salir escopeteados hacia la librería más próxima.

Mario (El Libros) y un servidor (El Socio) os prometen diversión segura. Y si no conseguís reíros, el espléndido Mario dice que os devuelve el dinero... Dice...

Un abrazo a todas y todos, y que lo disfrutéis,

Pepe Payá

sábado, 6 de septiembre de 2014

LA SOLEDAD DE LOS PIRÓMANOS: revisitando a Javier Tomeo


        Que Javier Tomeo (1932-2013) es un autor difícil es algo que no debe sorprender a aquellos que hayan accedido a la extensa obra del autor aragonés. La dificultad de Tomeo no descansa en el argumento de sus novelas, sino en la arquitectura, en el armazón sobre el que el autor las ha edificado. Hay obras donde el andamiaje ¾complejo, milimétrico¾ destaca sobremanera (como en El castillo de la carta cifrada o en El discutido testamento de Gastón de Puyparlier); y otras donde sólo la mirada certera y crítica, la lectura atenta y profunda puede desvelar el artilugio que sustenta la obra (como en El crimen del Cine Oriente). La soledad de los pirómanos pertenece al segundo grupo: todo parece anodino, trivial, rozando la monotonía. No en vano la obra habla sobre el aburrimiento de la cotidianidad, sobre la paradójica soledad en una mundo superpoblado. Únicamente una lectura detenida y atenta nos permite descubrir la arquitectura que descansa y sostiene el edificio argumental.
Quizás homenajeando o quizás parodiando al Ulises de Joyce, la novela transcurre en un único día: un sábado de noviembre, en una ciudad portuaria cuyo nombre se omite (aunque ciertos datos nos remiten a Barcelona). Tomeo utiliza el recurso de la primera persona para contar la historia, que se desarrolla en tiempo presente. Los hechos narrados no han pasado, sino que pasan en el momento en que son relatados. Aunque la verosimilitud se resiente, los lectores ganamos en inmediatez.
      La vida anodina de un soltero, Rafael, el narrador, aparece tiznada de personajes tan hundidos en la soledad como el propio protagonista: su amigo Ramón (especie de alter ego del propio autor), su gata Julieta... Y ante la escasez de hechos y acontecimientos relevantes, el narrador debe sumergirnos en las descripciones detalladas y puntillosas de todas las cosas que le rodean. Ahora se homenajea o parodia la noveau roman francesa. Quizás la soledad agudice los sentidos: todo se ralentiza, todo parece cobrar una importancia que no creíamos existiera. Pero al mismo tiempo la soledad nos vuelve egoístas: nuestra mente, ociosa, decide convertir nuestras debilidades en grandezas, tergiversándolo todo. Rafael es un maniático que, a pesar de la socarronería de sus opiniones, no nos puede resultar simpático; nos decantamos por el torpe y tímido Ramón, con sus intentos por enamorarse, con su afán por desasirse de la influencia de Rafael, de salir de la monotonía mecánica, de la vida aburrida que soporta y a la que intenta no resignarse.
       En esa vida gris y aburrida, donde la televisión ha sustituido al Otro, donde el diálogo no existe, donde los fines de semana son una carga y no un premio; en la monotonía de la existencia de Rafael y Ramón, los misteriosos incendios que se declaran en la ciudad devienen un soplo de aire fresco, de renovación. Hay un resquicio por donde poder introducir su imaginación, por donde destilar la sensación de inutilidad y agobio que desprende la vida de los dos solteros.
      La presencia de una niña pelirroja en las cercanías de los incendios se convierte, en la mente inestable del narrador, en una elemento vital: es una grieta en el muro de su existencia gris, es un acicate que remueve su imaginación, su capacidad para fantasear... aunque el precio sea la muerte... La obsesión del narrador hacia la niña pelirroja contagia al lector quien, asombrado, se deja llevar por el monólogo retorcido de Rafael: miramos por la ventana y sentimos alivio al comprobar que ninguna niña pelirroja acecha nuestra casa.

       Termina la novela con una nota de suspense que nos deja en vilo, al pie de un precipicio. Advertimos entonces que la soledad ha sido la verdadera protagonista y que la tristeza que desprenden las páginas tardará todavía un tiempo en borrarse de nuestra alma. Hace un siglo los escritores románticos exaltaban la soledad; en el siglo XXI la soledad ha dejado de ser “un precioso bálsamo” para convertirse en un cáncer.

Javier Tomeo,
La soledad de los pirómanos,
Ed. Espasa Calpe, 2001. 183 págs.

martes, 26 de agosto de 2014

LA FUENTE DE LA EDAD: un clásico del siglo XX


     Cuando realizaba el hoy tantas veces añorado C.O.U., el profesor Ángel Luis Prieto de Paula nos recomendó ¾pues figuraba en el temario¾ comprar y leer La fuente de la edad de Luis Mateo Díez (León, 1942). Corría el año 1987 y la obra, que había visto la luz en octubre del año anterior, había recibido el Premio Nacional de Literatura y el de la Crítica. Recuerdo que su autor no figuraba en las Enciclopedias: por aquel entonces apenas había publicado un par de libros de cuentos y había colaborado ¾con su amigo José Mª Merino¾ en algunas revistas y antologías poéticas de los años 70. Con su ojo crítico y certero, con su vehemencia y su entusiasmo hacia todo lo literario, Prieto de Paula ya la consideró como una obra maestra. Las repetidas reediciones, y la inclusión en la la colección Letras Hispánicas de Cátedra, corroboran la sabia elección de mi profesor. Vuelvo a abrirla y siento que la edad (y la lectura de otras obras) me ayuda a sumergirme todavía más y mejor en las peripecias de los Cofrades; pero también sé ¾y de algún modo me entristezco¾ que nunca podré aprehenderla por completo, por muchas lecturas que realice: es la condición de las obras inmortales.
    Cuesta resumir una obra que destila buen hacer y humorismo en cada página, en cada línea, en el dibujo preciso y genial con el que está descrito cada personaje (y son muchos), cada situación o peripecia. Para aquellos que se aproximan a ella por vez primera solo cabe transmitirles un consejo: la paciencia siempre da su sufro. Y digo esto porque, en una época regida por la prisa y la precipitación, la lectura de una obra tan densa puede llegar a cansar. También la novela elige a sus lectores: cuando las 40 primeras páginas nos hayan agotado, debemos pensar que nosotros no somos dignos de continuar con la lectura, que la sorpresa última y genial nunca nos será concedida. No se trata de una obra aburrida ¾yo soy el primero en huir de ellas¾, pero sí de una obra difícil, de una obra sin desperdicio y sin concesiones. La exigencia es alta; pero el premio final es de los que marcan para siempre.
      Componen la novela 15 capítulos divididos en tres partes que representan el esquema explícito del modelo clásico: la presentación de los personajes ¾un grupo de amigos (los Cofrades) que intentan huir de la monótona vida provinciana de la postguerra¾; la irrupción del conflicto ¾la supuesta existencia de una fuente de aguas virtuosas¾ y la resolución ¾la búsqueda de dicha fuente¾; y por último, el fracaso y la herida del primer intento ¾la fuente¾ se sutura con el éxito de la venganza. He aquí la columna vertebral de la obra, plagada ¾como no podía ser menos¾ por los más quijotescos y variopintos personajes que imaginarse pueda: desde los Cofrades protagonistas ¾marginales y algo bohemios¾ hasta sus rivales ¾representantes del Orden y la sociedad biempensante¾; pasando por el estrafalario Olegario el Lentes, o Celenque el mulo condenado, o Publio Andarraso el loco poeta ripioso, o la vieja Manuela Mirandolina, o el pastor zoófilo Belisario Madruga o la sonámbula Dorina.
    Todos y cada uno de ellos desfilan por la novela dejando su grano de arena que ayudará a configurar el tema: el enfrentamiento, la lucha sin cuartel entre la gris y monótona realidad, la anquilosada vida cotidiana ahogada por el lastre de una sociedad provinciana y retrógrada; contra la fantasía, la imaginación, el amor por la aventura y el humor que proponen los Cofrades como alternativa a una vida que no es tal. Es la lucha eterna entre Realidad y Deseo, entre lo establecido y el afán por dar la vuelta a la tortilla y al pensamiento amojamado. El final deja las puertas abiertas para las múltiples interpretaciones: al éxito y la alegría por la venganza se opone la imagen brutal ¾representada por el último acto de la sonámbula Dorina¾  del vivir diario, de la puta realidad.

     No hay mejores palabras para definir La fuente de la edad que las del propio autor: “Es la historia de unos personajes que viven en la muerte y buscan la vida”.




Luis Mateo Díez,
La fuente de la edad,
Ed. Cátedra.

jueves, 21 de agosto de 2014

CASA DERRUIDA


                        

     
    Nada queda en tu rostro salvo piedras,
ladrillos, travesaños, vigas, nada.
Un fue que ya no existe ni es pasado
hoy pace en la derrota de tu arena.

         Contemplo los montones
de yeso, cal y llantos:
quebradas escaleras, puertas rotas,
juguetes olvidados junto a perchas
desnudas, cachivaches desmayados.

         No hay risas ni gritos. No hay besos;

y la desolación deviene en asco.

viernes, 15 de agosto de 2014

LOS CAPRICHOS DE LA MUERTE: un Saramago genial y divertido

        Cuando termino de leer Las intermitencias de la muerte, publicada por el Nobel portugués José Saramago en 2005, hay dos ideas que me rondan por la cabeza. La primera: la fuerza de un hombre de 83 años (nació en 1922) para concluir una obra tan notable como la que acabo de leer; la capacidad intelectual y física (porque escribir supone un esfuerzo físico que muchos desconocen) de un hombre que todavía es capaz de publicar dos novelas más —El viaje del elefante (2008) y Caín (2009)—; un libro autobiográfico —Las pequeñas memorias (2006)—; y una colección de relatos y pensamientos —El cuaderno (2009)—, antes de dejarnos en 2010. ¡Extraordinario! No concibo otro adjetivo.
          La segunda idea se refiere al optimismo que destilan las páginas, al afán de seguir viviendo que posee el octogenario escritor y que el lector advierte conforme van avanzando las palabras. No he leído toda la bibliografía de Saramago, pero de todas las novelas que he tenido la dicha de leer (y con las que espero todavía deleitarme) estoy por asegurar que esta novela es la más optimista, la más alegre de todas. ¡Y eso que el tema —con la muerte como protagonista— parece presagiar lo contrario!
       He aquí, muy sucintamente, el argumento: En un país innominado, pero que el lector asiduo a Saramago muy pronto reconoce —porque se parece mucho al que ya utilizó en Ensayo sobre la ceguera (1995) y Ensayo sobre la lucidez (2004)—, la muerte deja de actuar. Parte el autor de una proposición contraria a la evidencia de los hechos corrientes y terrestres: puesto que la muerte deja de actuar durante muchos meses, nadie fallece en ese país. Lo que puede parecer una bendición no tarda en devenir en desgracia: los hospitales se abarrotan; las funerarias quiebran; los familiares viven en un estado de ánimo siempre alterado al ver que sus mayores no fallecen; la iglesia pierde su razón de ser puesto que si nadie muere nadie ha de resucitar en otra vida mejor. El hundimiento económico del país se prevé en pocos años puesto que el mantenimiento de las personas ancianas es cada vez mayor. Surgen las mafias (maphia, en la novela) que ayudan a transportar a los enfermos al país vecino, donde nada más cruzar la frontera fallecen.
       No es una obra pesimista, sino todo lo contrario porque la muerte es tratada como un ser humano y no como una entelequia o un poderoso espíritu: tiene sus dudas, sus vanidades e incluso sus errores.
        Por supuesto, Saramago no abandona su particular estilo escritural. Un estilo que, a quien se acerque por vez primera al autor portugués, no dejará de sorprenderle. Las novelas de Saramago son de difícil lectura, no por el nivel del lenguaje, sino por cuestiones estilísticas y si se quiere, de maquetación. Enormes párrafos donde el diálogo se imbrica y forma parte de la narración, sin marcas gráficas que lo señalen. Hay que añadir la ausencia de mayúsculas en los nombres propios. Rasgos que podríamos denominar vanguardistas pero que en el autor portugués son la carta de presentación.

          No les desvelaré el final de la novela, pero ustedes mismos podrán comprobar que termina tal y como empieza: «Al día siguiente no murió nadie». Una gran obra crepuscular de una de las voces más originales de la literatura universal. 

lunes, 11 de agosto de 2014

REFLEXIONES EN TORNO A LA LITERATURA (1)


         Hace un par de horas que he terminado de leer la novela El verano de los juguetes muertos, de Tony Hill, publicada por Random House en 2011. Teniendo en cuenta que la tomé ayer prestada de la biblioteca antes del mediodía, puedo decir con total propiedad que la novela de marras me ha durado un día. Y no es para menos. La obra es entretenida y el argumento está muy bien desarrollado, de modo que te mantiene en vilo constantemente. Salvo el final, que me recuerda demasiado a los “Continuará…” televisivos, por lo demás me parece una novela conseguida… Si es que lo que pretendía Tony Hill era entretener. Porque no hay más. Si el objetivo era conseguir una obra literaria entretenida, el autor lo ha cumplido sobradamente.
           La novela se desarrolla en tres planos argumentales. Primero, el inspector Héctor Salgado, de la policía barcelonesa, está metido hasta las cejas en un caso de abuso policial que se complica cuando tiene todas las papeletas para ser acusado de asesinato. Segundo, los suicidios (o asesinatos camuflados de suicidios) de dos jóvenes —primero un chico, luego su amiga— de la alta burguesía barcelonesa sirve para poner al descubierto toda la basura de un grupo de gente (tres o cuatro familias) que parecen una cosa, pero que resultan ser la contraria: perversas, hipócritas, embusteras y otros muchos adjetivos negativos. Tercero, estas extrañas muertes despiertan un suicidio “dormido” ocurrido quince años antes y que sirve para clarificar y resolver los misterios del presente.
           Todo ello está muy bien servido mediante una escritura funcional y ágil, muy inclinada hacia el diálogo, con escasas digresiones y descripciones, con pocas metáforas; donde todo está masticadito… tan masticadito que por un momento recuerda a la literatura juvenil (nada que objetar, si es lo que pretendía el autor, claro). Además, los tres argumentos “misteriosos” se ven salpicados por las vidas cotidianas de los policías encargados de resolverlos: Salgado, su ex mujer y su hijo, al que hace más de un mes que no ve; la agente Leire Castro y su embarazo no deseado…
          La novela me ha gustado: he disfrutado leyéndola, he pasado las páginas ansioso por desvelar el arcano del argumento… En pocas palabras: me lo he pasado “pipa”. Desde el punto de vista del entretenimiento es una obra notable… ¿pero es una buena novela “a secas”, una buena obra literaria? Y aquí empiezan las reflexiones que, como tales, no tienen que tener un hilo conductor férreo e inamovible y, así, cual mariposas, van brincando de flor en flor y de tema en tema.
            Estas reflexiones que realizo en voz alta nacen del recuerdo de dos citas.
         La primera: entre las páginas de Jorge Luis Borges, quien, por cierto, fue un gran defensor de la novela policial, se lee esta verdad como un templo: «Es absurdo pretender alargar una adivinanza durante trescientas páginas». Creo que no hay mejor definición de la novela policiaca: algo absurdo por inverosímil; pero el lector que abre uno de estos libros firma un contrato invisible con la ficción y con la verosimilitud, sabe a qué se expone, sabe qué busca. Borges escribió esa oración con el propósito de defender el relato policial, por cuya brevedad y concisión lo veía más cercano a la esencia de lo policíaco. El verano de los juguetes muertos tiene 360 páginas. Si hemos dicho que son tres los enigmas que hay que solventar: ¿es de recibo alargar una adivinanza durante 120 páginas? Alguien dirá que hay algo más que una mera adivinanza, que un enigma; que nos habla de los sentimientos de los personajes, de una sociedad caduca y decadente; que la novela expone temas candentes como el problema de la droga, el abuso de menores… Me parecen pamplinas. La esencia de una novela de misterio está en un enigma (crimen, robo, secuestro…) que ha de quedar resuelto al finalizar la obra; todo lo demás me parece a mí que es superfluo y en muchos casos solo sirve de relleno para dotar de más enjundia al relato, para justificar los 15 euros que te ha costado el libro y que, si tuviera únicamente 5 o 10 páginas, nos parecería una tomadura de pelo.
        Alguien puede pensar que no me gusta la novela policiaca. Craso error. Además, ya he dicho al inicio (para que no hubiera ningún malentendido) que El verano de los juguetes muertos me ha gustado… Lo que no me atrevo a decir es si es una buena novela “a secas”. Siempre he pensado que uno de los objetivos de la literatura era describir y, en cierto modo, fijar el mundo que nos rodea. A veces, lo entendemos más a través de una obra literaria que mediante la inmediatez de nuestros ojos y nuestro entendimiento. El otro objetivo de la literatura consiste en crear cosas “hermosas” (a veces horriblemente hermosas) mediante el uso del lenguaje… Si una novela no se preocupa mucho en el lenguaje que utiliza, no intenta “crear” con él sino únicamente “describir”... ¿Es una buena novela?
           De las últimas diez obras que leído cinco eran piezas teatrales —por motivos académicos y porque, no voy a negarlo, me gustaban—; una era un ensayo sobre el director Brian de Palma; otra, una novela “a secas” (Las intermitencias de la muerte, de Saramago; que, pese al título, no es una novela policiaca); las otras tres eran novelas policiacas (Abril rojo, de Roncagliolo —que me gustó—; El asesino hipocondríaco, de Muñoz Rengel —que terminó aburriéndome por lo reiterativo—; y El verano de los juguetes rotos). Además, comencé dos novelas policiacas que no terminé (antes no me había pasado nunca… Debe de ser cosa de la edad, no sé): Enemigo innúmero, de Carlos Soto, que terminé cerrando definitivamente cuando llevaba más de 200 páginas: encuentro un afán de estilo digo de elogio, un tratamiento original de un tema muy sobado (el psicópata criminal)… pero me pudieron las repeticiones, la lentitud de la historia que no parecía moverse nunca, lo confuso y reiterado de algunas descripciones. Consideré que no era yo el lector modelo de esa novela y la abandoné. No hay que confundir la prisa con el ritmo: le faltaba ritmo a la historia y terminó por aburrirme, porque no me interesaba lo que pudiera pasarle a tan excepcionales personajes. La otra, La ira del Fénix, de Rafa Melero, me pudo mucho antes, a la treintena de páginas: me pareció que estaba muy mal escrita, con un estilo soso y anodino que me recordaba a las redacciones escolares que en ocasiones mando a mis alumnos. No llegué a saber si era entretenida; me pudo comprobar que no era buena literatura, al menos tal y como yo la entiendo. Fue por ese motivo que la abandoné… Sin duda gustará a muchos lectores (me alegraré por ellos y por el autor de la novela), pero no a mí.
           Si el segmento se amplía hasta los 20 últimos títulos leídos habría que incluir seis novelas policiacas más. Es decir, nuevo títulos de veinte. No es exagerado afirmar que el 45% de las obras literarias que leo a lo largo del año (de todos los años de mi vida) pertenecen al género policiaco. Así que, perdonad que no sea humilde, pero de novela policiaca algo sé… y también de literatura.
         ¿Cuántas de estas obras policiacas que leo anualmente pueden ser consideradas buenas novelas? No únicamente buenas novelas policiacas, sino buenas novelas “a secas”: que tengan un afán de estilo, que creen un mundo mediante el lenguaje, que vayan más allá del mero misterio a resolver… que sean inolvidables. Porque lo sé: dentro de varias semanas no quedará en mi cabeza nada del argumento de El verano de los juguetes muertos; como me ha pasado con decenas de novelas policiacas “funcionales” (cfr. Christie, Dickson Carr, Ellery Queen, Sjowall, Fred Vargas, los cuarenta mil escandinavos, Donna Leon...). Es también una suerte: puedo leerlas dentro de un par de años como si fueran la primera vez. Quien no se consuela es porque no quiere.
       ¿Y a qué todo esto? Bueno, ya lo dice el título: reflexiones. Mis reflexiones y mis pensamientos. Que no todos compartirán, claro, y que quizás a algunos les molesten; y que también puedo modificar dentro de un tiempo porque en cuestiones artísticas prefiero no tener unas ideas fijas.
         He citado a Borges y sus palabras. La otra cita que me ha venido a la memoria tras leer El verano de los juguetes muertos es más reciente. Con motivo de la publicación de la nueva novela de Carlos Zanón (de quien no he leído ninguna; pero no ha de ser mal escritor cuando tiene varias publicadas en RBA y, además, es poeta. De esa faceta sí conozco su poesía completa publicada por Playa de Ákaba, Yo vivía aquí; que me parece interesante) fue entrevistado por Revista L y más (junio 2014).
              Pregunta: La mitad de los escritores andan (literariamente) en el mundo criminal: las librería ya                     parecen  el Chicago de hace un siglo. ¿Es moda, cuestión editorial o un delito?
              Respuesta: Es aburrido. Los géneros florecen cuando faltan grandes escritores.

        Estoy de acuerdo. Un somero vistazo a los escaparates de las librerías o a las listas de novedades editoriales lanza un saldo muy positivo favorable a la novela policiaca. Pero hablamos de cantidad, claro… ¿Y de calidad?
        Lo que más me jode es que, también yo, para no ser menos, me he sumado a esta “moda” negra o policiaca. Las cuatro últimas novelas que he escrito pertenecen al género de misterio, con más o menos negritud: la más negra se publica este otoño, Puzle de sangre; otra, más cercana a novela policiaca clásica, lo hará en el invierno de 2015, La última semana del inspector Duarte; las otras dos están escritas pero aún andan batiéndose por algunos premios literarios (por eso prefiero no mencionar sus títulos) y por algunas editoriales. Así que, en cierta medida, también he ayudado a esta moda que, como todas las modas es pasajera y a la postre negativa… pues no existe por naturaleza, sino para combatir a una anterior (en este caso la histórica) y será desplazada por otra que llegue o que ya está aquí (la erótica u otra cuya denominación todavía no se conoce).
        ¿Y todo esto por qué, se preguntará el lector? Por nada en concreto. Ya dije que todo esto me había asaltado al cerrar El verano de los juguetes muertos, una buena novela policiaca pero no una buena novela. Lo malo de las modas que están tan arraigadas es que, con el paso del tiempo, terminan por estragar los paladares de los lectores. Así, alguien que únicamente consuma novela de género puede decir que memeces como La verdad sobre el caso Harry Quebert, de Joël Dicker, es buena literatura. Será un buen entretenimiento (aunque yo me aburrí como una ostra, puedo admitir que alguien se divirtiera), pero no buena literatura.
        No quiero decir que entretenimiento y calidad estén reñidos. Solo hay que pensar en El mapa del cielo, de Félix J. Palma, por ejemplo, para advertir que la buena literatura también puede ser entretenida.
        Pero en fin, otro día seguiremos reflexionando.


sábado, 9 de agosto de 2014

FÉLIX J. PALMA: lectura sin complejos

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    Los propósitos del escritor son los mismos que los del lector. ¿Por qué se escribe, por qué se lee un determinado tipo de libro?
     Hay autores que pretenden cambiar la historia de la literatura con sus obras, incluso algunos, la historia de la humanidad (pienso en Roth, en Coetzee, en Mann)
     Hay otros cuya intención estriba en explicitar sus experiencias, compartirlas con los lectores (pienso en Irving, en Muñoz Molina, en Galdós).
      Existe un tercer grupo que únicamente pretenden divertirse y, por tanto, divertir con sus obras (pienso en Mendoza, en Wodehouse, en Rafael Reig).
     Félix J. Palma (Sanlúcar de Barrameda, 1968) pertenece a este grupo: su principal cometido es disfrutar escribiendo y transmitir a sus lectores esa alegría y ese amor por la fantasía. Y lo consigue. No es un genial escritor, pero sí es un narrador notable, un contador de historias extraordinario, con un caudal de imaginación del que la literatura española parecía huérfana. Y sobre todo, con un desparpajo que le lleva a romper todos los moldes tácitamente establecidos en el canon literario.
    Si hace cinco años nos había entusiasmado con la excelente El mapa del tiempo (Alianza Editorial), vuelve ahora a dar una vuelta más de tuerca en su no menos notable El mapa del cielo. La similitud de los títulos no es casual: esta última es una especie de continuación de la primera, pero independiente. Aunque se repiten algunos personajes, estos viven nuevas aventuras.
      El lector que se atreva a leer cualquiera de Los mapas ha de estar dispuesto a ingresar en un universo literario donde todo es posible, donde junto a personas y personajes que realmente existieron (Jack El Destripador, los novelistas H. G. Wells o  Edgar Allan Poe, por ejemplo) puede encontrarse con falsas máquinas del tiempo, verdaderos viajes temporales, expediciones a la Antártida, inmortales y arrebatadoras historias de amor, invasiones extraterrestres y decenas de maravillas que Félix J. Palma no duda en introducir en su obra sin ningún tipo de complejo, con plena naturalidad, dotando a la obra literaria de aquello que había sido su primer y principal propósito, pero que la Alta Cultura había desterrado: la capacidad infinita de fabular.
      Desde hace casi una década, quien firma este artículo ha advertido una nómina de escritores que están incorporando a la literatura española unos temas que, hasta hace poco, parecían ser patrimonio exclusivamente de plumas extranjeras. Me refieron a nombres, por citar algunos, como Andrés Pérez Domínguez (La clave Pinner, El factor Einstein, El silencio de tu nombre) —con argumentos dignos del más clásico Le Carré, Len Deighton o del añorado Ken Follet policiaco—, Claudio Cerdán (El país de los ciegos) o Marío Martínez (Puzle de sangre) —ambos rompiendo clasificaciones dentro del aparentemente muy delimitado género negro—. Notables narradores todos ellos, no tienen ningún complejo a la hora de embarcarse en argumentos que parecían vedados para nuestra literatura, desde hace mucho tiempo anclada en guerras civiles, posguerras depresivas y opresivas, pajas mentales metaliterarias, aburridas novelas históricas saturadas de datos, esoterismo de chicha y nabo, sectas secretas que no lo son tanto y etc., etc., etc. Con Félix J. Palma a la cabeza, estos autores (y otros más que no cito por olvido o falta de espacio) parecen empeñados en desterrar los fantasmas y la amenaza de la Alta Cultura: escriben porque disfrutan haciéndolo, porque no pretenden sino entretener y hacer soñar al lector, porque comprenden que el mundo es ya de por sí demasiado complicado y gris para insistir en ello.
     Resulta imposible compactar en unas pocas líneas el argumento de las más de 700 páginas de El mapa del cielo: el autor no deja de sorprendernos en cada una de ellas. Hay momentos en que su discurso parece patinado por la mano maestra de Chesterton y otras por la prosa ágil y saltarina de Wells o Verne. Seguro que habrá quien la tilde de pastiche. ¿Y qué? ¿Acaso toda la literatura no es un pastiche de las grandes obras griegas? La Eneida es el primer pastiche del que tenemos conocimiento. Lo que hace grande a Félix J. Palma es no intenta ocultar el origen espúreo de algunos de sus momentos. Hay un poco de todo: novela de anticipación o de ciencia ficción, a ratos histórica, a ratos romántica, ramalazos de Matrix y sus secuelas, recuerdos de La cosa, la película que dirigiera John Carpenter, momentos apocalípticos; pero también hay, por encima de todo, un afán por disfrutar, por deleitarse en la lectura y en la escritura. Quien esto escribe ha de confesar que ya hacía muchos años que no se lo pasaba tan bien leyendo un libro. El mapa del cielo no pasará a la posteridad como una obra capital de nuestra literatura, pero si quieren ustedes pasar unas horas de gozo, de vuelta a cuando eran niños e inocentes y acudían a los libros en busca de unos mundos que nunca hallaríamos en nuestra ciudad o en nuestros pueblos, si lo que buscan ustedes es olvidarse de las novelas y novelistas de las cejas alzadas, de las obras que han de leerse con el diccionario al lado, de los best-sellers deslavazados y escritos de mala manera. En pocas palabras: si quieren volver a pasárselo pipa leyendo una buena novela, no duden en echarse de cabeza, desde el trampolín, sin manguitos ni chaleco salvavidas, a los dos mapas: el del tiempo o el del cielo. Comiencen ustedes por el que les apetezca: ninguno les va a defraudar.
     O si lo prefieren aguarden unas semanas porque durante este otoño que se avecina llega la tercera entrega: El mapa del caos.

      Como dice uno de los personajes de El mapa del cielo: «Los libros me mantienen vivo… Los escritores realizan un trabajo extremadamente valioso: hacen soñar a los demás, a quienes no pueden soñar por sí mismos. Y todo el mundo necesita soñar. ¿Existe acaso un trabajo más importante?». Amén.

Félix J. Palma,

El mapa del tiempo, Ed. Alianza.

El mapa del cielo, Plaza & Janés.

El mapa del caos, a la venta en otoño.