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lunes, 7 de septiembre de 2015

84, CHARING CROSS ROAD: el amor a los libros


     La novela me la recomendó, hace tiempo, mi amigo Emilio Soler. Y yo, que soy más joven y menos inteligente, le hice caso. Lo malo es que no recordaba el título ni al autor (que luego resultó ser autora). Pensé en acudir a alguno de los grandes almacenes que pueblan vuestra (nuestra) ciudad pero, ¿cómo buscar algo que carecía de nombre? Recordé que siendo universitario pregunté a una joven y simpática dependienta de un almacén con reminiscencias británicas si tenían El banquete de Platón, puesto que lo había buscado en Alianza (donde sabía que había sido publicado) con escaso éxito. La muchacha respiró reflexivamente, miró al cielo en busca de inspiración y dijo que probase en la sección de libros de gastronomía. Yo arqueé la ceja izquierda (que empleo para la sorpresa y el sarcasmo): “Me parece que ahí no va a estar”, dije (o algo parecido). La muchacha sonrió y muy resueltamente concluyó: “Entonces es que se ha agotado, pero seguro que mañana lo han repuesto. Es un libro que se vende mucho”.¡Cómo no! El Banquete de Platón, ¡un best-seller que te cagas! (con perdón) ¡Ni Arguiñano, tú!
      En fin, mejor buscar en una librería “de verdad” y no en un parking de libros. Entré en 80 Mundos y pregunté a la dependienta (menos atractiva que la anterior, pero no menos simpática) si tenían un libro del que no sabía su título, ni su autor, pero sí su argumento. La mujer no pareció sorprenderse. Yo le referí el argumento (que sólo conocía por lo que de él me había dicho mi amigo Emilio). La mujer sonrió, rogó que esperase y llamó al dueño. Fernando Linde acudió solícito al quite y al reto. Yo volví a referir todo lo anterior. Él me ayudó: ¿está en Anagrama? Recordé que sí, que allí estaba. Volvió a su mesa, se sentó en el ordenador, se levantó y acudió a los estantes, buscó, buscamos los dos, me vinieron a la mente las palabras “Charing Street” y las pronuncié; de nuevo él volvió al ordenador. Me dijo: sí, también hay una obra de teatro y una película. Yo asentí, pero no estaba seguro. (Él sí había acertado). Tengo el título: 84, Charing Cross Road en Anagrama —me dijo. Y rápidamente dejó su mesa, buscó en varios anaqueles y finalmente me dio el libro que, hace no menos de dos horas, he concluido.

    Imagino que el lector de esta reseña se estará preguntando a qué viene todo esto. Pues resulta que el citado 84, Charing Cross Road de Helene Hanff versa precisamente sobre el amor a los libros de una pobre escritora neoyorquina, y de su relación con los empleados de una librería londinense que conocen, aman y se vuelcan en su trabajo. El libro ha sido reseñado cientos de veces; sin embargo yo no quería dejar de constatar mi cariño a la novela y mi homenaje a los verdaderos libreros. He dicho.

Helene Hanff,

84, Charing Cross Road,  Anagrama, 126 páginas.

sábado, 29 de agosto de 2015

MEDIA VIDA, de V. S. Naipaul


VIDAS DE MEDIO PELO

     Mejor tarde que nunca. Debo confesar que Media vida es la primera, y hasta el momento la única, novela de Naipaul (Isla de Trinidad, 1932; y Nobel en 2001) que he leído.
   El origen indio de V. S. Naipaul se deja traslucir en el protagonista: el también indio Willie Chandran. El argumento de la novela es prácticamente inabarcable pues muestra una gran variedad de personajes y lugares de la geografía mundial. En esencia la obra narra la historia —fragmentada, repleta de elipsis; nunca completa— de dos generaciones de la familia Chandran, abarcando alrededor de medio siglo —desde los años veinte hasta  la década de 1970.
     Se estructura la obra en tres largos capítulos. Cada uno de ellos está narrado desde un punto de vista distinto, alternando la primera y tercera persona verbal. Esto que en otro autor hubiera sido muestra de debilidad e inmadurez, en Naipaul aparece como algo natural, plenamente acertado. El primer capítulo está narrado por Willie Chandran, padre, y se desarrolla en una India anterior a la Independencia. Este retazo de la vida del padre nos presenta a un personaje de carácter débil e inconstante que llega a convertirse en un consejero y hombre santo por mera casualidad... y que luego no puede dejar de serlo. La vida, pues, se nos muestra como un hecho teatral, mera representación que ahoga los verdaderos sentimientos del protagonista.
     El segundo capítulo está narrado en tercera persona y cuenta la vida de Willie Chandran, hijo. La acción se desarrolla durante la década de 1950 en Londres, donde el muchacho está estudiando. Willie reinventará unos orígenes que le avergüenzan y despertará a un mundo donde sexualidad y vida intelectual parecen solaparse. La descripción del mundillo bohemio presenta una sucesión de personajes cutres y variopintos que no tiene desperdicio.
    El tercer capítulo comienza en tercera persona con un Willie —incipiente escritor de cuentos— enamorado de Ana, una chica luso-africana, a la que seguirá hasta Mozambique. Los 18 años que pasa en la colonia portuguesa son narrados por el propio Willie. El libro concluye con un protagonista con cuarenta años... en la mitad de su vida.
   Un sentimiento extraño se desprende del libro: nada parece tener sentido. Las vidas de los personajes se muestran cojas, faltas de algo (pero, ¿de qué?), insatisfechas en cualquiera de sus vertientes (anímica, sexual, económica, social, intelectual). Naipaul describe «vidas de medio pelo»: corrientes, anodinas, fracasadas. Y uno, como lector, se pregunta por qué no hay una vida plena, por qué existe siempre alguna carencia, algún estigma que imposibilita a los personajes completar plenamente su existencia... Bajo la escritura de Naipaul estos personajes se mueven y actúan como títeres o actores teatrales; todo parece falso y artificial, como la interpretación de una comedia burguesa (con líos de alcoba, con problemas económicos), o  de una obra lopesca: con acumulación de escenarios (la India, Londres, Mozambique, Berlín Occidental...). Esta manera simple de narrar pone sobre el tapete la vaciedad de las acciones humanas, la mera representación que diariamente realizamos cara al resto de personas que nos rodean. Media vida es una obra de lectura fácil que puede llevar a engaño: el final, de hecho, nos golpea con su abrupto corte y nos lleva a una pregunta: ¿qué vida ha llevado Willie? ¿realmente hizo alguna vez su deseo? ¿qué vida han llevado todos y cada uno de los personajes que han discurrido por el libro?

    Oscar Wilde, con su acidez y amargura, dijo algo semejante: el ser humano actúa como si la vida que realiza fuera el ensayo general de una representación futura. Se equivoca, y ya es demasiado tarde cuando comprende que no era ningún ensayo lo que vivía, sino el estreno único y definitivo, irrepetible.

V. S. Naipaul,

Media vida, Debate, Barcelona, 2003. 235 páginas.

lunes, 24 de agosto de 2015

EL CONSEJO DE EGIPTO, de Leonardo Sciascia.


   Lamentablemente, la obra del italiano Leonardo Sciascia (1921-1989) es ignorada por la gran mayoría de los lectores españoles. Figura fundamental de la novela italiana de postguerra, su producción se ha visto, quizás, ensombrecida por la de autores de su generación como Moravia, Calvino o el fugaz y prodigioso Lampedusa. A partir de los años 70 su obra tuvo cierta revalorización cuando sus dos mejores novelas fueron adaptadas al cine: Todo modo y El contexto. A España llegó también en esa década a través de la editorial Noguer; aunque sería Tusquets quien, en la década siguiente (y hasta el presente), tiene el firme propósito de publicar la casi totalidad de sus novelas a través de la Colección Andanzas y la Colección Fábula.
    En El Consejo de Egipto, obra de 1963, Sciascia muestra ya las virtudes que habrían de emerger plenamente en su obra posterior. Una capacidad grandiosa de fabulación, una sutil ironía, una aparente ambigüedad ideológica que irremediablemente desemboca en la denuncia de la injusticia. El argumento de la obra no tiene desperdicio: en la Sicilia de finales del siglo XVIII, la sociedad —sobre todo la nobleza— palidece ante los horrores que pueden provenir de la vecina Francia revolucionaria. La Ilustración todavía no ha llegado a aquellas latitudes y la superstición campa a sus anchas. Aprovechándose de una casualidad, el abate Vella, ambicioso y sin escrúpulos, finge traducir un antiquísimo códice escrito en árabe —«El Consejo de Egipto»— donde se ponen en entredicho los provilegios de la aristocracia siciliana en beneficio del poder Real y monárquico. El fraude —pues no existe tal códice, sino que es el mismo traductor quien lo inventa y escribe empleando una jerga propia— va a remover los cimientos de la sociedad palermina; y el abate Vella va a ver engordar sus arcas a cambio de ciertos “favores históricos”. Todo es, desde luego, un dislate y una comedia que el abate va a continuar durante más de una década. Los aristócratas ven perder sus feudos y privilegios, igualándose con la plebe que ha de pagar los correspondientes impuestos a la Corona; mientras el abate Vella va dando esperanzas según las dádivas que le llegan. La objetividad de la Historia, parece decirnos Sciascia, es un espejismo; irónica y tristemente, la Historia pertenece y beneficia a aquellos que pueden pagarla. La traducción del «Consejo de Egipto», su redacción última, dependerá de los deseos caprichosos del abate Vella. La Historia, es obvio, la escriben siempre los vencedores.
   Pero nuestros actos precisan de testigos que los alaben. Y así, el abate Vella prefiere salir del anonimato de ser un simple traductor para convertirse en un extraordinario fabulista y creador; por ese motivo, no duda en revelar su fraude, porque necesita demostrar su valía como inventor de supercherías.
    Paralela a esta trama se desarrolla otra más trágica. Un abogado de la ciudad, el venerado Di Blasi, pretende realizar una revolución en pro de la Razón. Traicionado y apresado, será decapitado tras sufrir crueles torturas. La descripción del juicio, alternado con los tormentos, nos da una idea de la frágil y aleatoria Justicia que gobierna la ciudad. Un tema, este de la Justica, en el que Sciascia reincide en todas sus novelas (cfr. 1912+1 o Puertas abiertas, que también reseñé en este blog).

     El abate Vella y el abogado Di Blasi presentan dos modos paralelos de intentar la Revolución (o al menos de pretender que la sociedad feudal imperante desaparezca); pero Di Blasi es ingenuo y crédulo, y confía a ciegas en la fuerza de la Razón. El abate Vella, más realista y más avispado, sabe que la Revolución en imposible, que la superstición del pueblo sólo se puede acallar con una nueva superstición (el fraudulento «Consejo de Egipto»), y desde luego nunca con la Razón. Tancredi, el sobrino del príncipe Fabricio —el protagonista de El Gatoparto, la gran novela sobre Sicilia— lo expresó de un modo inolvidable: «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie». La oración deviene en axioma, lamentablemente.

Leonardo Sciascia,

El Consejo de Egipto, Tusquets Editores, Barcelona. 194 páginas.

martes, 14 de julio de 2015

MOJADOS DE AZUL, relatos de Javier Carro.


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    Hace algunos veranos me engañaron. Yo fui uno de tantos miles (o quizás millones, porque la estafa fue de órdago) que picó, compró y comenzó a leer una novela que cierta editorial de prestigio (Alfaguara, ¿por qué ir con contemplaciones?) había anunciado como una genialidad. Un fiasco y una auténtica tomadura de pelo y de cuartos: la terminé a salto de mata y la metí en una caja que precinté. Desde entonces decidí, tácitamente, no fiarme de los genios que salen a espuertas, casi cada mes, y que tienen menos de treinta años. ¿A qué viene todo esto?, se habrá preguntado el improbable lector de este artículo. Es simplemente para recordar que la edad de los escritores es una cualidad a tener en cuenta y que, por muy bueno que pueda ser un autor de menos de treinta años, tengo mis dudas de que pueda ser mejor que uno de cincuenta o sesenta o, como sucede con Javier Carro, setenta años. Entre otras razones porque para escribir bien, para hacerlo  notablemente—no basta con tener en el caletre una buena historia: lo importante es saber plasmarla tal y como esa historia requiere y exige—, para escribir de un modo excelente hay que haber leído mucho. Y Javier Carro ha leído mucho.
    Lo primero que llama la atención ya desde la primera página es que estamos no ante una obra menor —como cualquier despistado puede pensar tratándose de una colección de cuentos—, sino ante un volumen meditado, trabajado y escrito con un gusto excelente y una riqueza de vocabulario y un dominio de la técnica literaria que únicamente se puede conseguir tras muchas y muy intensas lecturas. Porque, al fin y al cabo, el buen escritor solo lo es en la medida en que también es buen lector. Cada página escrita exige un millar de páginas leídas.
    Los catorce relatos que propone Javier Carro (gallego afincado en Alicante desde tiempo ha) se leen con el placer y con el gusto del que saborea un vino añejo y asentado, o degusta bocados de platos bien condimentados. De las páginas del libro se desprende la sensación de paciencia y reposo (uno de los relatos, por cierto, está fechado en 1973; y suponemos que habrá sido corregido un sinnúmero de veces), del trabajo realizado con el esmero con que el artesano prudente y meticuloso pule y lima cada detalle por pequeño que este pueda parecer. Hay historias para todos los gustos: vidas que discurren apaciblemente, sorpresas finales, crímenes que nunca serán resueltos, fragmentos de existencia que nos dejan con ganas de saber más, iniciaciones a la madurez, algo de mala lecha y mucho de sensibilidad, fallecimientos anunciados. El “azul” del título es el del cielo de los relatos, el del mar que discurre por una prosa excelsa y magistral, el del color de los ojos de algunas protagonistas femeninas que son heroínas accidentales. «La cripta» —con un final que nos deja en suspenso y nos dibuja una sonrisa en el rostro—, «El suspenso» —en el que asistimos a la iniciación sexual de un adolescente—, «Contornos» —donde el viaje de una pareja es la metafóra de su relación tortuosa— o el delicado (y nuestro favorito) «Una rama florida de manzano» —con el que se inicia el volumen y marca la tónica cadenciosa, rica en matices, en que va a discurrir el resto del libro, sin los exabruptos de la juventud ni la precipitación que encontramos en la literatura que se vende, pero que no convence—; estos son algunos de los títulos del volumen que Javier Carro nos ofrece.
    Si consideran que la lectura no solo debe divertir —que también—, sino enriquecer, Mojados de azul es el volumen que andaban buscando y que la editorial alicantina Agua Clara nos pone ante los ojos para nuestro placer y para hacer más llevaderos los calores estivales.

Javier Carro,

Mojados de azul, Ed. Agua Clara, Alicante, 170 páginas.

domingo, 21 de junio de 2015

SOLARIS: los límites de la humanidad


      Los críticos más catastrofistas («apocalípticos» los denominó Eco) vieron en el cine un enemigo declarado de la literatura. La proliferación de películas —argumentaban— iba a devenir en una disminución de los hábitos lectores. Ello es doblemente exagerado: por un lado, ni antes ni ahora ha existido —y menos en este país— una masa ingente de “lectores”; y por otro lado, a poco que se observe el desarrollo del arte cinematográfico se llegará a la conclusión de que han sido precisamente las obras literarias la principal materia prima de la que dicho arte se ha surtido. Un ejemplo manifiesto de ello (aunque hay a miles) es la novela que aquí reseñamos. Solaris fue escrita por el polaco Stanislav Lem en 1961. El director Andréi Tarkovski realizaba, en 1972, una primera adaptación mediante una película soporífera y pretenciosa. La segunda versión de la novela se estrenó entre nosotros en 2002: protagonizada por el atractivo George Clooney y con claros y evidentes rasgos hollywoodienses, aunque igual de pretenciosa Si cualquiera de estas dos adaptaciones ha servido para que el espectador pasivo se convierta en lector activo debemos alegrarnos; y, de ese modo, de «apocalípticos» trocarnos en «integrados». Aprovechando esta última adaptación cinematográfica la editorial barcelonesa Minotauro ha lanzado al mercado una segunda edición de la novela. Hay que recordar que la primera se remontaba a 1974.
     Al margen de lo cinematográfico, el libro se justifica per se. Confieso no ser especialmente proclive a los relatos de ciencia-ficción: exceptuando a Bradbury y a Asimov mi ignoracia en este subgénero es manifiesta. De hecho del doctor Stanislav Lem (1921) me atrajeron otras obras donde era más evidente el impulso “detectivesco”; hablo de La investigación y de La fiebre del heno.
      La novela Solaris presenta una estructura semejante a la teatral. Hay un escenario único: en un lejano planeta —el que da título a la obra— la Humanidad ha emplazado una estación cuya misión es la de observar el «comportamiento» del océano que cubre el planeta. Aparecen únicamente seis personajes, de los cuales uno es un cadáver y otros dos son meras “apariciones”. El tiempo está convenientemente reducido y anotado: la vida de los habitantes de dicha estación se alarga en la rutina y la cotidianidad más aburrida. Igualmente la acción es también única: ¿el océano que deben observar —y sobre el que viven— puede ser considerado como un «ser inteligente»?. La respuesta, desde luego, no es clara. Lo que sí es evidente es el afán de Lem por mostrarnos un ser humano nunca hecho a la medida del Universo; una Humanidad pretenciosa y con afán imperialista que debe enfrentarse con especies tan innombrables como inescrutables. En cierto modo Lem desprende un aroma típicamente swiftiano (algo semejante ocurre también en su novela La investigación) y nos muestra los lados más absurdos del progreso humano y, desde luego, el desequilibrio existente entre los límites propios del conocimiento terrestre y el desarrollo, a veces incontrolado, de la búsqueda científica.
     Kelvin, el narrador y protagonista, llega a Solaris para sustituir a un científico. Tan pronto como penetra en el habitáculo advierte que la normalidad brilla por su ausencia: el científico de marras se ha suicidado; los otros dos investigadores muestras signos evidentes de histeria, cansancio, desconfianza y miedo; una enorme mujer negra —que, desde luego es imposible que pueda estar allí (aunque esté)— se pasea impunemente por la estación. Cuando, tras pasar la primera noche, Kelvin despierta entre los brazos de Harey, su atractiva novia, a la cual ha dejado ha dejado ¡¡muerta!! en la Tierra... no hace falta ser un lince para advertir que algo no marcha bien.

      El tema, pues, se ha planteado desde las páginas iniciales: ¿Qué sucedería si viéramos realizados nuestros sueños? ¿Cuál sería nuestra comportamiento si se nos ofreciera una segunda oportunidad? En el marco del océano “inteligente y omnipotente” que cubre Solaris, Stanislav Lem nos propone sumergirnos en una historia de amor que (créanme) nunca olvidaremos.




Stanislav Lem

Solaris,

Ed. Minotauro, Barcelona, 2002. 236 páginas.

domingo, 7 de junio de 2015

J. B. PRIESTLEY: una reivindicación necesaria


     John Boynton Priestley (1894-1984) fue un escritor tan polifacético —ensayos, novelas, dramas, artículos periodísticos— y prolífico —tiene en su haber más de cien títulos— como rechazado y denostado por los críticos y los intelectuales de su época. Desde Buenos camaradas (1929) el éxito de lectores le acompañó hasta poco antes de su muerte. Esta novela fue traducida a más de 40 idiomas, y enriqueció a Priestley como ningún otro de sus libros o dramas teatrales. El desconocimiento que de él tiene hoy la gran mayoría de lectores es, en cierto modo, el fruto de la marginalidad y el menosprecio —quizás la envidia— a la que los intelectuales de su época lo condenaron al considerarlo como autor para «lectores sin cultura».
     Priestley estudió en Cambridge y participó en la I Guerra Mundial. Según el autor, esta primera gran conflagación va a marcar la desaparición de la civilización y la irrupción de una nueva barbarie. Esta teoría —implícita en muchos de sus dramas a partir de la década de 1930— se vio lamentablemente confirmada por la II Guerra Mundial —donde sus charlas radiofónicas durante la Batalla de Inglaterra lo convirtieron en figura nacional—; y continuada a través de todos los conflictos que —como consecuencia de ésta— sumieron al mundo occidental en una época de incertidumbre y miedo (la Guerra Fría). Priestley, que vivió 90 años, fue testigo de un siglo crítico.
     Lo cierto es que Priestley escribió mucho, quizá demasiado. El mismo autor lo reconoció muchas veces: de haber concentrado más su potencial y su talento, tal vez hubiera alcanzado el reconocimiento crítico —junto al Nobel, al que fue propuesto en varias ocasiones—. Pero su capacidad de escritura era difícil de domeñar; y así, su reconocido talento se diluyó muchas veces en obras intrascendentes y superficiales.
    De entre su vasta producción novelística salvaríamos ahora media docena de títulos, El callejón del ángel (1930), la simpática aunque intrascendente Los hombres del Juicio Final (1938), El último caso del doctor Salt (1966) —novela policiaca increíblemente amena y con una construcción perfecta— y los relatos ácidos e irónicos agrupados en El Pabellón de las Máscaras (1975) son algunas de sus obras que todavía pueden leerse hoy con gran satisfacción (desde luego buceando en librerías de viejo). Porque esa es otra cuestión: difícilmente se puede conocer y apreciar a un autor cuando su obra se halla prácticamente descatalogada. Las publicaciones más recientes se remontan a 1995, cuando Salvat reedita su biografía Dickens y 1996, cuando aparece La visita del inspector (traducción de Llama un inspector) en Vicens Vives.
   Si su obra novelista sigue los patrones clásicos y tradicionales del género, advertimos en su producción teatral un afán experimental y novedoso. Son estas piezas —sobre todo las que forman la «Tetralogía sobre el Tiempo»— donde la figura de J. B. Priestley alcanza sus máximos logros, encumbrándolo hasta los puestos señeros de la dramaturgia del siglo XX.
   Esquina peligrosa (1932) supuso, desde luego, un jarro de agua fresca para una sociedad, la londinense, volcada con las exitosas comedias burguesas de Coward. Con esta obra se iniciaba un modo de hacer teatro que iba, sin duda, a influir en el resto de dramaturgos occidentales. La tetralogía se completaría con El tiempo y los Conway (1937) —también traducida por La herida del tiempo—, Yo estuve aquí una vez (1937) y Llama un inspector (1947) —a veces conocida por Ha llegado un inspector o La visita del inspector—. En todas ellas se trata el problema del tiempo de un modo insólito: todas rechazan la concepción común de éste, pero cada una ofrece una solución particular al problema. Las obras están construidas de modo tradicional: todas tienen un único escenario durante los tres actos, la acción es —aparentemente— «única», los personajes son pocos y bien definidos. Pero aquí terminan las concesiones a la canonicidad.
  En Esquina peligrosa Priestley se vale de un argumento policiaco para mostrarnos el desmoronamiento de una sociedad sustentada en «el fingimiento de la felicidad». Un corte en el tiempo va a mostrarnos una acción circular.
    El tiempo y los Conway es todo un prodigio escénico. El tiempo rompe su sucesión lineal y cronológica y produce en el espectador (y lector) unos momentos realmente tensos y dramáticos. Era la obra favorita de Priestley. Yo debo confesar que la experiencia catártica que me produjo su lectura ha marcado, inevitablemente, mi carácter. Imaginemos que asistimos a una película donde se cambia el orden de los rollos: en el primer acto —la fiesta del vigésimo cumpleaños de Kay Conway— se nos presentan los personajes, la felicidad que impera en ellos y en la sociedad (la obra se desarrolla en 1919); en el segundo acto se produce un salto de veinte años —es ahora el cuatrigésimo cumpleaños de Kay—: la familia está totalmente destrozada, la infelicidad se ha adueñado de todos ellos; sus vidas son un cúmulo de fracasos y frustraciones; el hogar está quebrado. El tercer y último acto retorna al final del primer acto: ahora los personajes hablan de sus ilusiones, de sus planes para el futuro, de sus esperanzas de éxito y fama. Nosotros ya hemos asistido a ese futuro y las palabras nos suenan terriblemente trágicas: sabemos lo que va a suceder a cada uno de ellos y contrastamos sus ilusiones. Lo realmente frustrante es ser testigo del camino hacia el fracaso que inician los personajes... y sobre todo no poder hacer nada para remediarlo.
    Yo estuve aquí una vez es la menos conocida de la tetralogía. No es de extrañar: se muestra algo confusa y mucho más alambicada que las anteriores. Aquí el tratamiento del tiempo se resuelve de un modo circular: los protagonistas creen estar viviendo en un déjà vu.
     Llama un inspector, su obra más popular, fue estrenada en 1947. Bajo un argumento policiaco la obra critica la insolidaridad del ser humano; e intenta explicar —a través de los actos de un grupo familiar que se sitúa en 1912— la decadencia de la civilización europea. Esta vez el tiempo es tratado de modo circular. Pero más que por la estructura escénica destaca por el sentimiento pesimista que destila. Desde luego Priestley no es un autor “antiguo”; su mensaje es de una vigencia sin paliativos: influido por los pensamientos de John Donne la obra intenta mostrar que cada uno de nosotros es una parte de la sociedad, que nos es imposible huir de nuestra responsabilidad para con ella. «Nunca preguntes por quién doblan las campanas... doblan por ti».

    Toda excusa es válida si el fin perseguido es aceptable: reivindicar la obra de este genial y olvidado dramaturgo fue el propósito de estas líneas.            

sábado, 30 de mayo de 2015

SEFARAD: homine homini lupus.

   La sentencia amarga y cierta de Hobbes recorre Sefarad, la décima novela de Antonio Muñoz Molina. La obra no admite el calificativo genérico sin una aclaración: no se trata de una novela al uso (ni al clásico ni al vanguardista). El subtítulo de la obra Una novela de novelas, nos da la pista para su clasificación. La obra es un mosaico denso y complejo donde se suceden casi dos decenas de historias: algunas independientes, otras entrelazadas a través de personajes, espacios o tiempos.
     Compuesta por 17 relatos o fragmentos, la obra no avanza ¾no existe ni introducción, ni nudo, ni desenlace¾, sino que deviene en un torbellino, en una vorágine que absorbe al lector y también al narrador. Son 17 historias las presentadas, no todas entrelazadas, no todas independientes: una columna vertebral las recorre todas ¾como la silueta del tren o la presencia de Kafka que recorren las líneas de la obra¾; una idea que se convierte en el centro de ese torbellino, en el vórtice que lo absorbe todo: la denuncia del ser humano y de su crueldad innata, representada sobradamente en este siglo XX cuya sombra todavía nos cubre. Todos los personajes de esta obra son apátridas y/o fugitivos: desde el gris oficinista atrapado en una ciudad que odia y en un despacho que aborrece; desde el padre de familia que sueña con una vida alejada de la rutina; desde la monja algo alocada que calma su hambre de horizontes con aventuras sexuales a medianoche; desde el enfermo que ve delimitado su mundo a un balcón... hasta el inválido que encuentra la frontera de las muletas; hasta el judío delatado por sus vecinos; hasta el servicial camarada que, sin razón, deviene en el enemigo al que hay que eliminar; hasta la esposa cuyo marido figura en una lista de desaparecidos y en una de las pancartas que se muestran cada domingo en la Plaza de Mayo.... Son tantas los retazos de historias y tantos los entrecruzamientos que llega un momento en que el lector se convierte en investigador, porque aparecen datos, nombres, escenas y personajes que recuerdas (o crees recordar) haber leído unas páginas antes, pero no consigues saber exactamente dónde. Nos podrá gustar o no (incluso habrá quien no la termine de leer); pero no nos dejará indiferentes. Y esa es su principal intención: remover nuestra conciencia.
    Que Sefarad es una obra grandiosa y compleja uno la advierte al comprobar la larga serie de situaciones y personajes que la siembran; y sobre todo al admirarse de la prosa fértil y desbordada de Muñoz Molina. Mezclando documentos históricos y literarios con otros claramente autobiográfico, haciendo uso de la primera, la tercera e incluso la segunda persona verbal, la obra se convierte en ensayo filosófico, social y político. A veces es Proust quien aflora por entre las líneas, otras es Thomas Mann; pero siempre es el inconfundible estilo de Muñoz Molina el que te atrapa y te arrastra, con consecuencias ¾como en el relato titulado “Ademuz”¾ liberadoramente catárticas.
    Es evidente que ante tal caudal de datos y páginas el pulso del autor se resiente en algunos momentos, y entonces aparece el lastre molesto de la documentación minuciosa, de las nombres y datos que llegan a la mente, pero no al corazón. No es una queja: sé que una novela semeja una carrera de larga distancia donde el autor ¾y también el lector¾ necesitan tomar aliento.

     Sefarad es un desahogo, pero también una denuncia y una llamada de atención. Muñoz Molina nos realiza un mosaico del siglo XX y el resultado es argumentalmente negro. Sólo nos cabe una esperanza: el hecho de que todavía haya alguien que pueda y quiera mostrar la crueldad de nuestra especie, que pueda reflexionar sobre nuestra sociedad. La intolerancia y el fanatismo pueden acabar con el ser humano: y muchas de las vidas aquí relatadas son una prueba irrefutable. Pero la novela no es maniquea en el trato de los personajes. Lo trágico y triste no es que cualquiera de nosotros pueda ser hoy o mañana un ser perseguido... lo peor de todo es que también puede convertirse en un delator.

Antonio Muñoz Molina,

SefaradAlfaguara, Madrid, 2001. 599 páginas.

sábado, 23 de mayo de 2015

LA LISTA DE LOS CATORCE: una nueva mirada a la postguerra española


LA SANGRE DE LOS DERROTADOS

    Aunque lleva algunos años (demasiados) sin asomarse a las librerías, siempre he pensado que Nacho Guirado era (y es) un autor de altos vuelos. Tras regalarnos notables novelas negras (tres títulos en tres años: No siempre ganan los buenos, Muérete en mis ojos y No llegaré vivo al viernes, todas en Ediciones B), el escritor asturiano se embarcó en la aventura de la novela histórica.
     La lista de los catorce es una extensa novela que se lee de un tirón. Tomando como base la vida del abuelo del narrador, la obra no se detiene en analizar la vergonzosa herida de la Guerra Civil (aunque la fotografía de la portada y el título —demasiado cercano al de Las trece rosas— podrían erróneamente sugerir), sino que va un paso más allá y nos habla de la postguerra de los derrotados, de los años colmados de sufrimiento e impotencia, del abuso de los vencedores… de la sinrazón del odio y la venganza. ¿Recuerdan en Las bicicletas son para el verano las palabras de don Luis a su hijo? “Pero no ha llegado la paz, Luisito: ha llegado la  victoria”; pues eso.
    Los lectores —conducidos por un ritmo endiablado y por una prosa funcional y directa que no se regodea en florituras porque el tema no lo permite— asisten a las amarguras de Ignacio Blas, un militante socialista que, tras la guerra, sufre las penurias de las cárceles franquistas, los terrores de las condenas a muerte perdonadas in extremis y, finalmente, el castigo de veinte años de trabajos forzados en las minas asturianas, bajo la mirada acerada e hiriente del jefe local de la Falange, quien no dudará lo más mínimo en imponer sus ambiciones y sus ansias de poder a cualquier precio.
     Ante algunos “nuevos historiadores” empeñados en magnificar o disminuir a conveniencia nuestra guerra y sus consecuencias, me atrevo a afirmar que La lista de los catorce es una novela necesaria, imprescindible para reflexionar sobre lo que hicieron (o padecieron) nuestros abuelos. Nacho Guirado combina con maestría las vicisitudes históricas (merced a una labor de documentación encomiable) con las peripecias más íntimas de los personajes principales. Conocedor del terreno en el que mueve sus creaciones, el autor convierte en fácil lo difícil y es capaz de crear unos caracteres inolvidables y unos momentos que cualquier lector de más de sesenta años recordará perfecta y amargamente.

     Hay que lamentar que en las novelas los monstruos, cuya sombra oscureció y oprimió a la sociedad española de aquellos años, posean nombre y rasgos cuando, a la luz de sus repugnantes actos, no merezcan otra cosa que el silencio y el olvido.

Nacho Guirado

La lista de los catorce,

Ed. Martínez Roca Ediciones, 2009. 443 páginas.

sábado, 16 de mayo de 2015

SIGFRIDO: las razones del mal

     En el año 1970 se conmemoró el 25 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez por esa razón durante aquella década proliferaron novelas que intentaban dar una nueva vuelta de tuerca al “problema nazi”: no sólo recordaban el holocausto judío (como hizo una popular serie televisiva), sino que intentaban mostrar las diabólicas peripecias de aquellos nazis que habían podido escapar y ocultarse. En un primer momento fueron novelas como Odessa de Frederic Forsyth, Los niños del Brasil de Ira Levin o Marathon Man de William Goldman; más tarde, a partir de la segunda mitad de la década, se sucedieron las correspondientes adaptaciones cinematográficas: de Ronald Neame, de Franklin J. Schaffner y de John Schlesinger, respectivamente.
      Sigfrido, novela de Harry Mulisch (1927) publicada en Holanda en 2001, es heredera de esta moda, pero en calidad e intención sobrepasa a sus antecesoras: lejos de quedarse en un argumento original, Mulisch intenta dar una razón filosófica a la persona y la actitud de Hitler; y, por ende, a la razón de todo acto monstruoso, deleznable, ...¿inhumano?
      El protagonista de la novela es Rudolf Herter, un famoso escritor holandés, ya septuagenario que representa un alter ego irónico y, a veces, cínico del propio Harry Mulisch. En Viena, donde ha acudido a presentar su último libro, conoce al matrimonio Falk, dueños y guardianes de un secreto que precisan transmitir antes de que sea demasiado tarde. La pareja, en su juventud, formó parte del servicio personal de Hitler y Eva Braun, en su residencia alpina. Allí, en noviembre de 1938, justo durante la trágicamente famosa “Noche de los critales rotos”, Eva Braun, embarazada del Führer, alumbró un niño: Sigfrido. Por órdenes del dictador alemán, el pequeño hubo de ser considerado como el hijo del matrimonio Falk, quienes debían cuidarlo y guardar el más absoluto silencio.
      Dividida en 19 capítulos y escrita casi íntegramente en tercera persona, la novela se mueve entre la crónica diaria y rutinaria del escritor Herter —conferencias, entrevistas, firmas de libros, cenas de compromiso; relaciones familiares con su ex mujer y su nueva compañera, a la que dobla en edad— y la promesa de una revelación, la de los Falk, que al final se hace evidente. De ese modo es fácil agrupar los capítulos en varias partes implícitas: una primera parte que muestra al escritor en su hábitat, donde es el protagonista; una segunda parte donde es un mero oyente, pues el protagonismo recae en el octogenario matrimonio Falk, quienes desvelan a Herter su secreto; y una tercera parte, increíble (pues no se da ninguna justificación al respecto. ¿La conocen el resto de personajes o sólo el lector?), como caída del cielo, donde se nos muestra el diario íntimo de Eva Braun, amante y finalmente esposa del Führer.
     Lo que sorprende de la novela, al margen de tan sabroso argumento, es el virtuosismo de Mulisch en el manejo de la técnica novelesca. Diálogos, descripciones, párrafos en estilo indirecto, alternancias de tiempos verbales, acciones, pensamientos y reflexiones filosóficas, descripciones históricas... decenas de recursos y modos de escritura que son utilizados magistralmente por el autor holandés. Tanto es así que el lector apenas percibe el artificio, la tramoya de la novela. Una prosa directa y certera no admite sino pleitesía y admiración. Confieso que es la primera novela de Mulisch que leo; sé que no será la última.

     Más allá del horror que pueda transmitir un personaje tan monstruoso como Adolf Hitler, Mulisch —a través de la obsesión de su protagonista— profundiza en la razón última y primigenia de esa maldad, intenta apartar el embozo para encontrarse y enfrentarse a la más absoluta, estéril e indescifrable Nada. Wagner, Schopenhauer y, como no, Nietzsche aparecen frecuentemente mencionados a lo largo de la narración; son excusas, salientes a los que los protagonistas deben asirse para intentar descifrar lo indescifrable. Herter, incluso, intenta buscar relaciones que van más allá de la mera casualidad y parecen adentrarse en el Destino, en el Fatum... en la Fatalidad. Si el mundo es una moneda con dos caras, si Bien y Mal son recíprocamente necesarios, si la Bondad de Dios es infinita... ¿cómo hemos de suponer que será el poder del Mal?

Harry Mulisch,

Sigfrido, Tusquets Editores, 2004. 198 págs.


sábado, 18 de abril de 2015

¿QUÉ ES EUROPA? Brevísima reflexión


      El continente europeo es una superficie de tierra que sobrepasa los diez millones de kilómetros cuadrados. Está delimitado por el Océano Atlántico, al Oeste; el Mar Mediterráneo, el Mar Negro y las montañas del Cáucaso, al Sur; el Mar de Noruega y el mar de Barents, al Norte; y el Mar Caspio y los Montes Urales, al Este.
     Abarca, si nuestros números no andan errados, cuarenta y dos estados: Islandia, Irlanda, Reino Unido, Portugal, España, Andorra, Francia, Bélgica, San Marino, Mónaco, Liechtenstein, Luxemburgo, Italia, Serbia, Montenegro, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Macedonia, Grecia, Albania, Bulgaria, Rumanía, Hungría, Eslovenia, Malta, Suiza, incluso una parte de Turquía (donde está Estambul), Austria, Chequia, Eslovenia, Holanda, Polonia, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y (una parte de) Rusia. En total suman una población que ronda los 800 millones de habitantes.
    Además, muchos de estos países —no diré todos, pues los desconozco con detalle— están formados por diversas “culturas” o “nacionalidades”. Así, por ejemplo, hallamos el caso del Reino Unido, formado por Escocia, Gales, Inglaterra e Irlanda del Norte. O el de España, que contiene Galicia, el País Vasco, Cataluña, Castilla, Andalucía, etc…
     Imagino que a estas alturas, el lector se estará preguntado a qué viene todo este repaso de nuestros tiempos escolares. Todo esto viene porque continuamente —y no solo hoy en día, sino ya desde tiempos remotos— en los medios de comunicación (periódicos, radios, televisiones) e incluso en los tratados de historia o los ensayos sobre cultura (pintura, arquitectura, literatura) se ha venido aludiendo insistentemente a la CULTURA EUROPEA, como una idea homogénea y compacta, una especie de estancia superior e increíblemente prestigiosa donde la CULTURA ESPAÑOLA siempre tenía necesidad de entrar pues —pobres de nosotros— nunca estábamos culturalmente a la misma altura que los europeos (¿tal vez porque éramos de la Polinesia?). Y así (era y) es muy fácil encontrar expresiones del tipo: «La poesía española no está a la misma altura que la europea»; «la política española se mueve a un nivel distinto (siempre es más bajo) que el resto de la política europea», etc.
   Y digo yo, tras ese repaso geográfico y político en torno a qué y quiénes conforman Europa, ¿alguien puede decirme QUÉ demonios ES LA CULTURA EUROPEA? ¿La vida de los lapones del norte de Finlandia, la de los sicilianos al sur de Italia, la de los macedonios, la de un señor que vive a las afueras de Cádiz?
    ¿Usted saben la respuesta? Siento decir que yo no la sé. A no ser que nos conformemos con esta: la cultura europea es toda manifestación cultural que se produce en Europa… porque más allá de esto, no sé muy bien qué responder. Sin duda los que insisten en que España está (y ha estado desde no sé cuántos siglos) culturalmente “atrasada” con relación a Europa deben saberlo. Yo no lo sé.

     ¿Acaso Europa es un organismo o ente compacto, de una pieza, pétreamente idéntica e igual a lo largo de los siglos? ¿Acaso Europa es un bloque sin fisura alguna, al que no han influido para nada las continuas invasiones (árabes, otomanos, orientales y seguro que muchas más) tanto físicas como “ideológicas” (norteamericana, por supuesto), y que durante siglos y siglos se ha desarrollado aisladamente del resto del planeta? ¿Acaso hay naciones “más” europeas que otras y, por tanto, naciones “menos” europeas que el resto? ¿Existe, pues, una nación enteramente europea, pura, íntegra, no contaminada por el resto de naciones que son más o menos europeas? ¿No tienen la sensación de que todas estas preguntas son una auténtica gilipollez? Pues yo sí… pero es que la idea de una Europa oficial, íntegra, arquetípica, homogénea… también es una estupidez.