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viernes, 9 de octubre de 2015

EL ÚLTIMO TRAYECTO DE HORACIO DOS: una de Mendoza, casi olvidada

      Aprovechando que el dentro de pocos llega a las librerías la última novela de Eduardo Mendoza, no nos resistimos a recordar una de sus novelas más ignoradas.
     Publicada originariamente por entregas en el diario El País, El último trayecto de Horacio Dos (Seix Barral) apareció en 2002 bajo el aspecto de libro, lo cual, inconscientemente, eleva y dignifica, para el usuario o lector, la calidad de la materia.

     Una trayectoria modélica... o no.
    Desde La verdad sobre el caso Savolta (1975) Eduardo Mendoza se ha convertido en una figura imprescindible dentro de la literatura española. Publicada en un año clave, la obra devino en la piedra inicial para la “novela de la democracia”. Aunando riqueza lingüística y amenidad, demostrando que la calidad y la diversión no tienen porque estar reñidas, La verdad sobre el caso Savolta se convirtió en un título de referencia obligatoria para críticos y lectores de la época.
   CoEl misterio de la cripta embrujada (1979) Mendoza volvía a sumergirse en la trama detectivesca, pero esta vez utilizando un lenguaje irónico y paródico, exageradamente barroco, conjugando con precisa habilidad la chocarrería y la hilaridad con una acción trepidante y atractiva. No es de extrañar que ciertos críticos vieran en ella un paso atrás en la trayectoria de quien habían calificado ¾a tenor de su primera novela¾ como a una gran promesa. Leída hoy, El misterio de la cripta embrujada, bajo su aspecto bufo y descarado, deja entrever la maestría de un narrador de primer orden; y en muchos aspectos se muestra como una novela más actual y más redonda que La verdad sobre el caso Savolta, que arrastra la deuda de la experimentación y, en algunos pasajes, delata de un modo demasiado evidente el entramado artificial de la narración.
    El retroceso apuntado por ciertos críticos se vio corroborado por su tercera obra El laberinto de las aceitunas (1982), protagonizada por el mismo narrador innominado que la precedente. Los detractores del escritor no perdieron la ocasión de atacar. Y con razón: la obra se apoyaba demasiado en la desmesura y el chiste, y muy poco o casi nada en la reflexión.
    Eduardo Mendoza había mostrado las dos caras de su quehacer literario: la aparentemente seria comme il faut; frente a la paródica y humorística. A partir de entonces su obra se agruparía en estas dos vertientes: las excentricidades protagonizadas por el pobre y estrafalario loco narrador de El misterio... ¾ que volvería a protagonizar La aventura del tocador de señoras (2001) y El enredo de la bolsa y la vida (2012)¾; y las novelas “serias”: el retablo histórico de la Barcelona de la Primera Guerra Mundial en La verdad sobre el caso Savolta; la rememoración de una época casi olvidada de la Ciudad Condal (la que abarca las dos Exposiciones Universales de 1888 y 1929) en La ciudad de los prodigios (1986); el tema del amor en el marco de Venecia en La isla inaudita (1989) ¾quizás su único fracaso editorial y crítico¾; la incursión en la novela corta relatando una simpática historia de amor imposible en El año del diluvio (1992) y, para concluir con este somero repaso, Una comedia ligera (1996), ¾quizás, junto a La ciudad de los prodigios, su mejor novela¾: donde la crítica a una postguerra gris y frustrante se conjuga perfectamente con una comicidad extraída de su vertiente más cínica y paródica.

     Ciencia-ficción, crítica social y fábula moral
     No hay que ser un lince de la crítica literaria ni un lector excelente para advertir que Sin noticias de Gurb (1991) y El último trayecto de Horacio Dos forman como un grupo aparte y al margen de las dos vertientes arriba reseñadas. Ambas fueron publicadas previamente por entregas; ambas pueden incluirse en el subgénero de las novelas de ciencia-ficción; ambas son narradas en primera persona y bajo la apariencia de un diario de a bordo o cuaderno de bitácora; y ambas son paródicas, irónicas, bufas, excéntricas, un punto por encima de “cómicas” y dos por debajo de “chocarreras”... y ambas encierran algo más.
    Tal vez sea Sin noticas de Gurb el libro más vendido (y creemos que leído) de Mendoza, y no sin razón: el libro rebosa de situaciones incendiarias y magistrales, haciendo gala de un descaro y una desvergüenza de la que (lamentablemente) ya casi no se estila en la literatura. Es, desde luego, un divertimiento; pero el retrato ácido de esa Barcelona preolímpica ¾con sus obras interminables, con sus habitantes poco menos que incongruentes¾ será, durante mucho tiempo todavía, una referencia obligada para todo curioso que quiera iniciarse en el mundo inabarcable y mágico de la literatura. Precisamente ahí reside su éxito: el no ser una novela pretenciosa y con ínfulas de ser más de lo que realmente es... un largo chiste de ciento cincuenta páginas.
     En cambio El último trayecto de Horacio Dos contiene un fondo de tristeza y melancolía que su antecesora del que su antecesora no participa. No en vano ha transcurrido una década entre ambas. Mendoza ya parece menos inclinado al humor per se, y por entre las líneas de esta última novela apreciamos un tono de pesadumbre y tristeza. A la manera de un Gulliver futurista, el protagonista, el comandante Horacio Dos ¾imbécil, incompetente, egoísta y algo reprimido sexualmente¾, realiza un viaje plagado de incidentes que le hará recalar en las más variopintas estaciones espaciales del Universo. Con una nave desvencijada y cargada de Mujeres Descarriadas, Delincuentes, Ancianos Improvidentes (desprevenidos), dirigida por una tripulación absurda y excéntrica, el viaje de Horacio Dos se asemeja a los viajes que pergueñara Swift: un modo de reflejar y ajustar cuentas con la sociedad, una suerte de fábula moral donde predomina el absurdo y la crítica. Hay momentos, desde luego, donde el origen folletinesco de la obra se hace demasiado evidente y la pluma de Mendoza se resiente; pero en general la obra cumple con su propósito: entretiene, produce risa en el lector, pone en solfa ciertos vicios de nuestra sociedad y ciertos absurdos tenidos como verdades... y, en fin, nos presenta un final tan sorprendente que nos reconcilia con el zafio protagonista.

     Cerraremos la novela y no seremos más sabios de lo que éramos antes de comenzar su lectura; pero desde luego sí más felices. ¿Qué más se puede pedir?

Eduardo Mendoza,

El último trayecto de Horacio Dos,

Ed. Seix Barral, 2002.

sábado, 3 de octubre de 2015

AMANECIÓ DE NUEVO MADRID: una asombrosa novela de Anamaría Trillo.

    Lo que sigue es la presentación que un servidor realizó de esta novela dentro de las II Jornadas Literarias Playa de Ákaba, en Carboneras (Almería). Dicha presentación tuvo lugar el sábado, 25 de julio de 2015.

        Buenas tardes a todos y todas. Muchas gracias por estar hoy aquí en este maravilloso entorno del Castillo de San Andrés.
Anamaría Trillo, la autora de Amaneció de nuevo Madrid, es madrileña de Torrejón de Ardoz. Licenciada en Periodismo, trabaja, sin embargo, como editora  y también imparte, no sé cómo tiene tanto tiempo para tanta cosa, cursos de edición literaria. Su gran pasión son los libros, claro; pero no solo lo que ellos contienen, la literatura, sino también lo que ellos representan. Conoce los vericuetos de la impresión y la encuadernación, y por ello los vuelca con especial detalle en esta novela que hoy presentamos aquí. No he dicho que era poeta; aunque no “también poeta”, sino “principalmente poeta”: y uno lo advierte tan pronto como comienza a leer su prosa, una prosa que el lirismo cubre de una pátina de delicadeza y sonoridad.
Es un honor y un placer presentar hoy esta novela precisamente en este lugar: primero por lo mucho que me une con Carboneras, donde trabajé hace ya 14 años… ¡cómo pasa el tiempo! Y segundo, porque a pesar de ser la primera vez que nos encontramos en carne y hueso, siento un gran aprecio por Anamaría: por su amabilidad a través de los correos electrónicos que durante varios años nos hemos intercambiado, por su generosidad y predisposición a atender todas mis preguntas, y porque a una persona que escribe un libro tan hermoso (y tan duro, también), un libro tan bien escrito como Amaneció de nuevo Madrid, solo puedo quererla y agradecerle el regalo que nos ha hecho con sus palabras.
Hace casi un año cayó en mis manos un delgado volumen de relatos que se titulaba El faro de Umssola y otros cuentos subterráneos. El libro está formado por cinco narraciones escritas con una prosa cuidada y detallista colmada de intención de estilo y también de cariño. Hay libros que basta con leer las primeras líneas para saber si son libros amados, queridos, mimados, o son simplemente un libro más. El faro de Umssola era un libro amado. La breve reseña que por aquel entonces realicé sobre El faro de Umssola concluía con el deseo de que la autora no cejase en su empeño de recrear la vida a través de las palabras y nos regalara con otro nuevo libro, por el bien de todos.
Y aquel libro que entonces deseaba es que hoy tengo el gusto de presentar: Amaneció de nuevo Madrid. Un título y una portada que hablan por ellos mismos: novela urbana y de época —en este caso la postguerra española—; novela desbordante de lirismo: obsérvese que la palabra Madrid es el sujeto del enunciado que da título a la novela, no es que amanezca EN Madrid, es que ES Madrid quien amanece. Que no les quepa la menor duda: es una poeta quien ha escrito esta novela.
Amaneció de nuevo Madrid es una obra extensa y densa, con pocos personajes pero descritos de un modo excelente, con un ritmo cadencioso y estudiado que recuerda el discurrir de las grandes novelas realistas del siglo XIX: aquellas historias eternas de Galdós, por supuesto; pero también de Balzac, de Víctor Hugo, de Dickens, de Dostoiveski. A lo largo de casi 600 páginas, Anamaría Trillo realiza un alarde de puntillismo prodigioso. No lo olvidemos: Amaneció de nuevo Madrid es una novela histórica, centrada en cinco años de la vida de una muchacha, Margarita, su protagonista; cinco años que van desde 1945 hasta 1950 en un Madrid gris y asustado, salpicado de los vacíos que los proyectiles de una una guerra civil (o mejor, incivil) han dejado no solo en el paisaje, en sus edificios, en sus calles, sino también en las personas o, sobre todo, en las personas.
Mientras leía la novela, mientras me dejaba llevar y arrastrar por las peripecias, por las desgracias y las alegrías, aunque estas son escasas… también hay que decirlo, que le sobrevenían a la protagonista: una muchacha llegada a Madrid desde su pueblo; me asaltaban a la memoria una palabra y dos citas.
La palabra es INTRAHISTORIA, el término que acuñara Miguel de Unamuno a comienzos del siglo XX y mediante el que hacía alusión no a la Historia escrita con mayúsculas, a la que figura en los libros de texto, en los manuales: Colón descubrió América; Montgomery venció a Rommel en África; Aníbal cruzó los Alpes… Unamuno hablaba de la intrahistoria para aludir a todas aquellas historias cotidianas, vulgares a veces, heroicas las más, que conforman la otra Historia: ¿Iba Colón solo, nadie más viajaba en aquellas carabelas? ¿Acaso Montgomery disparó todos los fusiles en El Alamein? ¿Aníbal no llevaba, al menos, un cocinero? Si la Historia es la ola grandiosa e imponente que llega a la orilla de la playa, la Intrahistoria es la corriente invisible y oculta que la hace posible. Amaneció de nuevo Madrid es una novela repleta de intrahistorias: la de Margarita, su protagonista; pero también la de sus amigas Julia o Tina, la de sus “enemigas” doña Teodora o Maruja; la de unas buenas personas como Narciso y María, pero también la de unas malas como Carlos Bujosa o don Orestes…
La primera de las dos citas a que antes hacía alusión está extraída de uno de los volúmenes Desde la otra vuelta del camino, una curiosa autobiografía que Pío Baroja fue redactando durante muchos lustros. En un momento dado, Baroja escribe: «Creo que de una vida intensa se puede escribir algo relativamente corto; en cambio, de una vida de poco dramatismo, el interés tiene que estar en los detalles». Amaneció de nuevo Madrid está dividida en dos partes: la primera, compuesta por XVI capítulos y más de 200 páginas, se recrea describiendo un año de la vida de Margarita: su llegada a la ciudad, los miedos y temores ante lo desconocido, su paso de niña a mujer, las amistades y las enemistades, el enamoramiento y sus develos… Es una novela donde el tiempo apenas discurre, donde la autora se complace y regodea en los detalles, en una narración meticulosa que sirve para presentarnos notablemente a los protagonistas y el ambiente en que estos se van a mover: grisura y miedo, frustración y miseria, ambigüedad y misterio. El tiempo parece haberse detenido en la casa de la calle del Pez donde se desarrolla gran parte de la acción: un casa que no es hogar, donde las huellas de la guerra, las huellas psicológicas, son evidentes en los actos de los personajes, sobre todo en los personajes femeninos, porque Amaneció de nuevo Madrid es una novela en torno a las mujeres, no solo a Margarita, sino a todas la mujeres de España que vivieron, o malvivieron, o mejor, sobrevivieron en una sociedad, la del franquismo, donde eran poco más o menos que nada. Y aquí dejo caer unos datos reales y legales:
En el Código Penal de 1944, la mujer es considerada como objeto de posesión masculina, símbolo del honor familiar y, cito textualmente, «crisol de los valores sociales». Además, téngase en cuenta que el adulterio estuvo tipificado como delito en el Código Penal español hasta 1978. Para más inri, ya existía desde el siglo XIX el denominado “privilegio de la venganza de sangre”, llamado también, “uxoricidio por causa de honor”, que, aunque fue eliminado de la Constitución de 1931, fue reintegrado nuevamente en el Código Penal de 1944. Consistía este “uxoricidio” en un auténtico privilegio concedido al hombre, y solo al hombre, en defensa de su honor, en virtud del cual podía matar o lesionar a la esposa sorprendida en flagante adulterio o a la hija menor de 23 años, si esta vivía en la casa paterna, si también esta era sorprendida en análogas circunstancias. Este delito se mantuvo en vigor en el ordenamiento jurídico español, ni más ni menos que hasta finales de 1961.
Además, el Código Penal de 1944 marcaba una diferencia sustancial a la hora de regular el adulterio femenino frente al masculino. De hecho, únicamente se consideraba como delito el adulterio de la mujer, pues para el hombre el tipo delictivo era el “amancebamiento”, es decir, si, y cito literalmente, “el marido tuviera manceba dentro de la casa conyugal o notoriamente fuera de ella”. O lo que es lo mismo: se castiga a la esposa, pero no al marido, si ambos han yacido una sola vez con otra persona que no sea su cónyuge. Una “canita al aire” no era delito para el hombre, pero sí para la mujer. Hasta el 19 de enero de 1978 no se despenalizaron los delitos de adulterio y amancebamiento.
La segunda cita de la que hablé al principio de esta presentación —que, por cierto, se está haciendo demasiado extensa y tendré que ir terminando ya para que hable Anamaría que es a quien habéis venido a escuchar—; la segunda cita, decía, está extraída de una obra teatral que, con el tiempo, también fue película. Me refiero a Las bicicletas son para el verano, de Fernando Fernán-Gómez, quien también dirigió su versión cinematográfica. Hay un momento, casi al final de la obra, en el que don Luis, el personaje que interpreta Agustín González, está hablando con su hijo Luisito. El muchacho está contento porque la guerra ha terminado, porque al fin todo va a ser igual que fuera antes de aquel verano en que España explotó en sangre. Su padre, con la sonrisa sabia que le confiere la edad y la experiencia, corta sus ilusiones: «No, Luisito.», le dice, «No ha llegado la paz, ha llegado la Victoria, que no es lo mismo». Pues bien, sobre esa Victoria de media España sobre la otra media va a girar, principalmente, la segunda parte de la novela, la parte más tensa y más dinámina.
Pero ya no hablo más. Os dejo con Anamaría Trillo, autora de esta excelente Amaneció en Madrid. Muchas gracias.
Anamaría Trillo,
        Amaneció de nuevo Madrid, 
        Ed. Playa de Ákaba, Madrid, 573 páginas.


domingo, 20 de septiembre de 2015

LA TORRE DE LOS SIETE JOROBADOS: un clásico de la novela popular


     Que yo sepa únicamente G. K. Chesterton (¿quién sino?) alabó la denominada “novela de quiosco”, a la que adjetivó de “simplemente humana”. Entre el resto de críticos (entonces y ahora), la denostadamente llamada “infraliteratura” fue (y es) un mal al que debemos resignarnos como a un molesto catarro invernal. Que la editorial Valdemar edite una obra que es poco menos que la quintaesencia de este tipo de literatura es, cuanto menos, digno de elogio; que además aparezca en una cuidada edición con un sabroso prólogo de Jesús Palacio es, ahora sí, para rendirle honores.
    Emilio Carrere fue tan marrullero y prolífico como todos los bohemios con los que cohabitó. No pasará, desde luego, a los manuales de literatura a no ser porque es uno de los pocos casos en los que él mismo se dedicó a plagiar, cuando no a falsificar, sus propias obras. Como se explica en el prólogo, El misterio de los siete jorobados (1924) es el autoplagio de un cuento anterior que Carrere no quiso convertir en novela y que terminó en manos de otro autor tan marginal como él, Jesús de Aragón, quien concluyó la obra.
    El lector nunca se aburre: lo cual, en los tiempos que corren, no es poco. Para los degustadores de este tipo de ficción bastará recordar a Stephen Keeler (Las gafas del señor Cagliostro, cuya primera lectura debo a mi amigo Julio Sanchis, me hicieron comprender que hay una diferencia entre la buena literatura y la literatura que preferimos). Para aquellos que quieran (y yo les aconsejo que lo hagan) introducirse en la novela de Carrere sólo habrá que señalar que el protagonista se ve envuelto en las más dispares y disparatadas aventuras: las visitas del espectro tuerto y gafe del señor Catafalco; el misterioso asesinato del doctor Robinsón de Mantua; las añagazas del falsificador Bellini; las joyas robadas de la cupletista Bella Medusa; el mensaje cifrado que resolverá el arqueólogo Sindulfo de Arco; las correrías por los subterráneos y las cloacas de Madrid; la enigmática liga de los Jorobados y su ciudad subterránea; y así más y más.
    Siempre habrá quien dictamine con la voz engolada: ¡Un gran despropósito! Pues, si, la verdad, por qué habría que negar lo evidente. Si embargo, un gran disfrute si se devora con la ansiedad de quien, por primera vez, descubre la magia de la lectura. Hubo quien dijo que para leer el Werther de Goethe había que estar enamorado; para leer La torre de los siete jorobados hay que volver a ser niño. Sólo así se disfrutará plenamente de una novela inmensa: sin complejos y con la aceptación de que, en la ficción —y más en la ficción divertida— todo es válido si está escrito con gracia y estilo.

Emilio Carrere,

La torre de los siete jorobados,  Ed. Valdemar,. 286 páginas.


sábado, 12 de septiembre de 2015

EL VIENTRE DE LAS IGUANAS: un dulce bestiario.


    La capacidad cromática del hacedor revela, en su idiosincrasia, un profundo conocimiento de la inclinación en busca de la plenitud de la… ¡Milongas! Como decía mi abuelo: hay música que se te pega a los riñones, y música que no.
    La música que transmite Mª Paz Moreno en su poemario es de las que te llega directamente a los riñones. Que la autora no es nueva en esta plaza uno lo advierte con la lectura de los primeros versos (“Mi abuela Isabel / oía en sueños rebaños de ovejas / pasando junto a la ventana”). El convencimiento de que la autora es una poeta de fuste y temple uno lo adquiere tras la lectura y el disfrute de estas veintisiete propuestas líricas agrupadas en cuatro partes: «Sansueña» —centrada en el recuerdo de la familia ausente, del tiempo irrecuperable; con resonancias a Baudelaire y a Joyce, a Cernuda sobre todo—, «Selvática» —poesía testimonial del paso de la autora por Costa Rica, Perú, México, Ecuador y el oeste de los Estados Unidos de América. Es aquí Pablo Neruda quien aparece entre líneas, y su proverbial capacidad para aprehender la realidad y transformarla en sentimiento poético; aunque al final la poesía se diluya ante la vida—, «Desértica» —el afán por arraigar en un lugar que necesariamente no es físico: “El silencio es una forma de meditación”, escribe— y, finalmente, «Entomología poética» —con resonancias al Guillermo Carnero de «Elogio de Linneo», el poeta como un investigador, la literatura como ciencia… imperfecta.
    La obra poética de Mª Paz Moreno es una continua búsqueda de la palabra exacta, del envoltorio perfecto que contenga la capacidad de expresar lo que nace en el fondo de la inteligencia y del corazón, conjugando ambos (razón y corazón) en unos versos que invitan a la evocación y el vuelo imaginativo, pero siempre partiendo desde el sólido suelo.
      Desde 1994 (La semilla bajo el asfalto) hasta El vientre de las iguanas la autora alicantina ha ido jalonando de hitos un camino siempre ascendente. Misión de todo creador es procurar que su nueva obra supere a la anterior; y Mª Paz Moreno lo ha conseguido: Mudanza en su costumbre (1996), Correspondencia atrasada (1999), Geografía enemiga y los dones perversos (2005) e Invernadero (2007) han sido los peldaños de esta ascensión imparable que muestra a una artista empecinada en la perfección. Cuando reseñamos este último poemario, destacábamos un verso como compendio de una poética, a un tiempo declaración de intenciones: «Cualquier árbol nos supera en sabiduría». De este verso parece surgir el nuevo poemario: la constatación de que el arte nunca superará a la vida, pero, no obstante, es aquel quien dota de sentido a esta.
     La obra se abre y se cierra con la evocación de la familia: la ausente (su abuela Isabel) y la presente (su padre Fernando). Pero también con la referencia a dos animales relacionados con el mundo del textil: las ovejas (la lana) y los gusanos (de seda); ambos productores de un hilo que rodea y vertebra el poemario. El vientre de las iguanas (¡qué hermoso título!) habla, como las grandes obras, de la difícil existencia, de los sueños rotos, del anhelo colmado de ilusiones y proyectos por cumplir, en suma, de la VIDA.

María Paz Moreno

El vientre de las iguanas,  Editorial Renacimiento, Sevilla, 2012, 71 páginas.

"Lamento del Ángel Caído" (fragmento)

Como un animal que se revuelve
herido de lanza,
como el ángel que escogió caer,
como esas hormigas que perseveran
trepando cada noche por mi cuerpo
hasta que son descubiertas
y aplastadas en su osadía,
así me hiere este viento
que arrecia con descaro
allá afuera, en la terraza....



lunes, 7 de septiembre de 2015

84, CHARING CROSS ROAD: el amor a los libros


     La novela me la recomendó, hace tiempo, mi amigo Emilio Soler. Y yo, que soy más joven y menos inteligente, le hice caso. Lo malo es que no recordaba el título ni al autor (que luego resultó ser autora). Pensé en acudir a alguno de los grandes almacenes que pueblan vuestra (nuestra) ciudad pero, ¿cómo buscar algo que carecía de nombre? Recordé que siendo universitario pregunté a una joven y simpática dependienta de un almacén con reminiscencias británicas si tenían El banquete de Platón, puesto que lo había buscado en Alianza (donde sabía que había sido publicado) con escaso éxito. La muchacha respiró reflexivamente, miró al cielo en busca de inspiración y dijo que probase en la sección de libros de gastronomía. Yo arqueé la ceja izquierda (que empleo para la sorpresa y el sarcasmo): “Me parece que ahí no va a estar”, dije (o algo parecido). La muchacha sonrió y muy resueltamente concluyó: “Entonces es que se ha agotado, pero seguro que mañana lo han repuesto. Es un libro que se vende mucho”.¡Cómo no! El Banquete de Platón, ¡un best-seller que te cagas! (con perdón) ¡Ni Arguiñano, tú!
      En fin, mejor buscar en una librería “de verdad” y no en un parking de libros. Entré en 80 Mundos y pregunté a la dependienta (menos atractiva que la anterior, pero no menos simpática) si tenían un libro del que no sabía su título, ni su autor, pero sí su argumento. La mujer no pareció sorprenderse. Yo le referí el argumento (que sólo conocía por lo que de él me había dicho mi amigo Emilio). La mujer sonrió, rogó que esperase y llamó al dueño. Fernando Linde acudió solícito al quite y al reto. Yo volví a referir todo lo anterior. Él me ayudó: ¿está en Anagrama? Recordé que sí, que allí estaba. Volvió a su mesa, se sentó en el ordenador, se levantó y acudió a los estantes, buscó, buscamos los dos, me vinieron a la mente las palabras “Charing Street” y las pronuncié; de nuevo él volvió al ordenador. Me dijo: sí, también hay una obra de teatro y una película. Yo asentí, pero no estaba seguro. (Él sí había acertado). Tengo el título: 84, Charing Cross Road en Anagrama —me dijo. Y rápidamente dejó su mesa, buscó en varios anaqueles y finalmente me dio el libro que, hace no menos de dos horas, he concluido.

    Imagino que el lector de esta reseña se estará preguntando a qué viene todo esto. Pues resulta que el citado 84, Charing Cross Road de Helene Hanff versa precisamente sobre el amor a los libros de una pobre escritora neoyorquina, y de su relación con los empleados de una librería londinense que conocen, aman y se vuelcan en su trabajo. El libro ha sido reseñado cientos de veces; sin embargo yo no quería dejar de constatar mi cariño a la novela y mi homenaje a los verdaderos libreros. He dicho.

Helene Hanff,

84, Charing Cross Road,  Anagrama, 126 páginas.

sábado, 29 de agosto de 2015

MEDIA VIDA, de V. S. Naipaul


VIDAS DE MEDIO PELO

     Mejor tarde que nunca. Debo confesar que Media vida es la primera, y hasta el momento la única, novela de Naipaul (Isla de Trinidad, 1932; y Nobel en 2001) que he leído.
   El origen indio de V. S. Naipaul se deja traslucir en el protagonista: el también indio Willie Chandran. El argumento de la novela es prácticamente inabarcable pues muestra una gran variedad de personajes y lugares de la geografía mundial. En esencia la obra narra la historia —fragmentada, repleta de elipsis; nunca completa— de dos generaciones de la familia Chandran, abarcando alrededor de medio siglo —desde los años veinte hasta  la década de 1970.
     Se estructura la obra en tres largos capítulos. Cada uno de ellos está narrado desde un punto de vista distinto, alternando la primera y tercera persona verbal. Esto que en otro autor hubiera sido muestra de debilidad e inmadurez, en Naipaul aparece como algo natural, plenamente acertado. El primer capítulo está narrado por Willie Chandran, padre, y se desarrolla en una India anterior a la Independencia. Este retazo de la vida del padre nos presenta a un personaje de carácter débil e inconstante que llega a convertirse en un consejero y hombre santo por mera casualidad... y que luego no puede dejar de serlo. La vida, pues, se nos muestra como un hecho teatral, mera representación que ahoga los verdaderos sentimientos del protagonista.
     El segundo capítulo está narrado en tercera persona y cuenta la vida de Willie Chandran, hijo. La acción se desarrolla durante la década de 1950 en Londres, donde el muchacho está estudiando. Willie reinventará unos orígenes que le avergüenzan y despertará a un mundo donde sexualidad y vida intelectual parecen solaparse. La descripción del mundillo bohemio presenta una sucesión de personajes cutres y variopintos que no tiene desperdicio.
    El tercer capítulo comienza en tercera persona con un Willie —incipiente escritor de cuentos— enamorado de Ana, una chica luso-africana, a la que seguirá hasta Mozambique. Los 18 años que pasa en la colonia portuguesa son narrados por el propio Willie. El libro concluye con un protagonista con cuarenta años... en la mitad de su vida.
   Un sentimiento extraño se desprende del libro: nada parece tener sentido. Las vidas de los personajes se muestran cojas, faltas de algo (pero, ¿de qué?), insatisfechas en cualquiera de sus vertientes (anímica, sexual, económica, social, intelectual). Naipaul describe «vidas de medio pelo»: corrientes, anodinas, fracasadas. Y uno, como lector, se pregunta por qué no hay una vida plena, por qué existe siempre alguna carencia, algún estigma que imposibilita a los personajes completar plenamente su existencia... Bajo la escritura de Naipaul estos personajes se mueven y actúan como títeres o actores teatrales; todo parece falso y artificial, como la interpretación de una comedia burguesa (con líos de alcoba, con problemas económicos), o  de una obra lopesca: con acumulación de escenarios (la India, Londres, Mozambique, Berlín Occidental...). Esta manera simple de narrar pone sobre el tapete la vaciedad de las acciones humanas, la mera representación que diariamente realizamos cara al resto de personas que nos rodean. Media vida es una obra de lectura fácil que puede llevar a engaño: el final, de hecho, nos golpea con su abrupto corte y nos lleva a una pregunta: ¿qué vida ha llevado Willie? ¿realmente hizo alguna vez su deseo? ¿qué vida han llevado todos y cada uno de los personajes que han discurrido por el libro?

    Oscar Wilde, con su acidez y amargura, dijo algo semejante: el ser humano actúa como si la vida que realiza fuera el ensayo general de una representación futura. Se equivoca, y ya es demasiado tarde cuando comprende que no era ningún ensayo lo que vivía, sino el estreno único y definitivo, irrepetible.

V. S. Naipaul,

Media vida, Debate, Barcelona, 2003. 235 páginas.

lunes, 24 de agosto de 2015

EL CONSEJO DE EGIPTO, de Leonardo Sciascia.


   Lamentablemente, la obra del italiano Leonardo Sciascia (1921-1989) es ignorada por la gran mayoría de los lectores españoles. Figura fundamental de la novela italiana de postguerra, su producción se ha visto, quizás, ensombrecida por la de autores de su generación como Moravia, Calvino o el fugaz y prodigioso Lampedusa. A partir de los años 70 su obra tuvo cierta revalorización cuando sus dos mejores novelas fueron adaptadas al cine: Todo modo y El contexto. A España llegó también en esa década a través de la editorial Noguer; aunque sería Tusquets quien, en la década siguiente (y hasta el presente), tiene el firme propósito de publicar la casi totalidad de sus novelas a través de la Colección Andanzas y la Colección Fábula.
    En El Consejo de Egipto, obra de 1963, Sciascia muestra ya las virtudes que habrían de emerger plenamente en su obra posterior. Una capacidad grandiosa de fabulación, una sutil ironía, una aparente ambigüedad ideológica que irremediablemente desemboca en la denuncia de la injusticia. El argumento de la obra no tiene desperdicio: en la Sicilia de finales del siglo XVIII, la sociedad —sobre todo la nobleza— palidece ante los horrores que pueden provenir de la vecina Francia revolucionaria. La Ilustración todavía no ha llegado a aquellas latitudes y la superstición campa a sus anchas. Aprovechándose de una casualidad, el abate Vella, ambicioso y sin escrúpulos, finge traducir un antiquísimo códice escrito en árabe —«El Consejo de Egipto»— donde se ponen en entredicho los provilegios de la aristocracia siciliana en beneficio del poder Real y monárquico. El fraude —pues no existe tal códice, sino que es el mismo traductor quien lo inventa y escribe empleando una jerga propia— va a remover los cimientos de la sociedad palermina; y el abate Vella va a ver engordar sus arcas a cambio de ciertos “favores históricos”. Todo es, desde luego, un dislate y una comedia que el abate va a continuar durante más de una década. Los aristócratas ven perder sus feudos y privilegios, igualándose con la plebe que ha de pagar los correspondientes impuestos a la Corona; mientras el abate Vella va dando esperanzas según las dádivas que le llegan. La objetividad de la Historia, parece decirnos Sciascia, es un espejismo; irónica y tristemente, la Historia pertenece y beneficia a aquellos que pueden pagarla. La traducción del «Consejo de Egipto», su redacción última, dependerá de los deseos caprichosos del abate Vella. La Historia, es obvio, la escriben siempre los vencedores.
   Pero nuestros actos precisan de testigos que los alaben. Y así, el abate Vella prefiere salir del anonimato de ser un simple traductor para convertirse en un extraordinario fabulista y creador; por ese motivo, no duda en revelar su fraude, porque necesita demostrar su valía como inventor de supercherías.
    Paralela a esta trama se desarrolla otra más trágica. Un abogado de la ciudad, el venerado Di Blasi, pretende realizar una revolución en pro de la Razón. Traicionado y apresado, será decapitado tras sufrir crueles torturas. La descripción del juicio, alternado con los tormentos, nos da una idea de la frágil y aleatoria Justicia que gobierna la ciudad. Un tema, este de la Justica, en el que Sciascia reincide en todas sus novelas (cfr. 1912+1 o Puertas abiertas, que también reseñé en este blog).

     El abate Vella y el abogado Di Blasi presentan dos modos paralelos de intentar la Revolución (o al menos de pretender que la sociedad feudal imperante desaparezca); pero Di Blasi es ingenuo y crédulo, y confía a ciegas en la fuerza de la Razón. El abate Vella, más realista y más avispado, sabe que la Revolución en imposible, que la superstición del pueblo sólo se puede acallar con una nueva superstición (el fraudulento «Consejo de Egipto»), y desde luego nunca con la Razón. Tancredi, el sobrino del príncipe Fabricio —el protagonista de El Gatoparto, la gran novela sobre Sicilia— lo expresó de un modo inolvidable: «Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie». La oración deviene en axioma, lamentablemente.

Leonardo Sciascia,

El Consejo de Egipto, Tusquets Editores, Barcelona. 194 páginas.

martes, 14 de julio de 2015

MOJADOS DE AZUL, relatos de Javier Carro.


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    Hace algunos veranos me engañaron. Yo fui uno de tantos miles (o quizás millones, porque la estafa fue de órdago) que picó, compró y comenzó a leer una novela que cierta editorial de prestigio (Alfaguara, ¿por qué ir con contemplaciones?) había anunciado como una genialidad. Un fiasco y una auténtica tomadura de pelo y de cuartos: la terminé a salto de mata y la metí en una caja que precinté. Desde entonces decidí, tácitamente, no fiarme de los genios que salen a espuertas, casi cada mes, y que tienen menos de treinta años. ¿A qué viene todo esto?, se habrá preguntado el improbable lector de este artículo. Es simplemente para recordar que la edad de los escritores es una cualidad a tener en cuenta y que, por muy bueno que pueda ser un autor de menos de treinta años, tengo mis dudas de que pueda ser mejor que uno de cincuenta o sesenta o, como sucede con Javier Carro, setenta años. Entre otras razones porque para escribir bien, para hacerlo  notablemente—no basta con tener en el caletre una buena historia: lo importante es saber plasmarla tal y como esa historia requiere y exige—, para escribir de un modo excelente hay que haber leído mucho. Y Javier Carro ha leído mucho.
    Lo primero que llama la atención ya desde la primera página es que estamos no ante una obra menor —como cualquier despistado puede pensar tratándose de una colección de cuentos—, sino ante un volumen meditado, trabajado y escrito con un gusto excelente y una riqueza de vocabulario y un dominio de la técnica literaria que únicamente se puede conseguir tras muchas y muy intensas lecturas. Porque, al fin y al cabo, el buen escritor solo lo es en la medida en que también es buen lector. Cada página escrita exige un millar de páginas leídas.
    Los catorce relatos que propone Javier Carro (gallego afincado en Alicante desde tiempo ha) se leen con el placer y con el gusto del que saborea un vino añejo y asentado, o degusta bocados de platos bien condimentados. De las páginas del libro se desprende la sensación de paciencia y reposo (uno de los relatos, por cierto, está fechado en 1973; y suponemos que habrá sido corregido un sinnúmero de veces), del trabajo realizado con el esmero con que el artesano prudente y meticuloso pule y lima cada detalle por pequeño que este pueda parecer. Hay historias para todos los gustos: vidas que discurren apaciblemente, sorpresas finales, crímenes que nunca serán resueltos, fragmentos de existencia que nos dejan con ganas de saber más, iniciaciones a la madurez, algo de mala lecha y mucho de sensibilidad, fallecimientos anunciados. El “azul” del título es el del cielo de los relatos, el del mar que discurre por una prosa excelsa y magistral, el del color de los ojos de algunas protagonistas femeninas que son heroínas accidentales. «La cripta» —con un final que nos deja en suspenso y nos dibuja una sonrisa en el rostro—, «El suspenso» —en el que asistimos a la iniciación sexual de un adolescente—, «Contornos» —donde el viaje de una pareja es la metafóra de su relación tortuosa— o el delicado (y nuestro favorito) «Una rama florida de manzano» —con el que se inicia el volumen y marca la tónica cadenciosa, rica en matices, en que va a discurrir el resto del libro, sin los exabruptos de la juventud ni la precipitación que encontramos en la literatura que se vende, pero que no convence—; estos son algunos de los títulos del volumen que Javier Carro nos ofrece.
    Si consideran que la lectura no solo debe divertir —que también—, sino enriquecer, Mojados de azul es el volumen que andaban buscando y que la editorial alicantina Agua Clara nos pone ante los ojos para nuestro placer y para hacer más llevaderos los calores estivales.

Javier Carro,

Mojados de azul, Ed. Agua Clara, Alicante, 170 páginas.

domingo, 21 de junio de 2015

SOLARIS: los límites de la humanidad


      Los críticos más catastrofistas («apocalípticos» los denominó Eco) vieron en el cine un enemigo declarado de la literatura. La proliferación de películas —argumentaban— iba a devenir en una disminución de los hábitos lectores. Ello es doblemente exagerado: por un lado, ni antes ni ahora ha existido —y menos en este país— una masa ingente de “lectores”; y por otro lado, a poco que se observe el desarrollo del arte cinematográfico se llegará a la conclusión de que han sido precisamente las obras literarias la principal materia prima de la que dicho arte se ha surtido. Un ejemplo manifiesto de ello (aunque hay a miles) es la novela que aquí reseñamos. Solaris fue escrita por el polaco Stanislav Lem en 1961. El director Andréi Tarkovski realizaba, en 1972, una primera adaptación mediante una película soporífera y pretenciosa. La segunda versión de la novela se estrenó entre nosotros en 2002: protagonizada por el atractivo George Clooney y con claros y evidentes rasgos hollywoodienses, aunque igual de pretenciosa Si cualquiera de estas dos adaptaciones ha servido para que el espectador pasivo se convierta en lector activo debemos alegrarnos; y, de ese modo, de «apocalípticos» trocarnos en «integrados». Aprovechando esta última adaptación cinematográfica la editorial barcelonesa Minotauro ha lanzado al mercado una segunda edición de la novela. Hay que recordar que la primera se remontaba a 1974.
     Al margen de lo cinematográfico, el libro se justifica per se. Confieso no ser especialmente proclive a los relatos de ciencia-ficción: exceptuando a Bradbury y a Asimov mi ignoracia en este subgénero es manifiesta. De hecho del doctor Stanislav Lem (1921) me atrajeron otras obras donde era más evidente el impulso “detectivesco”; hablo de La investigación y de La fiebre del heno.
      La novela Solaris presenta una estructura semejante a la teatral. Hay un escenario único: en un lejano planeta —el que da título a la obra— la Humanidad ha emplazado una estación cuya misión es la de observar el «comportamiento» del océano que cubre el planeta. Aparecen únicamente seis personajes, de los cuales uno es un cadáver y otros dos son meras “apariciones”. El tiempo está convenientemente reducido y anotado: la vida de los habitantes de dicha estación se alarga en la rutina y la cotidianidad más aburrida. Igualmente la acción es también única: ¿el océano que deben observar —y sobre el que viven— puede ser considerado como un «ser inteligente»?. La respuesta, desde luego, no es clara. Lo que sí es evidente es el afán de Lem por mostrarnos un ser humano nunca hecho a la medida del Universo; una Humanidad pretenciosa y con afán imperialista que debe enfrentarse con especies tan innombrables como inescrutables. En cierto modo Lem desprende un aroma típicamente swiftiano (algo semejante ocurre también en su novela La investigación) y nos muestra los lados más absurdos del progreso humano y, desde luego, el desequilibrio existente entre los límites propios del conocimiento terrestre y el desarrollo, a veces incontrolado, de la búsqueda científica.
     Kelvin, el narrador y protagonista, llega a Solaris para sustituir a un científico. Tan pronto como penetra en el habitáculo advierte que la normalidad brilla por su ausencia: el científico de marras se ha suicidado; los otros dos investigadores muestras signos evidentes de histeria, cansancio, desconfianza y miedo; una enorme mujer negra —que, desde luego es imposible que pueda estar allí (aunque esté)— se pasea impunemente por la estación. Cuando, tras pasar la primera noche, Kelvin despierta entre los brazos de Harey, su atractiva novia, a la cual ha dejado ha dejado ¡¡muerta!! en la Tierra... no hace falta ser un lince para advertir que algo no marcha bien.

      El tema, pues, se ha planteado desde las páginas iniciales: ¿Qué sucedería si viéramos realizados nuestros sueños? ¿Cuál sería nuestra comportamiento si se nos ofreciera una segunda oportunidad? En el marco del océano “inteligente y omnipotente” que cubre Solaris, Stanislav Lem nos propone sumergirnos en una historia de amor que (créanme) nunca olvidaremos.




Stanislav Lem

Solaris,

Ed. Minotauro, Barcelona, 2002. 236 páginas.

domingo, 7 de junio de 2015

J. B. PRIESTLEY: una reivindicación necesaria


     John Boynton Priestley (1894-1984) fue un escritor tan polifacético —ensayos, novelas, dramas, artículos periodísticos— y prolífico —tiene en su haber más de cien títulos— como rechazado y denostado por los críticos y los intelectuales de su época. Desde Buenos camaradas (1929) el éxito de lectores le acompañó hasta poco antes de su muerte. Esta novela fue traducida a más de 40 idiomas, y enriqueció a Priestley como ningún otro de sus libros o dramas teatrales. El desconocimiento que de él tiene hoy la gran mayoría de lectores es, en cierto modo, el fruto de la marginalidad y el menosprecio —quizás la envidia— a la que los intelectuales de su época lo condenaron al considerarlo como autor para «lectores sin cultura».
     Priestley estudió en Cambridge y participó en la I Guerra Mundial. Según el autor, esta primera gran conflagación va a marcar la desaparición de la civilización y la irrupción de una nueva barbarie. Esta teoría —implícita en muchos de sus dramas a partir de la década de 1930— se vio lamentablemente confirmada por la II Guerra Mundial —donde sus charlas radiofónicas durante la Batalla de Inglaterra lo convirtieron en figura nacional—; y continuada a través de todos los conflictos que —como consecuencia de ésta— sumieron al mundo occidental en una época de incertidumbre y miedo (la Guerra Fría). Priestley, que vivió 90 años, fue testigo de un siglo crítico.
     Lo cierto es que Priestley escribió mucho, quizá demasiado. El mismo autor lo reconoció muchas veces: de haber concentrado más su potencial y su talento, tal vez hubiera alcanzado el reconocimiento crítico —junto al Nobel, al que fue propuesto en varias ocasiones—. Pero su capacidad de escritura era difícil de domeñar; y así, su reconocido talento se diluyó muchas veces en obras intrascendentes y superficiales.
    De entre su vasta producción novelística salvaríamos ahora media docena de títulos, El callejón del ángel (1930), la simpática aunque intrascendente Los hombres del Juicio Final (1938), El último caso del doctor Salt (1966) —novela policiaca increíblemente amena y con una construcción perfecta— y los relatos ácidos e irónicos agrupados en El Pabellón de las Máscaras (1975) son algunas de sus obras que todavía pueden leerse hoy con gran satisfacción (desde luego buceando en librerías de viejo). Porque esa es otra cuestión: difícilmente se puede conocer y apreciar a un autor cuando su obra se halla prácticamente descatalogada. Las publicaciones más recientes se remontan a 1995, cuando Salvat reedita su biografía Dickens y 1996, cuando aparece La visita del inspector (traducción de Llama un inspector) en Vicens Vives.
   Si su obra novelista sigue los patrones clásicos y tradicionales del género, advertimos en su producción teatral un afán experimental y novedoso. Son estas piezas —sobre todo las que forman la «Tetralogía sobre el Tiempo»— donde la figura de J. B. Priestley alcanza sus máximos logros, encumbrándolo hasta los puestos señeros de la dramaturgia del siglo XX.
   Esquina peligrosa (1932) supuso, desde luego, un jarro de agua fresca para una sociedad, la londinense, volcada con las exitosas comedias burguesas de Coward. Con esta obra se iniciaba un modo de hacer teatro que iba, sin duda, a influir en el resto de dramaturgos occidentales. La tetralogía se completaría con El tiempo y los Conway (1937) —también traducida por La herida del tiempo—, Yo estuve aquí una vez (1937) y Llama un inspector (1947) —a veces conocida por Ha llegado un inspector o La visita del inspector—. En todas ellas se trata el problema del tiempo de un modo insólito: todas rechazan la concepción común de éste, pero cada una ofrece una solución particular al problema. Las obras están construidas de modo tradicional: todas tienen un único escenario durante los tres actos, la acción es —aparentemente— «única», los personajes son pocos y bien definidos. Pero aquí terminan las concesiones a la canonicidad.
  En Esquina peligrosa Priestley se vale de un argumento policiaco para mostrarnos el desmoronamiento de una sociedad sustentada en «el fingimiento de la felicidad». Un corte en el tiempo va a mostrarnos una acción circular.
    El tiempo y los Conway es todo un prodigio escénico. El tiempo rompe su sucesión lineal y cronológica y produce en el espectador (y lector) unos momentos realmente tensos y dramáticos. Era la obra favorita de Priestley. Yo debo confesar que la experiencia catártica que me produjo su lectura ha marcado, inevitablemente, mi carácter. Imaginemos que asistimos a una película donde se cambia el orden de los rollos: en el primer acto —la fiesta del vigésimo cumpleaños de Kay Conway— se nos presentan los personajes, la felicidad que impera en ellos y en la sociedad (la obra se desarrolla en 1919); en el segundo acto se produce un salto de veinte años —es ahora el cuatrigésimo cumpleaños de Kay—: la familia está totalmente destrozada, la infelicidad se ha adueñado de todos ellos; sus vidas son un cúmulo de fracasos y frustraciones; el hogar está quebrado. El tercer y último acto retorna al final del primer acto: ahora los personajes hablan de sus ilusiones, de sus planes para el futuro, de sus esperanzas de éxito y fama. Nosotros ya hemos asistido a ese futuro y las palabras nos suenan terriblemente trágicas: sabemos lo que va a suceder a cada uno de ellos y contrastamos sus ilusiones. Lo realmente frustrante es ser testigo del camino hacia el fracaso que inician los personajes... y sobre todo no poder hacer nada para remediarlo.
    Yo estuve aquí una vez es la menos conocida de la tetralogía. No es de extrañar: se muestra algo confusa y mucho más alambicada que las anteriores. Aquí el tratamiento del tiempo se resuelve de un modo circular: los protagonistas creen estar viviendo en un déjà vu.
     Llama un inspector, su obra más popular, fue estrenada en 1947. Bajo un argumento policiaco la obra critica la insolidaridad del ser humano; e intenta explicar —a través de los actos de un grupo familiar que se sitúa en 1912— la decadencia de la civilización europea. Esta vez el tiempo es tratado de modo circular. Pero más que por la estructura escénica destaca por el sentimiento pesimista que destila. Desde luego Priestley no es un autor “antiguo”; su mensaje es de una vigencia sin paliativos: influido por los pensamientos de John Donne la obra intenta mostrar que cada uno de nosotros es una parte de la sociedad, que nos es imposible huir de nuestra responsabilidad para con ella. «Nunca preguntes por quién doblan las campanas... doblan por ti».

    Toda excusa es válida si el fin perseguido es aceptable: reivindicar la obra de este genial y olvidado dramaturgo fue el propósito de estas líneas.