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sábado, 17 de mayo de 2014

EL MÓVIL: Arte y sangre


Portada de El móvilEn 1994 Woody Allen dirigió Balas sobre Broadway. La película relata las peripecias de un autor teatral y las vicisitudes que debe superar su obra para ser estrenada. En un momento de la película, el escritor (y gángster) que interpreta Chazz Palmintieri asesina a una de las actrices del montaje, alegando que su interpretación perjudicaba la obra. El crimen se jusfica en pro de la obra de arte. Recuerdo ahora esta película y esta secuencia porque presenta ciertas similitudes con la idea que se desprende de la novela corta El móvil: la realización, por parte de un escritor, de una obra maestra a cualquier precio, empleando cualquier medio, pasando por encima de principios éticos y morales.
El móvil de Javier Cercas (Ibahernando, Cáceres, 1962) apareció por vez primera en 1987, dentro de un volumen de relatos. Sin duda, aprovechando el éxito sin paliativos de Soldados de Salamina, fue reeditado por la barcelonesa Tusquets. Lo que podía denunciarse como una mera operación comercial deviene en una alegría para todo lector, porque la novela de Cercas no tiene desperdicio.
El argumento es de lo más excitante: el protagonista, Álvaro, ha desdoblado su existencia entre el trabajo ¾necesario para sobrevivir, pero poco placentero¾ y su pasión por la escritura. Su ambición es crear una obra maestra de la literatura, revolucionar la novelística; y para conseguirlo no va a detenerse ante nada. Semejante al Edgar Allan Poe que, en su Filosofía de la composición, desgranó los elementos que convierten un simple poema en una joya literaria; así Álvaro se comporta como un médico antes de operar, planificando cada paso de su labor hacia esa novela “definitiva”: analiza las creaciones ajenas, aprecia los pros y los contras, busca personajes, imagina argumentos, y cuando ya ha sacado las conclusiones que estima acertadas comienza su tarea. Poco a poco esta labor va a ir absorbiéndolo por completo, hasta llegar a un punto en que la pasión por escribir le hace olvidarlo todo: las barreras que delimitan el Bien y el Mal son derrumbadas; no existen términos en su afán por crear la novela que imagina lo llevará al Parnaso de la Fama. En su intención de buscar un argumento lo más verosímil posible ha observado, como un vulgar voyeur, la vida de sus vecinos. Incluso ha refundido y moldeado esa realidad que lo circunda para adaptarla a sus intenciones.

Se añade, a modo de epílogo, una “Nota de un lector” firmada por el eminente Francisco Rico. Lo cierto es que esta disquisición apenas aporta nada nuevo a la novela de Cercas: más bien sirve para demostrar (por si alguien lo dudaba) que el profesor Francisco Rico posee una de las inteligencias más sabias del panorama intelectual español, aunque a veces cueste de apreciar bajo un estilo enmarañado y tendente a la pedantería y a la autoestima desmedida.

Pero volvamos a El móvil, que se presenta como una obra sobre el hecho de escribir y también como una curiosa novela de misterio, cuyo desenlace ¾que desde luego no desvelaré¾ no va a dejar de sorprender al lector. Quizás en esa pirueta del final ¾demasiado abierto (cosa poco recomendable cuando se trata de una novela policíaca)¾ estribe la única debilidad de una obra redonda: breve, directa, amena, intrigante y bien escrita. Pero no hay que pedir lo imposible. Por principio, toda novela policíaca posee un final de menor calidad que el resto de la obra. Basta con que recordemos a Pascal: lo que realmente nos satisface y divierte es la caza en sí, no la presa última.

El móvil, 
Javier Cercas,
Tusquets Editores, 2003.
110 páginas.

viernes, 16 de mayo de 2014

Brevísima historia de la novela de misterio (IV)


LA NOVELA DE ESPÍAS.


   Aunque hay precedentes en Joseph Conrad (El agente secreto) y en Erskine Childers (El enigma de las arenas), ninguna de estas novelas parece una novela de espías tal y como hoy en día podemos llegar a  concebirla.
   Las novelas de espionaje surgieron a partir del enorme éxito de 39 escalones (1915) de John Buchan. Su personaje Richard Hannay está basado en las experiencias el autor, que trabajó como jefe del Servicio Secreto Británico durante la I Guerra Mundial. Dentro de esta línea argumental y de estilo encontramos la novela El agente secreto (Ashenden, 1924) de Somerset Maughman: colección de historias protagonizadas por el personaje del título.
    Los preparativos y el estallido de la II Guerra Mundial darían un nuevo giro a las novelas de espías. El inglés Eric Ambler escribió media docena de volúmenes que suponían un cambio en el argumento y en el tratamiento literario de este tipo de ficciones. Más que Las fronteras sombrías (The Dark Frontier, 1936) o Epitafio para un espía (1938), su mejor obra es, sin duda, La máscara de Dimitrios (1939), construida a modo de mosaico y sazonada con continuos flash-backs.

    La irrupción de la Guerra Fría daría paso a autores como Ian Fleming, creador del archifamoso Agente 007, James Bond, en Operación Trueno (1955), Desde Rusia con Amor (1957) y Goldfinger (1959), entre más de una docena de títulos. Len Deighton, creador del cínico y desencantado agente secreto Harry Palmer —una especie de respuesta humorística al superhombre de Fleming—, alcanzaría un relativo éxito con Ipcress (1962) y Funeral en Berlín (1964). El autor más importante de este género —y que todavía hoy en día nos sigue regalando con sus obras— es John Le Carré que, tras tantear el género de la novela-enigma (Un asesinato de calidad) se consagraría con El espía que surgió del frío (1963) y El topo (Tinker, Taylor, Soldier, Spy, 1974), donde creó al personaje de George Smiley, desmitificación de los espías aventureros y mujeriegos. Otros autores (Frederick Forsyth y Ken Follet, por ejemplo) intentaron relanzar el género en la década de los 70 y los 80; pero después de la calidad de Le Carré, las comparaciones jugaban en detrimento de todos ellos.

jueves, 15 de mayo de 2014

NO LLEGARÉ VIVO AL VIERNES: el azar programado


       Quizás la vida se rija por la suerte y el azar, o tal vez haya un futuro determinado, trazado ya como un camino más o menos escabroso; o a lo mejor azar y destino son las dos caras de una misma moneda. Ni lo sé ni me preocupa: me limito a vivir… y a leer. Acabo de disfrutar con las últimas páginas de una novela excelente —No llegaré vivo al viernes del asturiano Nacho Guirado, que ya nos había sorprendido con Muérete en mis ojos y No siempre ganan los buenos, ambas en Ediciones B y ambas policiacas— y aunque no he dejado de beberme cada una de sus páginas, aunque no he podido sustraerme a una trama y a un andamiaje envolvente y atractivo, lo cierto es que me es imposible contaros el argumento en unas pocas líneas.
     Nacho Guirado edifica su obra en torno al azar. Pero, a diferencia de la vida real, el azar en el arte es un azar programado: una contradicción que es el único defecto de esta novela. Conseguir que cada hecho ejemplifique y muestre el azar del que nace resta naturalidad a la historia. Otros lo habían intentado antes, sobre todo en el cine, cuya brevedad (el tiempo de visionado) acentúa la rapidez de los acontecimientos y por tanto contribuye a limar artificiosidad a ese azar programado del que hablaba. Me viene a la memoria el Thornhill que inmortalizó Cary Grant en Con la muerte en los talones, confundido por azar con el inexistente señor Kaplan; y algunas obras de Robert Altman y de Woody Allen; o Pulp Fiction, que quizás comenzara el filón, hasta llegar a las más recientes Amores perros, 21 gramos, Crash o Babel (que parecen haberlo agotado ya).
    Soy de la opinión de que lo mucho cansa y, a la postre, termina siendo poco creíble. La tensión no decae en ningún momento de No llegaré vivo al viernes: y esto es bueno, y es malo. Bueno porque impide que el lector cierre el libro y se dedique a otros menesteres; malo porque no deja ningún tiempo de respiro, de reflexión, ningún tiempo muerto que permita recapacitar sobre lo ya leído. De este modo la novela se lee en un estado de tensión que roza y bordea el infarto: pero una vez leída todo parece desinflarse.

     Personajes y situaciones se suceden como las aguas de una catarata: imposibles de detener. Un registro policial que termina en un baño de sangre; un vulgar mangui convertido en el blanco de una red mafiosa; el asalto a un chalé que deviene en una carnicería; un policía corrupto que se cruza con unos asesinos a sueldo; amigos de siempre que viven en mundos opuestos; damas de alto copete algo promiscuas; hermanas histéricas y cuñados calzonazos que deciden ser bravos en el momento más inoportuno… Violencia, droga, egoísmo, amistad e hipocresía se dan cita en esta novela que resulta imposible de sintetizar pero que, sin embargo, es también imposible de olvidar. De un modo u otro, no os dejará indiferentes.

No llegaré vivo al viernes,
Nacho Guirado,
Ediciones B.
289 páginas.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Poemas para una exposición (III)


Caminante sobre un mar de hierba (1818), de Caspar D. Friedrich.

Óleo sobre lienzo



                                 A
                           horcajadas
entre        niebla       y        montañas
—sobre el rasero que mide y sopesa
este agónico mundo—, absorto y solo,
contemplo y temo ahogarme
en este océano que no abarco
(toda percepción precisa anteojeras),
que apenas consigo vislumbrar con gran esfuerzo.

        Mejor perder el recuerdo
cuando todo me induce a dudar de un universo
jamás hecho a la medida del hombre;
cuando todo me lleva a desconfiar del hombre:
jamás hecho a la medida del universo.

        Los ojos siempre precisan de círculos:
límites, rejas y báculos
donde apoyar sensaciones tan débiles.
 Una ciencia, un baremo
que cimiente las sombras
y congele las lluvias del recuerdo. 

      Todo fue distante, todo pasado,
todo exige
esa raíz común
que procura
que las imágenes no se despeñen;
esa piedra donde asentar el alma,
si ya las esperanzas volaron con los años;
un mundo donde seguir bostezando;
una vida —un                       largo                               corredor—
donde todos tengamos nuestra puerta
y el precipicio, y el veneno de la costumbre
que nos endulce el alma.

      La caída es más incierta
que el retorno a la mentira.

martes, 6 de mayo de 2014

LA MUJER QUE NO BAJÓ DEL AVIÓN: vidas paralelas



       He llegado a la última línea, cierro la novela y noto que no me hubiera importado leer varias decenas más de páginas. Me asombra que con un material escaso —apenas media docena de personajes (aunque excelentemente definidos); dos situaciones paralelas (pero intensas); un tiempo novelístico que comprende cuatro o cinco días; nada de tiros, ni de sexo, ni de acción trepidante, ni de golpes de efecto— haya podido surgir una novela que se lee de un tirón, con el corazón palpitando y el deseo de devorar las páginas, de llegar a un final que, por otra parte, ya conocemos en gran medida.
      Más tarde, cuando leo en la solapa que la autora tiene en su haber una decena de novelas ya no me sorprende tanto: se nota el oficio, el dominio del lenguaje narrativo, el cuidado del tempo y del ritmo: cuando la (escasa) acción tiende a adensarse demasiado, Empar Fernández sabe dar el giro oportuno o, simplemente, plantar el punto y final e iniciar un nuevo capítulo, dejándonos con el deseo de conocer más, de continuar leyendo.
       Posee la autora una cualidad cada vez menos frecuente entre los de su gremio (¿será un problema derivado del uso del procesador de textos? Lo más seguro): la medida exacta (to metrión, “el equilibrio”, lo llamaron los griegos). Proliferan en los estantes de las librerías mamotretos de mil páginas, como si escribir consistiera en decirlo todo, en describirlo todo, en no dejar nada a la imaginación del lector. Gran parte de la novela actual (no solo española) se asemeja sospechosamente a la novela juvenil; no por lo que esta tenga de carácter negativo (que no lo tiene, por otro lado: sirve para lo que sirve, para crear nuevos lectores), sino porque no deja margen al lector para imaginar, corroborar o refutar. El autor te lo da todo con cucharilla, como un bebé alimentado por sus progenitores. Por el contrario, Empar Fernández sabe que la insinuación y la elipsis son armas poderosamente literarias, y las emplea con maestría y sin complejos.
      Álex Bernal, el narrador de la novela, es un pobre desgraciado, un abúlico, un ser que se limita a ver pasar la vida: sin dinero, sin expectativas; como decían nuestros abuelos: sin oficio ni beneficio. Sobrevive en una Barcelona actual a base de sablazos a familiares (su hermano) y amigos (otro descentrado como él). Tras un tiempo en Roma —donde ha seguido hundiéndose en la ciénaga vital donde respira—, llega al aeropuerto. Allí robará el equipaje de otra persona, una mujer, que no lo recoge de la cinta giratoria. Al abrirlo hallará una urna funeraria colmada de cenizas y un diario donde Sara Suárez, la pasajera que no recuperó su equipaje, relata la parte final de su vida.. La novela, desde ese momento, se desarrolla mediante la alternancia de dos voces: la de Álex —intentando medrar en la vida, esquivando a la policía que busca al ladrón de la maleta— y la de Sara —sus deseos e impulsos, el relato de una existencia marcada por una error juvenil que devendrá en una tragedia doble.

       Imposible seguir contando más sin mostrar la parte más esencial del argumento. Callo, pues. Solo añadir dos cosas: la primera, no es la mejor novela que he leído pero sí una de las que he degustado con más rapidez, lo cual, demuestra que ciertos axiomas literarias se cumplen (“Lo que se lee sin dificultad es que ha costado mucho de escribir”); y la segunda, que Empar Fernández va a ser, desde ahora en adelante, un nombre de referencia en la novela española del siglo XXI. Y nosotros estaremos aquí para comprobarlo.

Empar Fernández,
ed. Versátil, 2014.
270 pp.

lunes, 5 de mayo de 2014

EL VIOLÍN NEGRO: el material del que se hacen los sueños.



     Aunque los modernistas españoles adoraban París, muchos de ellos nunca llegaron a pisarlo. Cuentan que el poeta Villaespesa había deseado siempre conocer la capital francesa. Y cuentan que, en cierta ocasión, tuvo la oportunidad de entrar en sus calles, admirar su río, sentir el sonido de su música... pero, a las puertas de la gran ciudad, ordenó al chófer del automóvil que lo transportaba que diera media vuelta y regresara a España: prefería soñar París antes que arriesgarse a un desengaño.
       
La novela de Maxence Fermine (Albertville, 1968) no habla de Villaespesa ni del Modernismo; y aunque no podemos dejar de admitir que París aparece en sus bellas páginas, podemos asegurar que no es el tema predominante. El violín negro habla de deseos y obsesiones... y de cómo, a veces, es preferible seguir soñando y anhelando.
     El violín negro es una novela tan breve como inclasificable: moldeada mediante breves pinceladas tiene mucho de los cuadros de Seurat y del puntillismo. Componen la obra 45 escuetos capítulos, agrupados en tres partes, donde se conjuga la fantasía y la inmediatez de la Historia. Hay momentos donde la estética naif lo cubre todo: el autor se entretiene infantil y absurdamente en redundancias y aposiciones manidas y evidentes; pero hay otros momentos donde el libro se eleva sobre la pobre realidad que circunda al lector. Absorbido y vencido por el relato ¾a veces, contado por un autor omnisciente; otras, a través de la voz de uno de sus protagonistas¾, el lector apenas necesita realizar esfuerzo alguno para aprehender: pues la prosa que lo forma es tan formalmente ligera como exacta.
     En 1795 las tropas napoleónicas entran en Venecia. Entre sus filas se encuentra el violinista Johannes Karelsky, herido y convaleciente. El azar o el destino lo lleva a ocupar la vivienda del segundo protagonista de nuestra historia: Erasmus, un anciano luthier, que fuera alumno del gran Stradivarius. El gusto por el aguardiente y el ajedrez, pero sobre todo el amor por la música va a unir a estos dos hombres. Karelsky vive obsesionado por la composición de una ópera sublime; Erasmus se oculta del mundo porque tiempo atrás, como un nuevo Prometeo, arrebató a Dios el secreto de la creación. Entre ellos, sobre ellos, uniéndolos para siempre se alza el contorno femenino de un violín negro, la obra maestra de Erasmus y también su pecado y su penitencia. El extraño comportamiento de Erasmus provoca en Karelsky la curiosidad inmediata. El anciano, poco antes de morir, cofiará su secreto al joven violinista.
      Lo que sorprende de esta novela es la delicadeza de sus líneas: discurre la historia con la cadencia del trabajo bien hecho. Quizás otro autor hubiera realizado una obra monumental y voluminosa; Fermine ha preferido la exactitud de hechos y pensamientos al barroquismo de los detalles. Nada en la novela es baladí. Como en un rompecabezas, cada gesto o palabra de sus personajes va a servir para completar un mosaico tan delicado como sabio donde se expone, bajo el aspecto de una historia ciertamente fabulosa y fantástica, una seria reflexión sobre la creación artística.
     El final de la novela, como no podría ser de otro modo, no puede responder a tal cuestión: ¿de qué están hechos los sueños? ¿es capaz el arte de aprehender el mundo, de dar forma a nuestros deseos? No se trata de la realidad enfrentándose al deseo y las ansias; se trata de hallar el material que nos permita forjar y conseguir nuestros sueños. Los personajes de El violín negro encuentran ese material, pero su actitud y comportamiento nos confirman que, a la postre, tal vez sea mejor desear algo que obtenerlo.

Maxence Fermine.
Ed. Anagrama, 2002.
133 páginas.

miércoles, 30 de abril de 2014

Brevísima historia de la novela de misterio (III)



El folletín de misterio y el thriller original.

Dentro de la que podríamos denominar “novela policiaca de aventuras” (también thriller) encontramos al incombustible (y muchas veces insoportable) Edgar Wallace. Este inglés publicó su primera novela en 1905, Los cuatro hombres justos, y hasta su muerte, acaecida en 1932, escribió ciento cincuenta novelas, además de un buen número de piezas teatrales, cientos de cuentos y decenas de artículos periodísticos; incluso se atrevió con los guiones cinematográficos —suyo es el primer y legendario King Kong (1933)—. En su plenitud creadora llegó a dictar una novela completa en un fin de semana y era vox populi que uno de cada cuatro libros que se vendía en Inglaterra era de su cosecha. En el año 1928 tuvo unos ingresos superiores a 50.000 libras: toda una fortuna, en la figura de un escritor, incluso hoy en día. Entre sus novelas hay auténticos plomazos difíciles de digerir, junto a obras más dignas de consideración como es el caso de El misterio de la vela torcida (1917) o El secreto del alfiler (1923) —en el que roza la novela enigma y cuyo sistema para cerrar una habitación por dentro sería citado y empleado por otros autores.
En 1907, en Francia, Maurice Leblanc había sacado a la luz las aventuras de Arsenio Lupin, caballero ladrón. Las proezas de tan insigne ladrón de guante blanco —aliado siempre con la justicia; aunque no con la policía— se sucedieron con enorme éxito hasta los primeros años de la década de 1930: La aguja hueca, El tapón de cristal y 813 son algunos de sus mejores títulos.
También en Francia aparece otro héroe ambiguo: Fantomas. Su primera novela se publica en 1911 y es producto de dos autores: Pierre Souvestre y Marcel Allain. Las aventuras de tan escurridizo delincuente y su incansable perseguidor Juve, el agente de la Sureté, se desarrollan a lo largo de una treintena de volúmenes. Hay todavía mucha de la truculencia de la novela folletinesca, con sus golpes de efecto y sus soluciones románticas y fantásticas.
Otra figura con una mente retorcida y criminal nace en 1913 de la mano del también enigmático Sax Rohmer. El doctor Fu-Manchú apareció por vez primera en El demonio amarillo (The Mistery of the Dr. Fu Manchu): genio del mal enfrentado eternamente con el agente secreto sir Daniel Nayland Smith. En palabras de Julian Symons (con quien coincido plenamente), estas novelas son auténtica basura, bodrios sin apenas rasgo alguno de verosimilitud o seriedad; pero que adquirieron una fama enorme —acentuada posteriormente por la intervención japonesa en la II Guerra Mundial— e hicieron de su malévolo protagonista una figura popular.
Mayor calidad —aunque quizás tampoco mucha— poseen las aventuras de Simón Templar “el Santo”, el aventurero salido de la pluma de Leslie Charties en 1928 en El Santo contra el Tigre (Meet the Tiger). Por espacio de más de treinta años pobló los escaparates de las librerías, y su fama se vio acentuada al convertirse en serie de televisión a mediados de los años 50, protagonizada por Roger Moore.

viernes, 25 de abril de 2014

Friedrich Dürrenmatt: Justicia poética.



      Cuando Orson Welles pronunció aquel célebre y breve discurso sobre los suizos y el reloj de cucú, Friedrich Dürrenmatt todavía era un joven aspirante a escritor; de lo contrario el actor y director estadounidense habría cometido una omisión imperdonable. Por fortuna existen en España ciertas editoriales que —junto a su labor netamente comercial— no olvidan un oasis en sus colecciones para ciertos autores que, tal vez no conocidos por el gran público, merecen el calificativo de clásicos: Dürrenmatt (Suiza, 1921-1990) es uno de ellos. Filósofo y  dramaturgo—de entre cuya producción teatral cabe destacar La visita de la vieja dama (1956) —, Dürrenmatt inició su faceta novelística a partir de 1985, y precisamente con la novela que aquí reseñamos. A ésta siguieron El encargo, Justicia y La sospecha, entre otras, todas ellas publicadas en España por Tusquets Editores, y todas ellas bajo las premisas argumentales de la novela policiaca.
         En la inmensa mayoría de las novelas policiacas suele suceder que la partida (el enigma propuesto) y el camino (las indagaciones) son más atractivos que la meta (la solución final). Por suerte en El juez y su verdugo ambos —planteamiento y desenlace— son igual de atractivos: en el otoño de 1948 el cadáver de un policía de Berna es hallado en su coche. Un disparo en la sien ha terminado con su vida. La investigación del caso es encargada a su superior, el anciano comisario Bärlach, quien muy pronto delega en el agente Tschanz, joven y ambicioso. El autor no cae en la clásica novela iniciática o generacional: Bärlach no se siente nunca agobiado por el ímpetu del joven Tschanz. Nuestras preferencias  —como las de Dürrenmatt— recaen inevitablemente del lado del anciano comisario quien, más preocupado en vencer al cáncer de estómago que continuamente muestra sus fauces, enseña su apatía en la investigación, convencido desde los primeros momentos —como nos sugiere el autor— de la identidad del asesino.
       El lector asiste a la investigación y los interrogatorios, y con el cierre de cada capítulo sus sospechas recaen en un nombre diferente. Todo parece anodino y a la vez importante: una palabra no dicha o pronunciada; un gesto reprimido o realizado; un cigarrillo encendido o apagado; un saludo o una despedida.
Hay momentos realmente magistrales, como la descripción del entierro, junto a otros donde cabe interpretar la autoparodia, como en el interrogatorio a un escritor; pero ninguno de ellos, ni el aparentemente más relajado, defrauda.
        Como no podía ser de otra manera la trama se complica y surge, como en casi toda la obra del autor, la crítica a la inviolabilidad del poder, tanto político como económico. Cuando parece que todo va a concluir con la conocida fórmula de la victoria del poderoso, el casi moribundo comisario Bärlach remata la obra con un acto demiúrgico: la realización de una Justicia tan eficaz como Poética.
        Uno lamenta que ciertas situaciones de la vida no pueda terminar como una novela. Tal vez ahí resida la grandeza de la vida y de la literatura.

 Friedrich Dürrenmatt, El juez y su verdugo.
Tusquets Editores.
169 páginas. 
                                                                                 

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