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domingo, 7 de junio de 2015

J. B. PRIESTLEY: una reivindicación necesaria


     John Boynton Priestley (1894-1984) fue un escritor tan polifacético —ensayos, novelas, dramas, artículos periodísticos— y prolífico —tiene en su haber más de cien títulos— como rechazado y denostado por los críticos y los intelectuales de su época. Desde Buenos camaradas (1929) el éxito de lectores le acompañó hasta poco antes de su muerte. Esta novela fue traducida a más de 40 idiomas, y enriqueció a Priestley como ningún otro de sus libros o dramas teatrales. El desconocimiento que de él tiene hoy la gran mayoría de lectores es, en cierto modo, el fruto de la marginalidad y el menosprecio —quizás la envidia— a la que los intelectuales de su época lo condenaron al considerarlo como autor para «lectores sin cultura».
     Priestley estudió en Cambridge y participó en la I Guerra Mundial. Según el autor, esta primera gran conflagación va a marcar la desaparición de la civilización y la irrupción de una nueva barbarie. Esta teoría —implícita en muchos de sus dramas a partir de la década de 1930— se vio lamentablemente confirmada por la II Guerra Mundial —donde sus charlas radiofónicas durante la Batalla de Inglaterra lo convirtieron en figura nacional—; y continuada a través de todos los conflictos que —como consecuencia de ésta— sumieron al mundo occidental en una época de incertidumbre y miedo (la Guerra Fría). Priestley, que vivió 90 años, fue testigo de un siglo crítico.
     Lo cierto es que Priestley escribió mucho, quizá demasiado. El mismo autor lo reconoció muchas veces: de haber concentrado más su potencial y su talento, tal vez hubiera alcanzado el reconocimiento crítico —junto al Nobel, al que fue propuesto en varias ocasiones—. Pero su capacidad de escritura era difícil de domeñar; y así, su reconocido talento se diluyó muchas veces en obras intrascendentes y superficiales.
    De entre su vasta producción novelística salvaríamos ahora media docena de títulos, El callejón del ángel (1930), la simpática aunque intrascendente Los hombres del Juicio Final (1938), El último caso del doctor Salt (1966) —novela policiaca increíblemente amena y con una construcción perfecta— y los relatos ácidos e irónicos agrupados en El Pabellón de las Máscaras (1975) son algunas de sus obras que todavía pueden leerse hoy con gran satisfacción (desde luego buceando en librerías de viejo). Porque esa es otra cuestión: difícilmente se puede conocer y apreciar a un autor cuando su obra se halla prácticamente descatalogada. Las publicaciones más recientes se remontan a 1995, cuando Salvat reedita su biografía Dickens y 1996, cuando aparece La visita del inspector (traducción de Llama un inspector) en Vicens Vives.
   Si su obra novelista sigue los patrones clásicos y tradicionales del género, advertimos en su producción teatral un afán experimental y novedoso. Son estas piezas —sobre todo las que forman la «Tetralogía sobre el Tiempo»— donde la figura de J. B. Priestley alcanza sus máximos logros, encumbrándolo hasta los puestos señeros de la dramaturgia del siglo XX.
   Esquina peligrosa (1932) supuso, desde luego, un jarro de agua fresca para una sociedad, la londinense, volcada con las exitosas comedias burguesas de Coward. Con esta obra se iniciaba un modo de hacer teatro que iba, sin duda, a influir en el resto de dramaturgos occidentales. La tetralogía se completaría con El tiempo y los Conway (1937) —también traducida por La herida del tiempo—, Yo estuve aquí una vez (1937) y Llama un inspector (1947) —a veces conocida por Ha llegado un inspector o La visita del inspector—. En todas ellas se trata el problema del tiempo de un modo insólito: todas rechazan la concepción común de éste, pero cada una ofrece una solución particular al problema. Las obras están construidas de modo tradicional: todas tienen un único escenario durante los tres actos, la acción es —aparentemente— «única», los personajes son pocos y bien definidos. Pero aquí terminan las concesiones a la canonicidad.
  En Esquina peligrosa Priestley se vale de un argumento policiaco para mostrarnos el desmoronamiento de una sociedad sustentada en «el fingimiento de la felicidad». Un corte en el tiempo va a mostrarnos una acción circular.
    El tiempo y los Conway es todo un prodigio escénico. El tiempo rompe su sucesión lineal y cronológica y produce en el espectador (y lector) unos momentos realmente tensos y dramáticos. Era la obra favorita de Priestley. Yo debo confesar que la experiencia catártica que me produjo su lectura ha marcado, inevitablemente, mi carácter. Imaginemos que asistimos a una película donde se cambia el orden de los rollos: en el primer acto —la fiesta del vigésimo cumpleaños de Kay Conway— se nos presentan los personajes, la felicidad que impera en ellos y en la sociedad (la obra se desarrolla en 1919); en el segundo acto se produce un salto de veinte años —es ahora el cuatrigésimo cumpleaños de Kay—: la familia está totalmente destrozada, la infelicidad se ha adueñado de todos ellos; sus vidas son un cúmulo de fracasos y frustraciones; el hogar está quebrado. El tercer y último acto retorna al final del primer acto: ahora los personajes hablan de sus ilusiones, de sus planes para el futuro, de sus esperanzas de éxito y fama. Nosotros ya hemos asistido a ese futuro y las palabras nos suenan terriblemente trágicas: sabemos lo que va a suceder a cada uno de ellos y contrastamos sus ilusiones. Lo realmente frustrante es ser testigo del camino hacia el fracaso que inician los personajes... y sobre todo no poder hacer nada para remediarlo.
    Yo estuve aquí una vez es la menos conocida de la tetralogía. No es de extrañar: se muestra algo confusa y mucho más alambicada que las anteriores. Aquí el tratamiento del tiempo se resuelve de un modo circular: los protagonistas creen estar viviendo en un déjà vu.
     Llama un inspector, su obra más popular, fue estrenada en 1947. Bajo un argumento policiaco la obra critica la insolidaridad del ser humano; e intenta explicar —a través de los actos de un grupo familiar que se sitúa en 1912— la decadencia de la civilización europea. Esta vez el tiempo es tratado de modo circular. Pero más que por la estructura escénica destaca por el sentimiento pesimista que destila. Desde luego Priestley no es un autor “antiguo”; su mensaje es de una vigencia sin paliativos: influido por los pensamientos de John Donne la obra intenta mostrar que cada uno de nosotros es una parte de la sociedad, que nos es imposible huir de nuestra responsabilidad para con ella. «Nunca preguntes por quién doblan las campanas... doblan por ti».

    Toda excusa es válida si el fin perseguido es aceptable: reivindicar la obra de este genial y olvidado dramaturgo fue el propósito de estas líneas.            

sábado, 30 de mayo de 2015

SEFARAD: homine homini lupus.

   La sentencia amarga y cierta de Hobbes recorre Sefarad, la décima novela de Antonio Muñoz Molina. La obra no admite el calificativo genérico sin una aclaración: no se trata de una novela al uso (ni al clásico ni al vanguardista). El subtítulo de la obra Una novela de novelas, nos da la pista para su clasificación. La obra es un mosaico denso y complejo donde se suceden casi dos decenas de historias: algunas independientes, otras entrelazadas a través de personajes, espacios o tiempos.
     Compuesta por 17 relatos o fragmentos, la obra no avanza ¾no existe ni introducción, ni nudo, ni desenlace¾, sino que deviene en un torbellino, en una vorágine que absorbe al lector y también al narrador. Son 17 historias las presentadas, no todas entrelazadas, no todas independientes: una columna vertebral las recorre todas ¾como la silueta del tren o la presencia de Kafka que recorren las líneas de la obra¾; una idea que se convierte en el centro de ese torbellino, en el vórtice que lo absorbe todo: la denuncia del ser humano y de su crueldad innata, representada sobradamente en este siglo XX cuya sombra todavía nos cubre. Todos los personajes de esta obra son apátridas y/o fugitivos: desde el gris oficinista atrapado en una ciudad que odia y en un despacho que aborrece; desde el padre de familia que sueña con una vida alejada de la rutina; desde la monja algo alocada que calma su hambre de horizontes con aventuras sexuales a medianoche; desde el enfermo que ve delimitado su mundo a un balcón... hasta el inválido que encuentra la frontera de las muletas; hasta el judío delatado por sus vecinos; hasta el servicial camarada que, sin razón, deviene en el enemigo al que hay que eliminar; hasta la esposa cuyo marido figura en una lista de desaparecidos y en una de las pancartas que se muestran cada domingo en la Plaza de Mayo.... Son tantas los retazos de historias y tantos los entrecruzamientos que llega un momento en que el lector se convierte en investigador, porque aparecen datos, nombres, escenas y personajes que recuerdas (o crees recordar) haber leído unas páginas antes, pero no consigues saber exactamente dónde. Nos podrá gustar o no (incluso habrá quien no la termine de leer); pero no nos dejará indiferentes. Y esa es su principal intención: remover nuestra conciencia.
    Que Sefarad es una obra grandiosa y compleja uno la advierte al comprobar la larga serie de situaciones y personajes que la siembran; y sobre todo al admirarse de la prosa fértil y desbordada de Muñoz Molina. Mezclando documentos históricos y literarios con otros claramente autobiográfico, haciendo uso de la primera, la tercera e incluso la segunda persona verbal, la obra se convierte en ensayo filosófico, social y político. A veces es Proust quien aflora por entre las líneas, otras es Thomas Mann; pero siempre es el inconfundible estilo de Muñoz Molina el que te atrapa y te arrastra, con consecuencias ¾como en el relato titulado “Ademuz”¾ liberadoramente catárticas.
    Es evidente que ante tal caudal de datos y páginas el pulso del autor se resiente en algunos momentos, y entonces aparece el lastre molesto de la documentación minuciosa, de las nombres y datos que llegan a la mente, pero no al corazón. No es una queja: sé que una novela semeja una carrera de larga distancia donde el autor ¾y también el lector¾ necesitan tomar aliento.

     Sefarad es un desahogo, pero también una denuncia y una llamada de atención. Muñoz Molina nos realiza un mosaico del siglo XX y el resultado es argumentalmente negro. Sólo nos cabe una esperanza: el hecho de que todavía haya alguien que pueda y quiera mostrar la crueldad de nuestra especie, que pueda reflexionar sobre nuestra sociedad. La intolerancia y el fanatismo pueden acabar con el ser humano: y muchas de las vidas aquí relatadas son una prueba irrefutable. Pero la novela no es maniquea en el trato de los personajes. Lo trágico y triste no es que cualquiera de nosotros pueda ser hoy o mañana un ser perseguido... lo peor de todo es que también puede convertirse en un delator.

Antonio Muñoz Molina,

SefaradAlfaguara, Madrid, 2001. 599 páginas.

sábado, 23 de mayo de 2015

LA LISTA DE LOS CATORCE: una nueva mirada a la postguerra española


LA SANGRE DE LOS DERROTADOS

    Aunque lleva algunos años (demasiados) sin asomarse a las librerías, siempre he pensado que Nacho Guirado era (y es) un autor de altos vuelos. Tras regalarnos notables novelas negras (tres títulos en tres años: No siempre ganan los buenos, Muérete en mis ojos y No llegaré vivo al viernes, todas en Ediciones B), el escritor asturiano se embarcó en la aventura de la novela histórica.
     La lista de los catorce es una extensa novela que se lee de un tirón. Tomando como base la vida del abuelo del narrador, la obra no se detiene en analizar la vergonzosa herida de la Guerra Civil (aunque la fotografía de la portada y el título —demasiado cercano al de Las trece rosas— podrían erróneamente sugerir), sino que va un paso más allá y nos habla de la postguerra de los derrotados, de los años colmados de sufrimiento e impotencia, del abuso de los vencedores… de la sinrazón del odio y la venganza. ¿Recuerdan en Las bicicletas son para el verano las palabras de don Luis a su hijo? “Pero no ha llegado la paz, Luisito: ha llegado la  victoria”; pues eso.
    Los lectores —conducidos por un ritmo endiablado y por una prosa funcional y directa que no se regodea en florituras porque el tema no lo permite— asisten a las amarguras de Ignacio Blas, un militante socialista que, tras la guerra, sufre las penurias de las cárceles franquistas, los terrores de las condenas a muerte perdonadas in extremis y, finalmente, el castigo de veinte años de trabajos forzados en las minas asturianas, bajo la mirada acerada e hiriente del jefe local de la Falange, quien no dudará lo más mínimo en imponer sus ambiciones y sus ansias de poder a cualquier precio.
     Ante algunos “nuevos historiadores” empeñados en magnificar o disminuir a conveniencia nuestra guerra y sus consecuencias, me atrevo a afirmar que La lista de los catorce es una novela necesaria, imprescindible para reflexionar sobre lo que hicieron (o padecieron) nuestros abuelos. Nacho Guirado combina con maestría las vicisitudes históricas (merced a una labor de documentación encomiable) con las peripecias más íntimas de los personajes principales. Conocedor del terreno en el que mueve sus creaciones, el autor convierte en fácil lo difícil y es capaz de crear unos caracteres inolvidables y unos momentos que cualquier lector de más de sesenta años recordará perfecta y amargamente.

     Hay que lamentar que en las novelas los monstruos, cuya sombra oscureció y oprimió a la sociedad española de aquellos años, posean nombre y rasgos cuando, a la luz de sus repugnantes actos, no merezcan otra cosa que el silencio y el olvido.

Nacho Guirado

La lista de los catorce,

Ed. Martínez Roca Ediciones, 2009. 443 páginas.

sábado, 16 de mayo de 2015

SIGFRIDO: las razones del mal

     En el año 1970 se conmemoró el 25 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez por esa razón durante aquella década proliferaron novelas que intentaban dar una nueva vuelta de tuerca al “problema nazi”: no sólo recordaban el holocausto judío (como hizo una popular serie televisiva), sino que intentaban mostrar las diabólicas peripecias de aquellos nazis que habían podido escapar y ocultarse. En un primer momento fueron novelas como Odessa de Frederic Forsyth, Los niños del Brasil de Ira Levin o Marathon Man de William Goldman; más tarde, a partir de la segunda mitad de la década, se sucedieron las correspondientes adaptaciones cinematográficas: de Ronald Neame, de Franklin J. Schaffner y de John Schlesinger, respectivamente.
      Sigfrido, novela de Harry Mulisch (1927) publicada en Holanda en 2001, es heredera de esta moda, pero en calidad e intención sobrepasa a sus antecesoras: lejos de quedarse en un argumento original, Mulisch intenta dar una razón filosófica a la persona y la actitud de Hitler; y, por ende, a la razón de todo acto monstruoso, deleznable, ...¿inhumano?
      El protagonista de la novela es Rudolf Herter, un famoso escritor holandés, ya septuagenario que representa un alter ego irónico y, a veces, cínico del propio Harry Mulisch. En Viena, donde ha acudido a presentar su último libro, conoce al matrimonio Falk, dueños y guardianes de un secreto que precisan transmitir antes de que sea demasiado tarde. La pareja, en su juventud, formó parte del servicio personal de Hitler y Eva Braun, en su residencia alpina. Allí, en noviembre de 1938, justo durante la trágicamente famosa “Noche de los critales rotos”, Eva Braun, embarazada del Führer, alumbró un niño: Sigfrido. Por órdenes del dictador alemán, el pequeño hubo de ser considerado como el hijo del matrimonio Falk, quienes debían cuidarlo y guardar el más absoluto silencio.
      Dividida en 19 capítulos y escrita casi íntegramente en tercera persona, la novela se mueve entre la crónica diaria y rutinaria del escritor Herter —conferencias, entrevistas, firmas de libros, cenas de compromiso; relaciones familiares con su ex mujer y su nueva compañera, a la que dobla en edad— y la promesa de una revelación, la de los Falk, que al final se hace evidente. De ese modo es fácil agrupar los capítulos en varias partes implícitas: una primera parte que muestra al escritor en su hábitat, donde es el protagonista; una segunda parte donde es un mero oyente, pues el protagonismo recae en el octogenario matrimonio Falk, quienes desvelan a Herter su secreto; y una tercera parte, increíble (pues no se da ninguna justificación al respecto. ¿La conocen el resto de personajes o sólo el lector?), como caída del cielo, donde se nos muestra el diario íntimo de Eva Braun, amante y finalmente esposa del Führer.
     Lo que sorprende de la novela, al margen de tan sabroso argumento, es el virtuosismo de Mulisch en el manejo de la técnica novelesca. Diálogos, descripciones, párrafos en estilo indirecto, alternancias de tiempos verbales, acciones, pensamientos y reflexiones filosóficas, descripciones históricas... decenas de recursos y modos de escritura que son utilizados magistralmente por el autor holandés. Tanto es así que el lector apenas percibe el artificio, la tramoya de la novela. Una prosa directa y certera no admite sino pleitesía y admiración. Confieso que es la primera novela de Mulisch que leo; sé que no será la última.

     Más allá del horror que pueda transmitir un personaje tan monstruoso como Adolf Hitler, Mulisch —a través de la obsesión de su protagonista— profundiza en la razón última y primigenia de esa maldad, intenta apartar el embozo para encontrarse y enfrentarse a la más absoluta, estéril e indescifrable Nada. Wagner, Schopenhauer y, como no, Nietzsche aparecen frecuentemente mencionados a lo largo de la narración; son excusas, salientes a los que los protagonistas deben asirse para intentar descifrar lo indescifrable. Herter, incluso, intenta buscar relaciones que van más allá de la mera casualidad y parecen adentrarse en el Destino, en el Fatum... en la Fatalidad. Si el mundo es una moneda con dos caras, si Bien y Mal son recíprocamente necesarios, si la Bondad de Dios es infinita... ¿cómo hemos de suponer que será el poder del Mal?

Harry Mulisch,

Sigfrido, Tusquets Editores, 2004. 198 págs.


sábado, 18 de abril de 2015

¿QUÉ ES EUROPA? Brevísima reflexión


      El continente europeo es una superficie de tierra que sobrepasa los diez millones de kilómetros cuadrados. Está delimitado por el Océano Atlántico, al Oeste; el Mar Mediterráneo, el Mar Negro y las montañas del Cáucaso, al Sur; el Mar de Noruega y el mar de Barents, al Norte; y el Mar Caspio y los Montes Urales, al Este.
     Abarca, si nuestros números no andan errados, cuarenta y dos estados: Islandia, Irlanda, Reino Unido, Portugal, España, Andorra, Francia, Bélgica, San Marino, Mónaco, Liechtenstein, Luxemburgo, Italia, Serbia, Montenegro, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Macedonia, Grecia, Albania, Bulgaria, Rumanía, Hungría, Eslovenia, Malta, Suiza, incluso una parte de Turquía (donde está Estambul), Austria, Chequia, Eslovenia, Holanda, Polonia, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y (una parte de) Rusia. En total suman una población que ronda los 800 millones de habitantes.
    Además, muchos de estos países —no diré todos, pues los desconozco con detalle— están formados por diversas “culturas” o “nacionalidades”. Así, por ejemplo, hallamos el caso del Reino Unido, formado por Escocia, Gales, Inglaterra e Irlanda del Norte. O el de España, que contiene Galicia, el País Vasco, Cataluña, Castilla, Andalucía, etc…
     Imagino que a estas alturas, el lector se estará preguntado a qué viene todo este repaso de nuestros tiempos escolares. Todo esto viene porque continuamente —y no solo hoy en día, sino ya desde tiempos remotos— en los medios de comunicación (periódicos, radios, televisiones) e incluso en los tratados de historia o los ensayos sobre cultura (pintura, arquitectura, literatura) se ha venido aludiendo insistentemente a la CULTURA EUROPEA, como una idea homogénea y compacta, una especie de estancia superior e increíblemente prestigiosa donde la CULTURA ESPAÑOLA siempre tenía necesidad de entrar pues —pobres de nosotros— nunca estábamos culturalmente a la misma altura que los europeos (¿tal vez porque éramos de la Polinesia?). Y así (era y) es muy fácil encontrar expresiones del tipo: «La poesía española no está a la misma altura que la europea»; «la política española se mueve a un nivel distinto (siempre es más bajo) que el resto de la política europea», etc.
   Y digo yo, tras ese repaso geográfico y político en torno a qué y quiénes conforman Europa, ¿alguien puede decirme QUÉ demonios ES LA CULTURA EUROPEA? ¿La vida de los lapones del norte de Finlandia, la de los sicilianos al sur de Italia, la de los macedonios, la de un señor que vive a las afueras de Cádiz?
    ¿Usted saben la respuesta? Siento decir que yo no la sé. A no ser que nos conformemos con esta: la cultura europea es toda manifestación cultural que se produce en Europa… porque más allá de esto, no sé muy bien qué responder. Sin duda los que insisten en que España está (y ha estado desde no sé cuántos siglos) culturalmente “atrasada” con relación a Europa deben saberlo. Yo no lo sé.

     ¿Acaso Europa es un organismo o ente compacto, de una pieza, pétreamente idéntica e igual a lo largo de los siglos? ¿Acaso Europa es un bloque sin fisura alguna, al que no han influido para nada las continuas invasiones (árabes, otomanos, orientales y seguro que muchas más) tanto físicas como “ideológicas” (norteamericana, por supuesto), y que durante siglos y siglos se ha desarrollado aisladamente del resto del planeta? ¿Acaso hay naciones “más” europeas que otras y, por tanto, naciones “menos” europeas que el resto? ¿Existe, pues, una nación enteramente europea, pura, íntegra, no contaminada por el resto de naciones que son más o menos europeas? ¿No tienen la sensación de que todas estas preguntas son una auténtica gilipollez? Pues yo sí… pero es que la idea de una Europa oficial, íntegra, arquetípica, homogénea… también es una estupidez.

sábado, 11 de abril de 2015

VARIACIONES EN ROJO: tres problemas para degustar


    "En  esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial.Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa, leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden”. De esta guisa se manifestaba, en 1978, Jorge Luis Borges. Y no era para menos pues, por aquel entonces, la literatura, a fuerza de una pretendida (y pretenciosa) modernidad, había claudicado ante la verborrea experimental, creando unas obras maravillosamente complicadas de las que el lector, de siempre escaso y perezoso, tendía a huir. Un año antes de la conferencia de Borges, el 25 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh pasaba a integrar la lista de desaparecidos bajo la dictadura militar que imperaba en Argentina. Tenía únicamente 50 años; un futuro prometedor y un brillante pasado se veían, de este modo injusto, truncados.
    Espasa Calpe recupera, en una edición pulcra y lograda, una de las obras más interesantes del malogrado escritor argentino: Variaciones en rojo, volumen escrito en 1953, que recoge tres relatos de factura policiaca que harán las delicias de todos los aficionados al género. Walsh, aunque no tiene todavía treinta años, sabe lo que escribe y por donde se mueve. Desde luego, hay momentos en los que se advierte la juventud del autor, deseoso de agradar e impresionar; pero son los menos. Pues aunque parece cosa harto sencilla, la buena literatura policiaca es muy difícil de conseguir debido a que su estructura y argumentos han adquirido, con el paso de los años, un toque de monotonía ¾por lo repetido y manido¾ que, para no caer en la ridiculez o la inverosimilitud, exige del escritor un esfuerzo de superación casi constante: por una parte, debe luchar contra la inteligencia del lector ¾exigente y poco conformista¾, evitando caer en lo evidente, por un lado, y en lo fantástico e imposible, por otro; y por otra parte, debe enfrentarse y arrastrar el peso de una tradición que va nutriéndose y perfeccionándose, según los historiadores,  desde 1840.
     En las tres narraciones que forman el libro se advierten los gustos de Walsh y su buena mano para plantear y resolver problemas. No en vano trabajó desde los años 50 como corrector de pruebas y traductor para la editorial bonaerense Hachette, una de las grandes difusoras de novela policiaca en el continente americano. Los tres relatos están protagonizados por el detective amateur Daniel Hernández (un homenaje, claro, a Dashiell Hammett: D.H.), que trabaja como corrector de pruebas en una editorial¾un alter ego del propio Rodolfo Walsh¾. Los títulos de estos tres cuentos que integran el volumen son: La aventura de las pruebas de imprenta, Variaciones en rojo y Asesinato a distancia. Los tres títulos aparecen como tres muestras magistrales de esa tendencia del género policiaco que se denominó novela-problema. El lector avezado puede deducir de su lectura rasgos y homenajes a Dickson Carr, S.S. Van Dine, Ellery Queen, Gaston Leroux... sin olvidar a Chesterton o al propio Borges.
      No hay persecuciones, ni ráfagas mortíferas, ni mujeres fatales que confundan al detective. Los hechos son presentados con una meticulosidad científica, y así el problema se convierte en un puro juego lógico donde el autor no duda en retar al lector a descubrir el misterio. En los tres relatos, el feo y miope Daniel Hernández debe enfrentarse a suicidios que no lo son, coartadas firmes que se desmoronan como castillos de naipes, nuevas versiones de temas clásicos ¾frente al problema de la habitación cerrada por dentro se nos propone el problema inverso: la habitación está cerrada por fuera y el arma homicida también está en el exterior¾, culpables confesos que ocultan otros crímenes más graves...

     Hay quien ha subestimado la novela policiaca aludiendo a su escasa calidad literaria, provocada por la búsqueda de un argumento novedoso e impactante, en menoscabo del estilo. Es cierto que Rodolfo Walsh no es ni Borges ni Chesterton, pero su estilo no desmerece un ápice su obra. Desde luego no estamos ante una obra maestra de la literatura, pero tampoco ante un autor mediocre. Esperemos que Espasa (o quien sea) tenga a bien recuperar el resto de la producción de Rodolfo Walsh. Los amantes de la buena novela policiaca se lo agradecerán... y el resto de lectores también.

Rodolfo Walsh,
Variaciones en rojo,
Espasa Calpe, Madrid, 2002. 238 páginas.

jueves, 2 de abril de 2015

EL ECO DE LAS BODAS: tres cuentos de Luis Mateo Díez



     A pesar de haber recibido dos veces el Premio Nacional de Literatura — por La fuente de la edad (1986) y por La ruina del cielo (2000)—; a pesar de ser miembro de la Real Academia de la Lengua, la obra del leonés Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) es minoritaria. Sus escasas apariciones en los medios de comunicación —incluyendo la prensa— sirven para dibujarnos a un autor exclusivamente centrado en su quehacer literario, amante del trabajo y de la silenciosa labor ante el papel. Su primera obra publicada fue un libro de cuentos, Memorial de hierbas, que vio la luz en un ya lejano 1973. Por entonces se divertía con sus amigos y paisanos José María Merino y Juan Antonio Aparicio en inventarse un pseudónimo colectivo y criticar la ligereza y las decadencias de los poetas novísimos. Hasta la década de 1980 no comenzaría su labor como novelista. Y desde entonces su calidad ha ido progresando al margen de las tendencias narrativas que, bajo la vigilante mirada de las editoriales, han ido poblando los estantes y escaparates de las librerías.
      La prueba de que Luis Mateo Díez escribe (¿y vive?) en un mundo ajeno a las modas y tendencias es El eco de las bodas. Los seguidores del narrador hallamos más de lo mismo, y todo excelente: una prosa cuidada y exacta, que alterna con sabiduría la descripción directa y los incisos reflexivos; la recreación de unos personajes (siempre con nombres, cuanto menos, «llamativos») que viven, crecen y fallecen en un universo personal: la comarca de Celama (con las ciudades de Doza, Ordial, Borela, etc.). Aquellos lectores que se atrevan a sumergirse, por primera vez, en este universo literario hallarán, en las primera páginas, una dificultad considerable: no es una lectura fácil ni dinámica, y requiere sosiego y concentración. Si el lector no se rinde muy pronto, hallará un regalo intransferible —como todo placer estético—; si ello no fuera así, si el lector no lograra pasar la criba de las primera páginas, baste decir que no era merecedor de este libro.
     Los ecos de las bodas es un volumen compuesto por tres relatos, cuyo nexo común es el matrimonio o, cuanto menos, la relación de pareja. En el «El eco de las bodas», el primer cuento y el que da título al libro, se recuerda la coincidencia, en los mismos salones, de dos banquetes de diferentes bodas. La novia de una de ellas y el novio de la otra se cruzan durante unos segundos por un pasillo del local. Un hecho fortuito y azaroso que cobrará, a posteri, un cariz de predestinación. Construida mediante breves recuerdos —como los fogonazos de cualquier fotógrafo de cualquier boda— la narración se sumerge en la descripción de los fracasos y las vidas truncadas, irrealizadas, de los protagonistas.
     «El limbo de los amantes», el segundo relato, es la crónica de unos amantes ya maduros. Su relación es fruto del azar (aunque parece leerse que el Destino ha mediado con premeditación) y va a devenir en un cúmulo de sobresaltos y temores. Alcanzarán ese estado pleno, donde se entregarán el uno al otro sin temor a ser descubiertos, para luego separarse y sobrevivir de sus recuerdos.
        El último cuento, a nuestro entender el mejor, es «La viuda feliz», con clara alusión al conocido vals de La viuda alegre. También a ritmo de tres tiempos se mueve el relato. Es la historia de doña Dega Lombay que enviudó tres veces. La descripción de estos matrimonios va a marcar el desarrollo del cuento. Junto a los maridos —todos ellos con alguna tara, con pronunciados desequilibrios—, se pasean por el relato personajes dickernianos como su amiga Paulina y el débil e infeliz Publio. La relación con este último da las claves exactas para comprender el carácter de la protagonista, y para advertir lo sola y perdida que ha estado —a pesar de sus tres matrimonios— desde que de niña salió del orfanato donde creció.

      Como en todas las obras de Luis Mateo Díez, el punto y final de cada relato es únicamente un trampolín que se alza ante un océano de interpretaciones y reflexiones que cada lector deberá surcar según sus fuerzas.

Luis Mateo Díez

El eco de las bodas,

Editorial Alfaguara, 2003. 194 páginas.

jueves, 26 de marzo de 2015

LA ÚLTIMA LLAMADA: CULPA Y LITERATURA


      Será la edad, pero conforme envejezco y, por tanto, conforme leo más y más libros, cada vez soy más propenso a abominar de los adjetivos, de las clasificaciones. Juzgar una novela por el calificativo que la acompaña (que si romántica, que si histórica, que si negra, que si blanca…) me parece cada vez más absurdo; aunque se siga utilizando como guía para libreros y lectores. Quien se acerque a la última propuesta de Empar Fernández, La última llamada, guiado por el calificativo de “novela negra” o “de misterio” (no en vano está incluida en la colección Off Versátil), saldrá decepcionado, porque la novela —aunque no carece de misterio (¿qué novela no lo tiene?)— no convierte este en el principal resorte de la acción. La mujer que no bajó del avión, su anterior título y que también reseñé en este suplemento, ya supuso una forma muy personal de enfocar la “negritud” novelística. En La última llamada la autora insiste en los rasgos que ya alabé en el anterior título: pocos personajes; nada de acción extrema, de sexo, de disparos, exabruptos, psicópatas; una acción escasa y siempre supeditada a las reflexiones y los pensamientos de los personajes.

       El argumento es fácil de resumir: una muchacha, Noemí, sale una noche de casa y ya no regresa. Tres años después la familia —su padre, su madre y una hermana mayor— está a un solo paso de la ruina anímica y física. Los remordimientos y el sentimiento de culpa del padre de la muchacha —que aquella noche fatídica no contestó la llamada de Noemí— son la columna vertebral de la novela. A un tris de despeñarse en el abismo del alcohol, a un paso de perder el trabajo, con los nervios a flor de piel, Julio Monteagudo, el padre, vive con el corazón asomando por la garganta, obsesionado por la hija que nunca apareció. Empar Fernández sabe cómo describir su estado anímico: la culpa que le impide dormir y que ha convertido su vida en una obsesión enfermiza y autodestructiva. Su desesperación lo lleva a contactar con una médium de origen irlandés a la que su hjja mayor, Yolanda, pretende desenmascarar y denunciar como farsante. Y no desvelaré más.

      En su debe advertimos un uso peculiar (y erróneo) del punto y coma, una profusión de reflexiones que, sin duda, exasperará a ciertos lectores (no a quien esto escribe) y que acercan la novela a la literatura decimonónica; la escasa relevancia de algunos personajes trazados quizás demasiado esquemáticamente (la madre, el subinspector de policía, el novio de Yolanda); y el final abrupto que, como siempre sucede, decepciona al ser comparado con el arranque. Siempre ocurre igual. Las denominadas novelas de misterio adolecen de este defecto, insalvable: el planteamiento del problema siempre es más interesante que la solución, porque lo que importa no es la meta, sino el camino que nos lleva a ella.
     En su haber: el dominio de la autora para mantener la tensión a pesar del fino hilo argumental; la conjunción de varios puntos de vista (el de Yolanda, el de Julio, el de la propia vidente) con los que dota de agilidad una historia estática; el empleo de la elipsis y el sobreentendido como creadores de tensión; la facilidad de estilo y de lectura, prueba del buen cuidado en la escritura y, sobre todo, reescritura de la novela.


    Empar Fernández ha sido valiente al escribir una historia muy alejada de la novela negra más canónica. Aunque autora y obra se paseen por los diversos encuentros, semanas o eventos dedicados a la novela negra que pueblan nuestra geografía, La última llamada es más que eso: simplemente una novela… una buena novela.


Empar Fernández

La última llamada,

Ediciones Versátil, Barcelona, 273 pp.


domingo, 15 de marzo de 2015

JUSTICIA, de Friedrich Dürrenmatt: LA CARA MÁS HORRIBLE DE SUIZA

     Tres son las constantes que Friedrich Dürrenmatt (1921-1990) utiliza casi obsesivamente en la gran mayoría de sus obras. La primera es la predilección por la estructura policiaca: como Borges, el escritor suizo es consciente de que el orden que impera en la novela detectivesca es el único con el que puede expresarse con cierta coherencia en una época de caos. Basta recordar títulos como La sospecha o El juez y su verdugo, reseñados con anterioridad.
      La segunda constante es la crítica soslayada ¾pero no menos hiriente ni menos evidente¾ contra la “rectitud” de la sociedad suiza, y el desvelamiento de la hipocresía y amoralidad en pro del negocio y de una supuesta neutralidad: la sociedad modélica, pacifista y civilizada se sostiene a expensas de divisas sacadas subrepticiamente de otros países ¾donde quizás la gente muera de hambre¾; bajo el anonimato de las cuentas bancarias se subvencionan asesinatos, guerras, conflictos de todo orden.
       La tercera y última constante ¾pero no menos importante¾ es la reflexión continua en torno a la Justicia. Desde las novelas arriba citadas hasta su más famosa obra teatral La visita de la vieja dama, Dürrenmatt ha convertido el análisis de la Justicia en el tema básico de su producción.
        La novela que aquí reseñamos apareció por vez primera en 1986 ¾aunque, según afirma el propio autor, la idea primigenia y el primer borrador fueron concebidos en 1955¾. Tusquets la rescata de su fondo y saca a la luz una quinta edición. Hay que alegrarse porque la novela es un ejercicio estilístico y argumental maravilloso. La idea de partida no puede ser más atrayente: en un cantón suizo, su consejero ¾hombre intachable y ejemplo de urbanidad¾ comete un asesinato en presencia de los comensales de un concurrido restaurante. Condenado a veinte años, encarga a un joven abogado ¾con apuros financieros¾ la revisión del proceso a partir de una hipótesis ilógica: él no es culpable. Se reinician los interrogatorios y comienzan a surgir las dudas ¾hay contradicciones entre los testigos, el arma homicida nunca apareció, una serie de accidentes casuales van eliminando a todos aquellos que podrían señalar la culpabilidad del consejero... y lo que es más curioso: no existe ningún motivo aparente para el crimen¾. De tal modo que el abogado protagonista se ve inmerso en un laberinto de triquiñuelas legales, de carambolas del destino, que terminará ahogándolo y del que no podrá salir sin dejar algo más que su credibilidad y su dignidad.
     Esta sátira, ácida y corrosiva, contra la Justicia y sus “operarios” ve acrecentado su cinismo en el desfile de unos personajes poco menos que surrealistas: Spät (el abogado y narrador) enamorado de la hija del acusado, Hèléne, imagen de la belleza sustentada en la podredumbre y el crimen; el engreído asesino, el consejero Kohler, quien maneja los hilos de la farsa y las marionetas desde la celda moderna y cómoda de la cárcel; la deforme Mónika, que deviene en el rostro verdadero ¾sádico, hipócrita, consumido por el odio¾ de la sociedad; la inocente Daphne, que carece de personalidad y quizás de rostro; los meros peones Winter y Bruno de un juego regido con precisión y ensañamiento. En fin, toda una caterva de personajes atípicos y en cierto modo incompletos ¾física y mentalmente¾, que muestran la realidad de un país sustentado en la hipocresía y el dinero teñido de rojo.

      Dándole la vuelta a Plinio diremos que no hay novela buena que no contenga algo malo. Justicia adolece, a veces, de cierta profusión, de un afán por revelarlo todo, como si el lector no fuera lo suficientemente perspicaz para poder llegar a las conclusiones por sí solo. Hay momentos gratuitos ¾como la escena de la violación¾ y otros en los que el lector se siente insultado en su inteligencia: Dürrenmatt quiere descubrirnos cada sutileza o doble lectura... como si nosotros no pudiéramos descubrirlas. Afortunadamente son los menos, y de ese modo la obra se lee disfrutando en cada línea, dejándose llevar por la voz de Spät: una voz algo ronca y resabiada, medio consumida por la impotencia. Cerramos el libro y una sensación de pesimismo nos invade: quizás el mundo esté bien hecho, pero sin duda está mal distribuido.

Friedrich Dürrenmatt,

JUSTICIA,

Tusquets editores, Barcelona, 215 páginas.

sábado, 7 de marzo de 2015

DISECCIONANDO AL INSPECTOR DUARTE



    Comencé a escribir La última semana del inspector Duarte en las Navidades de 2010 y la terminé en febrero del año siguiente. Es decir, alrededor de dos meses. Dicho así puede parecer muy poco tiempo, y realmente lo es; pero sucede que en realidad empecé a escribirla en el año 2000. Qué lío, ¿verdad?
    En febrero de 2000 comencé a trabajar como profesor de Secundaria en diversos institutos de Andalucía. Era mi primera experiencia como docente y, para qué ocultarlo, en la universidad nos habían llenado la cabeza de conceptos y datos, pero no nos habían dicho cómo debíamos enfrentarnos a unos alumnos adolescentes tan cargados de energía que les rezumaba por las orejas. En fin, que allí estaba yo delante de una treintena de chavales y chavalas intentando que no se me notasen mucho los nervios y, al mismo tiempo, procurando transmitirles mi amor por la literatura.
   Muy pronto advertí que eran más bien pocos (casi ninguno, aunque siempre había alguna excepción, claro está) los que disfrutaban leyendo. La falta de hábito lector desembocaba irremediablemente en la acumulación de faltas de ortografía. Mi cometido era doble: aficionarlos a la lectura y, al mismo tiempo, enseñarlos a escribir con el menor número de faltas posibles. Se me ocurrió una idea: les daría a conocer un relato breve (nunca más de una página) que careciera de final; el alumno tendría que leerlo y escribir el final. Acudí —adaptándolos para que no excedieran del tamaño que me había fijado— a Borges y a Cortázar, a Monterroso, a Las mil y una noches, a viejas leyendas nórdicas y a otros muchos autores. En un momento dado yo mismo escribí un cuento. Como siempre me ha gustado la novela de misterio y, más en concreto, la novela-enigma (a la manera de Agatha Christie, Ellery Queen o S. S. Van Dine, por citar solo algunos nombres), escribí un breve relato: «Un caso del inspector Méndez». Con él obligué a los alumnos a leer con más atención, puesto que para continuar el relato y hallar la correcta solución debían encontrar las pistas diseminadas por entre las líneas de la narración. Me enorgullezco en afirmar que fue todo un éxito. A este primer caso del inspector Méndez siguieron otros más: «El inspector Méndez y el caso del secuestro», «El inspector Méndez y la enfermera»… Aquellos que fueron mis alumnos lo recordarán. ¿Qué mejor premio puede recibir un profesor que este?
    Han pasado quince años y todavía los casos/relatos del inspector Méndez siguen circulando por mis clases y continúan sirviéndome como instrumento muy eficiente para incentivar la afición lectora de mis alumnos y mejorar su ortografía.
    En las Navidades de 2010 me hallaba en pleno proceso creativo: estaba ultimando (releyendo y corrigiendo) una novela —Morirás muchas veces; que todavía sigue inédita— y escribiendo Puzle de sangre al alimón con Mario Martínez Gomis. ¿No habéis sentido que cuando más cosas tenéis que hacer (exámenes, trabajos), más os apetece hacer otras cosas distintas? Pues eso fue lo que pasó. Una mañana en que me levanté tardísimo porque estaba de vacaciones y me había acostado a horas intempestivas corrigiendo mi novela, decidí que merecía un respiro, un descanso. Había enviado un capítulo de Puzle de sangre a Mario y este todavía no me había contestado. Decidí tomarme un descanso…
     Hay quien descansa paseando, tumbado en sofá, yéndose al bar, contemplando una película… Yo descanso leyendo y escribiendo. La última semana del inspector Duarte es mi particular descanso del guerrero. Pensé que si unía cuatro casos del inspector Méndez y convertía a este en el inspector Daniel Duarte —porque ya había otro Méndez pululando por otros libros— la cosa podría funcionar. Y acerté.
    Recuerdo con especial agrado las tardes de escritura, el modo en que las cuatro historias debían estar imbricadas a la perfección para que el resultado no pareciese forzado. No sé si lo he conseguido: es el lector quien debe juzgarlo.
    En La última semana del inspector Duarte hay un secuestro, un par de asesinatos, mucha deducción y ningún tiro, ni persecuciones, ni mujeres fatales. No es novela negra, ni pretendió nunca serlo. Frente a los extremos de Puzle de sangre, La última semana del inspector Duarte puede resultar incluso demasiado inocente. Es mi particular homenaje (seguro que no será el único) a la novela-enigma que, dentro del subgénero de misterio, sigue siendo mi favorita a pesar de lo que mis últimas producciones puedan dar a entender. De buscar similitudes, el inspector Duarte está más cerca del comisario Maigret que de Sam Spade o Philip Marlowe.
     La última semana del inspector Duarte no es una novela juvenil. Entre otras cosas porque no sé muy bien qué es tal cosa. ¿Acaso todos los jóvenes leen el mismo tipo de literatura? Nunca fue así, y dudo mucho que ahora lo sea. El protagonista es un señor a punto de jubilarse, el acné y el exceso de energía están desterrados de sus páginas, ningún jovencito sabihondo ayuda al inspector a resolver los misterios, no hay ninguna historia de amor entre adolescentes atormentados… Definitivamente no es lo que se dice una novela juvenil. Es una novela de entretenimiento, de puro y simple entretenimiento, escrita como mejor sé hacerlo y procurando no tratar a los lectores como estúpidos. Se trata de una novela de un rombo que, para los que no lo entiendan, significa que es apta para todos los públicos de entre 9 y 99 años (o menos de nueve —si el lector es inquieto— o más de 99 —si el lector prefiere invertir el tiempo en ella—) y en la que realizo también un homenaje al mundo de los libros. No hay vampiros, ni sexo, ni insultos, ni disparos, ni palabrotas, ni persecuciones automovilísticas, tampoco hay crítica social o análisis de conflictos generacionales; es una novela otoñal que, como siempre he procurado en mi producción literaria, tiene dos lecturas: una literal y explícita, y otra más profunda que el lector deberá hallar.
     La novela es deudora, en un tono de sentido homenaje, a todas las series que jalonaron mi infancia: Colombo, McMillan y esposa, Nero Wolfe o Los rivales de Sherlock Holmes, por ejemplo. Y a aquellas que me acompañaron durante la juventud: Luz de luna, Se ha escrito un crimen, Remington Steele o Poirot, por citar algunas. Seguro que se han hecho mejores series después; pero hay momentos que me resisto a olvidar. Y si tuviera que comparar la novela con alguna serie actual estaría más cerca de Monk o de Los misterios de Laura que de Dexter o The Wire, por citar dos de las más famosas. Estoy convencido de que el inspector Duarte podría suscribir aquello que respondió Billy el Niño cuando Pat Garret le dijo que tenía que dejar de delinquir, que los tiempos estaban cambiando. «Los tiempos, tal vez», dijo Billy, «pero yo no».