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viernes, 1 de agosto de 2014

JOHN FRANKLIN BARDIN: Entre el olvido y la esquizofrenia.


     John Franklin Bardin (1916-81) no pudo ser profeta en su tierra. Como otros autores norteamericanos —desde Poe a Pynchon, pasando por Henry James— fue aplaudido y alabado en Europa; pero menospreciado, cuando no olvidado, en su propio país. Tal es así que tras el fracaso de su tercera novela, Al salir del infierno (1948), Bardin olvidó las innovaciones argumentales que había iniciado en sus libros anteriores, adoptó el pseudónimo de Gregory Tree y comenzó a escribir novelas de crímenes seriadas tan irrelevantes como consumidas.
      «Bardin es un escritor americano tan desconocido en su país que en toda mi vida no he encontrado a ningún paisano suyo que hubiera leído sus libros», con esta rotundidad se expresaba Julian Symons (Historia del relato policial, 1972). Cuando hoy leemos sus novelas no alcanzamos a comprender cómo no consiguieron el éxito que merecían; pero a poco que retrocedamos al momento en que fueron escritas podremos darnos cuenta del por qué sus propuestas argumentales no consiguieron convencer a los lectores.
    El percherón mortal (1946), El final de Philip Banter (1947) y Al salir del infierno (1948) no destacan por sus argumentos sencillos ni directos, y sus protagonistas están marcados por estigmas psicológicos. Las novelas están pobladas por perversas coristas de moral relajada, seres deformes, policías cínicos, mujeres fatales, intelectuales neuróticos, incestuosos padres de familia. La Segunda Guerra Mundial ha concluido y Norteamérica tiene intención de olvidar: en la literatura no deberá existir lugar para recovecos ni pliegues psicológicos. Por supuesto que persisten los grandes clásicos: Carr, Queen y Christie en la novela-problema (totalmente aséptica y banal); Chandler, Burnett y Cain habían iniciado su carreras dentro de la novela-negra antes de la guerra, y por tanto tenían ya un público asegurado. Si hay alguien comparable con Bardin ésa es Patricia Highsmith cuya primera novela Extraños en un tren fue publicada, casualmente, en 1949... como si el fracaso de Bardin hubiera servido para allanar el camino de un nuevo tipo de novela de misterio donde la psicología es pieza clave y fundamental.

LA «TRILOGÍA ESQUIZOFRÉNICA»
   La locura fue una de las grandes obsesiones de John Franklin Bardin. Y no podía ser para menos cuando algunos de sus familiares más cercanos, incluyendo su madre, sufrieron demencia y graves enfermedades mentales.
     He empleado gran parte de mi vida leyendo y disfrutando de las novelas policiacas. Cuando leí el primer capítulo de El percherón mortal advertí que me encontraba en un mundo totalmente nuevo. Narrada en primera persona por la voz del psiquiatra George Matthews, la obra te atrapa desde las primeras líneas y cada página sacude tu mente con una nueva revelación. A la consulta del doctor Matthews llega un extraño joven con una llamativa flor prendida en el pelo. Según su testimonio, unos hombrecillos (“leprechauns”, enanos de la mitología celta) le ordenan, a cambio de dinero, los más disparatados cometidos: llevar esa flor en el pelo, repartir dinero, silbar en los conciertos del Carnegie Hall, conducir un enorme caballo percherón hasta el domicilio de una actriz. El psiquiatra, intrigado, decide acompañar al joven. Muy pronto se va a ver inmerso en un torbellino de crímenes y locuras: la actriz aparecerá asesinada, el propio psiquiatra será víctima de un accidente del que saldrá con el rostro desfigurado y sin memoria... Matthews, entonces, será internado en un hospiatal psiquiátrico donde, no sólo tendrá que buscar su identidad, sino también descubrir la extraña y absurda trama que lo ha llevado a esa situación. El lector avispado y el cinéfilo perspicaz encontrarán en la novela ecos de El ministerio del miedo (1943) de Graham Greene —donde también el protagonista pierde la memoria y se ve recluido en un centro psiquiátrico—, de la película Solo en la noche (1946) de J.L. Mankiewicz —con un amnésico que busca su propia identidad y en quien sólo confía un socarrón policía—, de La dama de Shangai, la gran película de Orson Welles, con la memorable escena final en el parque de atracciones.
     El psiquiatra-detective Matthews también aparece en la segunda novela de la trilogía, pero esta vez como personaje secundario. El final de Philip Banter es, quizás, la más floja de la serie, aunque derrocha originalidad a raudales. Banter, el protagonista, es un crápula: bebedor y mujeriego, pero casado y temeroso de su suegro, para quien trabaja. Banter no es un hombre especialmente equilibrado —¿qué personaje de Bardin lo está?—, y sufre lapsus de memoria. Una mañana encuentra sobre la mesa de su despacho una confesión firmada por él mismo que no recuerda haber realizado: en ella no narra un acontecimiento pasado, sino un acontecimiento que, ante su sorpresa, y la nuestra, se va a materializar esa misma tarde ante sus ojos. La mente de Banter, propensa a todo tipo de alucinaciones, comienza a hacer agua por todas partes. Se ha producido el factor desencadenante que hará aflorar la esquizofrenia del protagonista.
    Al salir del infierno (1948) es su mejor obra. Y una novela que, pese a su fracaso crítico y de público, sirvió para crear escuela posteriormente. No exagero al afirmar que Robert Bloch nunca hubiera podido inventar al protanogista de su Psicosis sin esta joya casi desconocida. Ellen Purcell, la protanista de Bardin, es, quizás, el antecedente más evidente y claro de toda la larga serie de psicópatas y asesinos con doble personalidad que han llenado las librería y las salas de cine desde los años 60.
     Ellen Purcell, famosa concertista de clavicordio, ha pasado dos años internada en un hospital psiquiátrico. Casada con un director de orquesta regresa a su hogar en Nueva York. Una vez allí le resulta imposible practicar de nuevo con su instrumento puesto que la llave de la tapa del clavidordio no aparece por ningún lugar. A este hecho insólito —que comenzará a minar el frágil sistema nervioso de Ellen— van a suceder muchos más. En un principio todo se asemeja a la película Luz que agoniza (1944, George Cukor); pero cuando el lector piensa que ya es consciente de todo, Bardin trastoca todas nuestras expectativas. Conforme la historia avanza advertimos que, aunque relatada en tercera persona, todos los sucesos están vistos desde el punto de vista de Ellen, es decir, de una esquizofrénica. El final es como un puñetazo en el vientre al que se llega en un in crescendo. Uno cierra el libro con la angustia sobrevolando la mesa, con el temor de girar la cabeza y hallar el terror acechándonos a nuestras espaldas.
    En 1972 Julian Symons dijo de este libro que era «el único de toda la literatura criminal moderna que muestra un mundo visto únicamente desde el punto de vista de un esquizofrénico». La visión del mundo y lo que en el ocurre —desde las enfermeras que se muestran reacias a darle la espalda hasta el desenlace final— corresponde por entero a la conciencia de Ellen.


      Todos los amantes de la novela de misterio deberían leer esta trilogía. Todos los lectores tendrían que admirar a un autor injustamente olvidado y que, como muchos otros, sólo tras su muerte vio reconocida su genialidad. Hoy en día el escritor de novelas policiacas parece que tenga que justificarse recurriendo a la parodia. Leer a Bardin es volver a una época, los años cuarenta, en los que el lector sin ser ingenuo tampoco era pedante y se dejaba conducir por los más estrafalarios sueños de loco; cuando el autor creía en lo que hacía y, además, lo hacía muy bien. Leer la «Trilogía esquizofrénica» de Bardin más de medio siglo después de su publicación es disfrutar de lo lindo, sin complejos, dejándose arrastrar por un mundo tan atractivo como neurótico.

John Franklin Bardin,
El percheróbn mortal,
Ed. Byblos, 2004. 269 pp.

El final de Philip Banter,
Ed. Byblos, 2004. 366 pp.

Al salir del infierno,
Ed. Byblos, 2004. 331 pp.

sábado, 26 de julio de 2014

Brevísima historia de la novela de misterio (VI)

LA NOVELA NEGRA

        En 1945, tras el fin de la II Guerra Mundial, el editor francés Marcel Duhamel (de la editorial Gallimard) inició una colección de novela de misterio a la que llamó “Serie Noir” (debido al color negro de sus portadas). La editorial inició la colección con aquellos escritores norteamericanos que habían comenzado a publicar, a mediados de la década de 1920, en Black Mask (un pulp magazine: una revista barata y de hojas de poca calidad) una serie de relatos y novelas de crímenes que intentaban ser una oposición a la novela-problema. Autores como Dashiell Hammett y Raymond Chandler impusieron una manera de narrar directa y eficaz, inclinada al behaviorismo, con predilección por los escenarios urbanos, las situaciones brutales, los personajes de baja estofa y los diálogos irónicos y ácidos. Era una manera como otra de enfrentarse a una época de EE.UU. gobernada por la Depresión, el contrabando, los gángsteres y la corrupción poco menos que generalizada. Se les llamó “Tough-Writers” (escritores duros), y a sus obras “hard-boiled novel” (novelas duras (o muy hervidas)); pero debido al éxito de la colección de Gallimard, muy pronto comenzaron a hablar de autores de Serie Negra y, finalmente, de Novela Negra. Eran novelas donde el nombre del asesino era secundario, incluso a veces innecesario, puesto que lo importante era liquidar a cuantos más individuos mejor; al tiempo que se reflejaba una sociedad levantada sobre las arenas movedizas de la corrupción y la violencia.
      Por esas misma fechas el crítico cinematográfico Nino Frank (otro francés, claro) acuñó la expresión “film noir” (cine negro), en clara correlación con las novelas de Gallimard, para referirse a una serie de películas —predominantemente en blanco y negro y producidas por la RKO y Universal Pictures— que mostraban una relación obvia con las novelas de la “Serie Noir”: El halcón maltés (1941) de John Huston, El sueño eterno (1946) y Scarface (1932) ambas de Howard Hawks, o Al rojo vivo (1949) de Raoul Walsh, por poner algunos de los ejemplos más relevantes. De este modo “cine negro” y “novela negra” se encontraron en un mismo punto de inflexión y sus denominaciones se entremezclaron para terminar reafirmándose.
     El agotamiento de la novela-problema (la monotonía y repetición de situaciones, la artificiosidad de sus tramas; las complicaciones de las coartadas y de la “tramoya criminal”) fue un factor determinante para el surgimiento de la Novela Negra. En el prólogo a The Second Shot (1930), Anthony Berkeley —uno de los abanderados de la novela-enigma— escribe de manera profética:

     Personalmente estoy convencido de que los días de la vieja, pura y simple novela-enigma —sustentada enteramente sobre una trama y sin ninguna concesión a los personajes, el estilo o incluso el humor—  están en manos de los lectores. Y estoy convencido de que la novela policiaca está ahora en un proceso de desarrollo que conduce a una novela interesada con el detective o el crimen, atrapando a sus lectores menos con las matemáticas y más con los elementos psicológicos. El enigma, sin ninguna duda, permanecerá; pero devendrá en un enigma de caracteres (personajes), más que en un problema de tiempo, lugar, motivo y oportunidad.

       Esta cita está extraída de Howard Haycraft, Murder for Pleasure. The Life and Times of the Detective Story, Carroll & Graf, New York, 1984. p. 147. Publicada en 1941 es, tal vez, el mejor estudio sobre la novela policiaca

         En los años de mayor éxito de Van Dine —modelo de la novela-problema— aparecieron las novelas de Hammett —padre de la Novela Negra—: el libro de relatos El gran golpe (1927), Cosecha roja (1929), La maldición de los Cain (1930), El halcón maltés (1930), La llave de cristal (1931) y, finalmente, El hombre delgado (1934) —la más alejada de los postulados iniciales y más próxima a la novela-enigma—. Y a partir de él la lista comienza a crecer: Donald Henderson Clarke (Un hombre llamado Louis Beretti, 1929); William R. Burnett (Little Caesar, 1935 y La jungla de asfalto, 1937); Horace McCoy (¿Acaso no matan a los caballos?, también llamada ¡Bailad, malditos!, 1935); James Hadley Chase (El secuestro de miss Blandish, 1939); James M. Cain (El cartero siempre llama dos veces, 1934). Y finalmente el otro gran puntal de la Novela Negra: Raymond Chandler quien, aunque había comenzado a publicar sus relatos en Black Mask en 1933, no será hasta 1939 cuando cree al detective Philip Marlowe en El sueño eterno y, con el rostro de Humphrey Bogart, se convierta en una de las figuras más emblemáticas del Séptimo Arte.

viernes, 18 de julio de 2014

EL VIENTO DE LA LUNA: un necesario retorno al hogar.


   Desde que Antonio Muñoz Molina (Úbeda, 1956) se costeara la edición de su primer libro —El Robinson urbano (1984)— hasta la publicación de esta novela (que no es la más reciente) han pasado veintidós años. Durante esas dos décadas, el autor andaluz ha ido acumulando premios —varias veces el Nacional de Literatura y el de la Crítica; un premio Planeta; numerosos premios en el extranjero— y aumentando su producción a un ritmo poco menos que frenético: han sido 26 volúmenes los que han aparecido bajo su nombre. Una cantidad nada desdeñable. En esos títulos encontramos doce libros —casi la mitad de su producción— dedicados a compilaciones de artículos, reseñas, conferencias y ensayos; otros dos títulos que recogen sendas colecciones de cuentos; y por último, la obra novelística abarca doce tomos que van desde Beatus Ille (1986) hasta El viento de la Luna (2006).
    A pesar de todo ello (los números, desde luego, abruman un poco), el seguidor de Muñoz Molina no dejará de advertir que desde hace casi diez años —en concreto desde la aparición de Plenilunio (1997)—, el escritor ha andado algo perdido. En otras palabras: podríamos decir que no había publicado una novela “de verdad” hasta la aparición de la que ahora nos ocupa. Ni Carlota Fainberg (1999) puede considerarse como tal —y más teniendo en cuenta que es una ampliación bastante forzada (y nada lograda) de un cuento de 1994; ni el ejercicio estilizado y retórico que es En ausencia de Blanca (2000) consigue adquirir la categoría de novela completa, redonda, sino más bien la de extenso relato fallido; ni, por supuesto, mucho menos Sefarad (2001) que, presentada como «Novela de novelas» no deja de ser un grupo de relatos, ambiciosos sí, pero lejos de poder ser considerados como una novela “real”.

El pasado como salvación.

    Si Plenilunio marcó el final de una primera etapa claramente autobiográfica —que tuvo su culminación y cenit en Ardor guerrero (1995)—, ofrecía también el inicio de un nuevo camino en la producción novelística del escritor ubetense que, lamentablemente, no pareció concretarse, que se quedó en una senda angosta y sin salida. Durante casi diez años, Muñoz Molina ha ido dando palos de ciego, sin concretar esa nueva ruta abierta tan genialmente. Tan perdido parece haber estado que, al final, ha decidido volver la vista a su pasado y a su autobiografía, para recuperar el Norte perdido. El viento de la Luna es el retorno a los orígenes —de hecho la obra transcurre en 1969, por lo que podemos decir que es  “anterior” a la acción de El jinete polaco (1991)—, la búsqueda de unos asideros donde sostenerse, donde poder tomar el oxígeno necesario para continuar: no es un paso adelante, sino una vuelta (maravillosa, todo hay que decirlo) a la temática de sus primeras (y mejores) novelas. Como el explorador que precisa regresar al punto de partida para iniciar el nuevo viaje, así el escritor ha retornado a su hogar y a su adolescencia. Más sabio y más dotado literariamente, claro; pero buscando saldar la deuda que quizás no tenía pagada por completo y que le impedía hallar otro camino y otra vía.

Inmovilidad vs. progreso

      Mientras el Apolo XI se dirige hacia la Luna y se posa en ella, el narrador —un adolescente de 13 años— descubre los cambios de su organismo, el crecimiento de su cuerpo y su intelecto; describe la rutina del ámbito rural en el que vive, las carencias de un país frente al logro grandioso que el muchacho contempla en el televisor recién adquirido; los rencores y los recuerdos de una guerra que tras 30 años de su conclusión todavía vive y vivirá siempre en quienes la sufrieron...  Pero sobre todo el retrato sentido y hermoso del padre silencioso y sacrificado, mudamente orgulloso de los intentos de su hijo para emerger y salir de la rutina anquilosada.

    Días antes de la publicación de esta novela le comenté a mi amigo Luis que Muñoz Molina iba a sacar otro título. Me miró muy serio —imagino que al recordar los últimos proyectos del autor—, carraspeó y dijo: «Ya lo sé... y temblando estoy». Pues no te preocupes Luis, cógela sin miedos ni temblores y adéntrate en ella. Déjate llevar por su prosa larga y cadenciosa, advierte que la historia va de menos a más (por lo que no te impacientes), disfruta de su argumento tan lejano y, a un tiempo, tan cercano; y sobre todo deléitate en esas últimas páginas finales, antológicas, que son un broche casi perfecto y también una declaración de principios. Una pátina húmeda se me formó ante los ojos, una pantalla acuosa que casi me impidió concluir las últimas líneas. ¿Qué más se puede decir (pedir) de una novela si esta es hermosa y emotiva?

Antonio Muñoz Molina,
El viento de la Luna,
Ed. Seix Barral, 2006. 315 páginas.

sábado, 12 de julio de 2014

PUERTAS ABIERTAS: los grilletes del poder


    Si hay algo que me sorprende de la obra (por encima incluso de su gran calidad) del italiano Leonardo Sciascia (1921-89) es su escasa repercusión entre la mayoría de los lectores españoles. Y esa sorpresa se acrecienta cuando, al degustar sus novelas, advertimos dos constantes muy acordes con este “Tiempo de la prisa” que nos ha tocado sufrir. La primera de estas constantes es la brevedad; la segunda es la recurrencia, casi única y obsesiva, a la trama policiaca. Pero estos dos rasgos deben ser matizados: la brevedad en páginas no resta un ápice, más bien añade, a la intensidad de la narración, que se concentra. No hay nada baladí. Semejante a aquellos poetas que vieron en los catorce barrotes de la cárcel del soneto un reto para su capacidad inventiva, Sciascia se mueve por la novela corta volcándose por entero, suprimiendo lo superfluo, dejando sólo el grano.
      El argumento de Puertas abiertas (publicada por vez primera en 1987) gira, aparentemente, en torno a un triple asesinato y al posterior proceso judicial. Advertirá el lector que he empleado el adverbio “aparentemente”.  Porque junto a las dos contantes arriba indicadas hay que señalar que el autor italiano gusta de sazonar sus novelas con ideas políticas que debemos leer entre líneas.
      En esta ocasión se ponen sobre el tapete dos cuestiones nada gratuitas: por un lado, el rechazo —por parte del autor— de la pena de muerte, cuestión tan peliaguda que ocupa cada página y sobre la que todo lector tendrá su propia opinión. No obstante, es la segunda intención de Sciascia, quizás menos reconocible, la que merece nuestra atención. El autor expone en su obra la fuerza que ejerce el Poder (en este caso la dictatura fascista de Mussolini, pero creemos que  es extensible a cualquier régimen político) sobre la ciudadanía: no sólo sobre el pueblo llano, sino particularmente sobre los egregios personajes (jueces, políticos, magistrados) que conforman dicho Poder. A lo largo de la lectura de Puertas abiertas advertimos que el Poder corta la libertad (de todos, incluso de aquellos que se sirven de él), ata la capacidad de elegir o decidir libremente. El protagonista de la obra —el juez que instruye el caso—no se halla directa ni personalmente coaccionado por nadie, pero en su fuero interno sabe que el Poder al que representa le impide actuar con libertad; y cuando lo hace, cuando logra pensar por él mismo y no según la Ley, sabe que ese signo de “rebeldía” (o de ruptura de grilletes ideológicos) le va a acarrear una serie de desgracias sin límite.
     He aquí, someramente, el argumento de la novela. En 1937 el mundo cierra hipócritamente los ojos ante la guerra en España. En Italia gobierna, desde hace trece años, la mano firme y bravucona de Mussolini. Aunque el poder y el pretigio del fascismo italiano han decrecido, si no exteriormente, sí en la conciencia de los italianos; la política de Mussolini sigue empeñada en inventar un país donde “se duerme con las puertas abiertas”. Esta apariencia de seguridad se ve cuestionada cuando en Palermo, un oficinista en paro comete un triple asesinato: apuñala a su esposa, a su antiguo jefe (un jerarca fascista) y al nuevo empleado que lo sustituyó en su puesto de trabajo. Es una buena ocasión para aplicar la pena de muerte reinstaurada por el Duce y sus ministros. La convicción de que el detenido va a ser irremediablemente condenado al paredón desencadena curiosas reacciones: la prensa apenas realiza publicidad sobre el caso; la defensa no recurre a la excusa del trastorno o la enajenación mental para salvar a su cliente. Todo parece ya decidido desde que el criminal había asestado las puñaladas a sus víctimas.

     A lo largo de los quince capítulos que componen la novela, asistimos a la reconstrucción de los crímenes, al desarrollo del juicio y, sobre todo, a las dudas y opiniones del juez. La obra presenta una estructura encuadrada: se inicia con una conversación entre el fiscal y el juez antes de iniciarse el proceso judicial; y concluye con una nueva conversación entre los dos personajes una vez la sentencia ha sido dictada. Una sentencia, por cierto, que sorprenderá gratamente al lector y que, como la obra, no defraudará.

Leonardo Sciascia,
Puertas abiertas,
Ed. Tusquets. 132 págs.

miércoles, 9 de julio de 2014

FRAGOR



      El estruendo lo devolvió a la realidad. Salió a la calle. Esperó ver la humareda ascendiendo en el cielo azul de invierno, los gritos de pavor, los coches en llamas, el sonido estridente de las sirenas, las multitudes enloquecidas.

     Nada, nadie: la vida discurriendo como siempre; una pareja cogida de la mano; dos palomas picoteando en la acera; un grupo de niños de vuelta del colegio, con sus mochilas y su hambre y sus risas.
         
        Regresó a la librería.


    
     Unos segundos después escuchó un llanto, luego una risa, palabras de consuelo; más tarde, ruido de espadas, jadeos, cubitos de hielo entrechocando en un vaso, disparos, murmullos, taconeos, un silbido. Se apoyó en el mostrador para no desplomarse. Los clientes continuaban hojeando los libros, de pie, ante las estanterías, leyendo en silencio. O se había vuelto loco o todos ellos estaban sordos. Continuó el fragor, el cúmulo de besos, el chisporroteo de un cigarrillo al encenderse, los improperios, las risotadas, el chirrido de un colchón bajo los embates del sexo, el gatillo amartillado de un revólver. Respiró hondo, cerró los ojos y sonrió. Lo comprendió todo. Bastó con recordar dónde estaba.

lunes, 7 de julio de 2014

NO ACOSEN AL ASESINO


     Asombra, desde luego, el modo en que los escritores cambian y se metamorfosean. José Mª Guelbenzu (1944) había destacado a la temprana edad de 24 años como un firme adalid de la novela experimental; así lo probaba su primera obra; El Mercurio (1968). Luego, con el tiempo, el estilo del escritor y su afán por renovar ha ido limándose. Las novelas posteriores han atemperado el fulgor juvenil e iconoclasta y, aunque la vena experimental nunca ha abandonado al autor madrileño, obras como El río de la luna (1981) y La mirada (1987) son la prueba, sin renunciar completamente a los juegos verbales y las técnicas más arriesgadas ¾El peso del mundo (1999) muestra un diálogo directo y sin acotaciones¾, Guelbenzu ha ido, poco a poco, buscando el orden de la clasicidad. En ese sentido su trayectoria es modélica: el escritor joven quiere e intenta romper moldes y patrones, destruir modelos anteriores para afianzar su estilo; con el paso del tiempo esa energía rompedora se canaliza hacia un orden y diseño clasicista. No es renunciar a un pasado: es cumplir unos pasos, jalonar un camino que conduce a la madurez. Tras los juegos de artificio y los barroquismos idiomáticos, al margen de los vanguardismos formales el orden de la novela policiaca se erige como pendón hacia el que tiende la novela actual. Parafraseando a Borges: en una época de caos, sólo la novela policiaca ha sabido mantener el orden.
     Porque No acosen al asesino es una novela policiaca. Y lo que es más sorprendente: una novela policiaca alejada de la tendencia “negra” de autores como Montalbán o Madrid; y decantada hacia la novela-problema de tradición inglesa (desde Agatha Christie hasta P. D. James). Ya el espacio y el tiempo en el que se desarrolla la acción la acerca a la tendencia inglesa del género: una colonia de veraneantes de la costa cantábrica; durante tres calurosos días de agosto aliviados con alguna que otra tormenta veraniega. Pero Guelbenzu no puede olvidar su vena iconoclasta y plantea una nueva manera de relatar la historia: el lector conoce la identidad del asesino desde la primera página, incluso asistimos a la realización del crimen ¾la degollación de un Magistrado¾. A partir de entonces, la novela sigue los patrones del género: buscar la luz en medio de las tinieblas, hallar el móvil de tan brutal acto... poner orden donde sólo hay desconcierto.
Somos testigos de la investigación de la Juez Mariana de Marco; de los temores del asesino; de las dudas de los vecinos de la víctima. Múltiples voces y múltiples pensamientos se nos muestran formando un mosaico perfectamente engarzado, con una mecanismo de movimientos milimétricos. Sólo al final, cuando somos testigos del desenlace previsible de la obra ¾porque en algunas novelas existe la Justicia Poética¾, advertimos que el asesino ha devenido en la víctima.
      La obra no es, ni creo que lo pretenda, un gran retrato de un grupo de personajes; ni mucho menos una crítica al sistema judicial (aunque alguien pueda pensarlo). La novela sólo pretende entretener y lo consigue. No es, desde luego, la mejor novela de Guelbenzu; pero es un buen ejemplo de cómo hacer literatura digna sin renunciar a los gustos personales y sin olvidar al lector; de cómo para ser buen escritor no hace falta destrozar nada (la puntuación, por ejemplo), ni entretenerse en pajas mentales. Una buena novela es una novela legible... y “relegible”; y ésta lo es.

     El verano parece una estación muy prestigiada para la lectura de novelas policiacas: tendidos bajo la sombra de un parral, con una limonada a mano, dejándose llevar por los vericuetos de la trama. Muchos son los que dedican las horas del verano a la evadirse mediante la lectura de este género. No acosen al asesino no sólo es buena novela policiaca, sino también buena literatura, sus 400 páginas son todo un gustazo.

José María Guelbenzu,
No acosen al asesino, 
Ed. Alfaguara, 2001. 412 págs.

jueves, 3 de julio de 2014

EL HOMBRE VIVO: Chesterton en estado puro



     G. K. Chesterton publicó la novela El hombre vivo en 1912. Sólo un año antes había alumbrado esa maravilla que es El candor del padre Brown; y poco antes la fantasía política El Napoleón de Notting Hill y El hombre que era Jueves —que alguien definió como la novela policiaca y de aventuras metafísica más divertida y asombrosa de todos los tiempos—. Chesterton, pues, ya no es un autor primerizo. Sabe escribir y el lector lo advierte en las primeras líneas de la novela.
    Aun siendo un gran admirador de Chesterton,  no conocía esta obra. La editorial Valdemar nos la ofrece en una edición manejable y cómoda; con una correcta traducción de Rafael Santervás. Siguiendo con las confesiones diré que, aun habiendo leído gran parte de su ingente producción, Chesterton nunca deja de sorprenderme pues posee el arte dificilísimo de convencer, de presentar unos argumentos poco menos que increíbles con una naturalidad tal que los convierte en simples, cotidianos y verosímiles cuando realmente no lo son.
     El hombre vivo es un ejemplo característico del arte de nuestro autor. Dividida en dos partes, en la primera se nos presenta al excéntrico y enigmático Innocent Smith. La acción se desarrolla en una casa de huéspedes donde éstos aparecen como seres grises y aburridos... hasta la irrupción del susodicho personaje. El señor Smith pide matrimonio a una inquilina, quien ¡acepta! ante la sorpresa de todos. Algunos huéspedes opuestos a la boda presentan acusaciones contra el señor Smith: intento de asesinato, robo, allanamiento, abandono matrimonial, poligamia. En la segunda parte, otro grupo convencido de la inocencia del personaje se encargará de rebatir todas estas falsas acusaciones. Y no digo más, so pena de desvelar la sorpresa final que nos depara ese genio que fue Chesterton.
      A los conocedores de sus obras, sólo decirles que —como siempre, como me pasa a mí cada vez que penetro en sus libros— será como volver a encontrar ese paraíso perdido que siempre fue nuestra niñez y nuestros juegos infantiles. A aquellos que se animen por vez primera a adentrarse en los luminosos caminos de la prosa de Chesterton les aseguro que aburrimiento y decepción son vocablos prohibidos. Con la lectura de Chesterton uno siempre se siente transportado a un mundo inocente, claro, azul y nítido que ya creía olvidado. Sé que mi admirado autor nunca pretendió ni intentó cambiar el mundo con sus escritos: se conformó con hacernos a sus lectores la vida mucho mejor. Y lo consiguió con creces.

Gilbert Keith Chesterton
El hombre vivo, 
Ed. Valdemar, 300 páginas.

lunes, 30 de junio de 2014

LOS CUERPOS EXTRAÑOS: la nueva de Vila y Chamorro.

     Han pasado diecinueve meses (como el embarazo de un elefante hembra) desde que Lorenzo Silva obtuviera el Premio Planeta con La marca del meridiano. Poco más de año y medio ha tardado el prolífico autor en proponernos un nuevo caso —el séptimo ya— de la pareja de la guardia civil formada por Rubén Bevilacqua y Virginia Chamorro. Y los seguidores de la serie (que somos multitud), comenzábamos a impacientarnos.
        Los cuerpos extraños es una novela que leemos casi sin darnos cuenta, con la sensación gratificante de que los hechos suceden por su propia inercia: un logro estilístico de Lorenzo Silva que con cada entrega va puliendo más y más, y que demuestra el afán de superación de un autor que no parece tener miedo a ningún género novelístico.
       Esta vez los picoletos de marras han de resolver el asesinato de la alcaldesa de una localidad de la costa levantina. El anonimato de la ciudad y los chanchullos urbanísticos que están en el germen del crimen dotan a la novela de un prurito de universalidad: nuestra costa ha sido el crisol y el pozo ciego del negocio del ladrillo —en todas sus vertientes: las malas y las menos malas—, la cara visible de la corrupción y del mamoneo urbanístico. En las diversas entrevistas que ha prodigado para la promoción del libro, el escritor madrileño no oculta el origen primigenio de la novela: el asesinato del alcalde de Polop unos años atrás. ¿Lo recuerdan?
      Chamorro y Vila se mueven entre informes e interrogatorios y hacen evidente que la solución del problema puede llegar a partir de cualquier dato por insignificante que este sea. Como la mayoría de las novelas de la serie, no se trata de una novela negra prototípica —no hay tiroteos, ni mujeres fatales, ni muestras cínicas de un protagonista de vuelta de todo; hay poco tabaco y menos alcohol—. Más bien se asemeja a una novela enigma, al clásico whodunit británico, pero con los colores mediterráneos y la puntillosidad del trabajo serio y ordenado de las fuerzas policiales. Los interrogatorias ante el juez de instrucción  y los trámites burocráticos pertinentes han sustituido a las recreaciones del crimen o a las largas explicaciones en salones victorianos donde el detective, casi siempre amateur, exponía la verdad del asunto ante una caterva de sospechosos pálidos y ahítos de té. Los cuerpos extraños es, en el fondo, una novela de corte clásico, pero actualizada, cercana… lamentablemente demasiado cercana.
       Lorenzo Silva se mueve como pez en el agua en el estanque cenagoso del lenguaje legal (no olvidemos que ejerció como abogado durante varios años), de las instrucciones procesales y de la jerarquía de la Benemérita. Eso sí, desde los orígenes de la serie (El lejano país de los estanques, 1998) los personajes han ido creciendo sobre todo psicológica y anímicamente. Ahora las cuestiones personales se inmiscuyen cada vez más en el devenir policiaco de la trama, aunque sin molestar; tanto es así que en ocasiones las preferimos a la aridez de la instrucción procesal y a la puntillosidad de los mecanismos de la legalidad. El afán por buscar la verosimilitud en el autor es proverbial y ello hace que al dejar de lado la ficción, la historia pierda cierto atractivo. Pero todo sea por el bien de la verosimilitud. En ese sentido la novela no admite ningún reproche.
       Lectura, pues, muy recomendable y con la que dejarse llevar por el devenir de su argumento y la soltura de su estilo, convenientemente oculto bajo una sombrilla y con los pies enterrados en la cálida y fina arena de nuestras playas (u otras); o, si se prefiere, en la penumbra de la persiana bajada en el fresco interior de una casa de nuestras sierras (u otras).

        Los cuerpos extraños es otro eslabón recio y firme de esa cadena que Lorenzo Silva lleva ya dieciséis años construyendo: una cadena que pretende circunscribir, delimitar y contar la historia de la España de las últimas décadas. Como anunciaba una clásica serie de televisión: la historia de un país es la historia de sus crímenes.

Lorenzo Silva
Los cuerpos extraños,
Ed. Destino. 348 pp,

domingo, 29 de junio de 2014

LA CARTA DE NEWTON: la insuficiencia de la ciencia.



     En el verano de 1693, sir Isaac Newton cae en una profunda crisis nerviosa cuyos motivos, todavía hoy, se ignoran. Sólo a través de dos enigmáticas y absurdas cartas remitidas al filósofo Locke sabemos del colapso mental que se apoderó del genio tras la publicación de los Principia.
     A principios de la década de 1980, el escritor irlandés John Banville toma estos extraños acontecimientos de la vida de Newton para construir una magnífica y, también, sorprendente novela. La carta de Newton se muestra como una extensa carta que un narrador innominado dirige a una invisible mujer llamada Cliona. El narrador ¾un historiador que ha dedicado siete años a la elaboración de una biografía sobre Newton¾ decide abandonarlo todo y retirarse a una tranquila granja al sur de Irlanda. He aquí el primer y fundamental paralelismo de la novela: el físico Isaac Newton y el historiador que indaga sobre su vida se comportan ¾cuando ambos están rondando los 50 años de edad¾ de un modo semejante y aparentemente extraño.
      Por fortuna la novela no se detiene aquí. En cierta ocasión Umberto Eco proclamó que una novela era una máquina de generar interpretaciones. Si hay algún rasgo que caracterice la obra literaria es su capacidad para la polisemia y la multiplicidad de sentidos. Tomando estos postulados podremos admitir que una novela deviene en aquello que cada lector pueda extraer de ella.
        Aislado de la vida académica y lejos de su vida anterior, el narrador y protagonista comienza una nueva vida: alquila una casa a un matrimonio, los Lawless ¾Charlotte y Edward¾, quienes conviven con la sobrina de la esposa, Ottilie, y un niño, Michael. Contagiado por la filosofía empírica y experimental de Newton, el narrador se sumerge en una red de cábalas e hipótesis. Es la voz del protagonista la que va dando cuenta de sus intentos para interpretar el mundo que lo rodea. Una serie de hechos y comentarios extraños o, cuanto menos, sorprendentes mueven al narrador a crear las más variopintas interpretaciones: ¿quiénes son los padres del niño?¿es Edward un borracho irredimible? Evidentemente la realidad no nos es mostrada de una pieza, sino a través de múltiples facetas y retazos. El historiador va a olvidar el lema de Newton ¾”Hypotheses non fingo” (Yo no invento hipótesis)¾ y cada una de sus interpretaciones va a ser una fabulación a veces risible y, finalmente, trágica y patética. Sólo al abandonar sus libros y sus clases y sumergirse en el fango de la vida diaria, el narrador va a comprender la razón de la crisis de Newton: la ciencia se muestra insuficiente para interpretar la complicada e infinita vida cotidiana. “Hay tanto que no se puede explicar: todas las cosas importantes”, admitirá en un momento de la obra.
       Recordando a la famosa Lolita, el narrador termina sucumbiendo a los jóvenes encantos de  Ottilie; pero a un tiempo crece su atracción ¾siempre y meramente platónica¾ hacia la madura Charlotte. Ecos del Werther de Goethe (e incluso de la vida de éste) aparecen en mi lectura: la Carlota del joven alemán frente a la Charlotte del maduro historiador; la forma epistolar de ambas novelas; el hecho ¿casual? de que la nuera de Goethe se llame también Ottilie; los últimos años del escritor alemán dedicados al estudio y refutación de la Óptica de Newton;...
      Quizás, como le ha ocurrido al narrador de la novela, también yo me he visto vencido por una red de coincidencias que tal vez haya inventado. Lo que sí sé con certeza es que si esta novela es grande (pese a su brevedad) se debe a que no produce ninguna interpretación ni totalmente correcta ni plenamente convincente.


John Banville,
LA CARTA DE NEWTON, 
Editorial Edhasa, Barcelona, 2001. 156 páginas.

viernes, 27 de junio de 2014

LA CAVERNA: Un mundo de sombras


    En este clásico del autor portugués, José Saramago (Premio Nobel de 1998) nos describe su particular visión de la condición humana; nuestro trato con el mundo que nos ha tocado en suerte poblar; nuestras relaciones con las personas condenadas a ser nuestros semejantes. En La caverna el autor recupera uno de los momentos fundacionales de la filosofía occidental: la caverna de Platón (Libro VII de La República). Un grupo de personas crecen y mueren inmersos en una caverna, maniatados y sentados ante una pared por donde desfilan las sombras de objetos y personas. Ese es todo su mundo; nunca han visto la realidad sino su reflejo.
   
  Saramago es un autor serio y consciente de su trabajo. Prueba de ello es el peculiar aspecto (o estilo) de sus novelas: el lector no va a encontrar en ellas ningún signo de exclamación o interrogación; ni un guión que marque los diálogos; ni un paréntesis que suponga un inciso o reflexión; ni unos puntos suspensivos que anticipen una esperanza o un temor. Saramago escribe de corrido: las descripciones se unen a las intervenciones de los personajes; los incisos del narrador omnisciente parecen no respetar las leyes (“no escritas”) de la narración, y lo pueblan todo, dirigiendo nuestros gustos y nuestra mirada. Por todo ello es de suponer que nunca será un autor de best-sellers (que conste que no estoy en contra. Todo el mundo tiene derecho a ganarse la vida como mejor pueda o sepa), una simple hojeada y/u ojeada a sus libros ¾interminables párrafos de letra comprimida; ni la esperanza a la rapidez lectora y la aparente relajación que nos dan los fragmentos de diálogo¾ es suficiente para rechazar la lectura. Porque el lector de Saramago o bien ya lo conoce o bien es un ser con claras tendencias al masoquismo, o quizás es un valiente.
Dicho lo cual debo admitir que no soy ni valiente ni inclinado a ciertos gustos: conozco a Saramago. Y por ello sé que bajo este denso andamiaje se ocultan siempre argumentos sencillos y directos. En La caverna la historia presentada nos es próxima: una alfarería, regentada por Cipriano y su hija Marta, ve como su labor es ya innecesaria para el Centro ¾enorme y caníbal hipermercado¾. A pesar de los intentos por sacar adelante la vieja alfarería, el nuevo mundo representado por el Centro es implacable. Cerrada la pequeña industria manual, Cipriano y Marta acceden a vivir en las instalaciones de su destructor, donde Marcial, el marido de ella, trabaja de guarda de seguridad. La vida, entonces, se convierte en una eterna espera, en una pasividad e inmovilidad donde los seres humanos somos como los personajes platónicos: no pensamos, no tenemos necesidad de salir, de abandonar y romper con todo; la sociedad y el sistema ponen a nuestra disposición las distracciones y, por ende, las ideas , y nosotros únicamente debemos consumir y pensar como el resto; atados ante una pared por donde desfilan las sombras de la realidad. El final de la novela es ¾como ya lo fuera en las anteriores¾ tan abierto como esperanzador.
    El mensaje se muestra transparente: vivimos en un mundo donde cada vez pensamos y reflexionamos menos; donde cada vez obramos con menos libertad; donde cada vez son más los factores que pretenden (y lo consiguen) dirigirnos. Pero, ¿sabemos realmente pensar y obrar libremente? ¿qué significa “libremente”?. El final es tan hermoso como ingenuo. Saramago no se pronuncia sobre el destino sus creaciones: acaso no exista, o acaso no sea lo más importante.

     Sé que Saramago tiene razón; pero debo admitir que yo compré su novela en un centro comercial. Sé que Saramago acierta en sus reflexiones; pero también sé que si yo hubiera escrito una novela de y con estas características, el sistema ¾el mismo que el autor critica¾ no me la hubiera publicado. ¿De qué nos quejamos? ¿Qué criticamos? ¿Somos como el perro que muerde las manos que le dan de comer? ¿Quién o qué nos impide salir de la caverna en que vivimos: nuestra falta de deseos, o los grilletes que nos han impuesto?

José Saramago,
La caverna
Ed. Alfaguara, Madrid, 2000. 454 págs.