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sábado, 23 de mayo de 2015

LA LISTA DE LOS CATORCE: una nueva mirada a la postguerra española


LA SANGRE DE LOS DERROTADOS

    Aunque lleva algunos años (demasiados) sin asomarse a las librerías, siempre he pensado que Nacho Guirado era (y es) un autor de altos vuelos. Tras regalarnos notables novelas negras (tres títulos en tres años: No siempre ganan los buenos, Muérete en mis ojos y No llegaré vivo al viernes, todas en Ediciones B), el escritor asturiano se embarcó en la aventura de la novela histórica.
     La lista de los catorce es una extensa novela que se lee de un tirón. Tomando como base la vida del abuelo del narrador, la obra no se detiene en analizar la vergonzosa herida de la Guerra Civil (aunque la fotografía de la portada y el título —demasiado cercano al de Las trece rosas— podrían erróneamente sugerir), sino que va un paso más allá y nos habla de la postguerra de los derrotados, de los años colmados de sufrimiento e impotencia, del abuso de los vencedores… de la sinrazón del odio y la venganza. ¿Recuerdan en Las bicicletas son para el verano las palabras de don Luis a su hijo? “Pero no ha llegado la paz, Luisito: ha llegado la  victoria”; pues eso.
    Los lectores —conducidos por un ritmo endiablado y por una prosa funcional y directa que no se regodea en florituras porque el tema no lo permite— asisten a las amarguras de Ignacio Blas, un militante socialista que, tras la guerra, sufre las penurias de las cárceles franquistas, los terrores de las condenas a muerte perdonadas in extremis y, finalmente, el castigo de veinte años de trabajos forzados en las minas asturianas, bajo la mirada acerada e hiriente del jefe local de la Falange, quien no dudará lo más mínimo en imponer sus ambiciones y sus ansias de poder a cualquier precio.
     Ante algunos “nuevos historiadores” empeñados en magnificar o disminuir a conveniencia nuestra guerra y sus consecuencias, me atrevo a afirmar que La lista de los catorce es una novela necesaria, imprescindible para reflexionar sobre lo que hicieron (o padecieron) nuestros abuelos. Nacho Guirado combina con maestría las vicisitudes históricas (merced a una labor de documentación encomiable) con las peripecias más íntimas de los personajes principales. Conocedor del terreno en el que mueve sus creaciones, el autor convierte en fácil lo difícil y es capaz de crear unos caracteres inolvidables y unos momentos que cualquier lector de más de sesenta años recordará perfecta y amargamente.

     Hay que lamentar que en las novelas los monstruos, cuya sombra oscureció y oprimió a la sociedad española de aquellos años, posean nombre y rasgos cuando, a la luz de sus repugnantes actos, no merezcan otra cosa que el silencio y el olvido.

Nacho Guirado

La lista de los catorce,

Ed. Martínez Roca Ediciones, 2009. 443 páginas.

sábado, 16 de mayo de 2015

SIGFRIDO: las razones del mal

     En el año 1970 se conmemoró el 25 aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. Tal vez por esa razón durante aquella década proliferaron novelas que intentaban dar una nueva vuelta de tuerca al “problema nazi”: no sólo recordaban el holocausto judío (como hizo una popular serie televisiva), sino que intentaban mostrar las diabólicas peripecias de aquellos nazis que habían podido escapar y ocultarse. En un primer momento fueron novelas como Odessa de Frederic Forsyth, Los niños del Brasil de Ira Levin o Marathon Man de William Goldman; más tarde, a partir de la segunda mitad de la década, se sucedieron las correspondientes adaptaciones cinematográficas: de Ronald Neame, de Franklin J. Schaffner y de John Schlesinger, respectivamente.
      Sigfrido, novela de Harry Mulisch (1927) publicada en Holanda en 2001, es heredera de esta moda, pero en calidad e intención sobrepasa a sus antecesoras: lejos de quedarse en un argumento original, Mulisch intenta dar una razón filosófica a la persona y la actitud de Hitler; y, por ende, a la razón de todo acto monstruoso, deleznable, ...¿inhumano?
      El protagonista de la novela es Rudolf Herter, un famoso escritor holandés, ya septuagenario que representa un alter ego irónico y, a veces, cínico del propio Harry Mulisch. En Viena, donde ha acudido a presentar su último libro, conoce al matrimonio Falk, dueños y guardianes de un secreto que precisan transmitir antes de que sea demasiado tarde. La pareja, en su juventud, formó parte del servicio personal de Hitler y Eva Braun, en su residencia alpina. Allí, en noviembre de 1938, justo durante la trágicamente famosa “Noche de los critales rotos”, Eva Braun, embarazada del Führer, alumbró un niño: Sigfrido. Por órdenes del dictador alemán, el pequeño hubo de ser considerado como el hijo del matrimonio Falk, quienes debían cuidarlo y guardar el más absoluto silencio.
      Dividida en 19 capítulos y escrita casi íntegramente en tercera persona, la novela se mueve entre la crónica diaria y rutinaria del escritor Herter —conferencias, entrevistas, firmas de libros, cenas de compromiso; relaciones familiares con su ex mujer y su nueva compañera, a la que dobla en edad— y la promesa de una revelación, la de los Falk, que al final se hace evidente. De ese modo es fácil agrupar los capítulos en varias partes implícitas: una primera parte que muestra al escritor en su hábitat, donde es el protagonista; una segunda parte donde es un mero oyente, pues el protagonismo recae en el octogenario matrimonio Falk, quienes desvelan a Herter su secreto; y una tercera parte, increíble (pues no se da ninguna justificación al respecto. ¿La conocen el resto de personajes o sólo el lector?), como caída del cielo, donde se nos muestra el diario íntimo de Eva Braun, amante y finalmente esposa del Führer.
     Lo que sorprende de la novela, al margen de tan sabroso argumento, es el virtuosismo de Mulisch en el manejo de la técnica novelesca. Diálogos, descripciones, párrafos en estilo indirecto, alternancias de tiempos verbales, acciones, pensamientos y reflexiones filosóficas, descripciones históricas... decenas de recursos y modos de escritura que son utilizados magistralmente por el autor holandés. Tanto es así que el lector apenas percibe el artificio, la tramoya de la novela. Una prosa directa y certera no admite sino pleitesía y admiración. Confieso que es la primera novela de Mulisch que leo; sé que no será la última.

     Más allá del horror que pueda transmitir un personaje tan monstruoso como Adolf Hitler, Mulisch —a través de la obsesión de su protagonista— profundiza en la razón última y primigenia de esa maldad, intenta apartar el embozo para encontrarse y enfrentarse a la más absoluta, estéril e indescifrable Nada. Wagner, Schopenhauer y, como no, Nietzsche aparecen frecuentemente mencionados a lo largo de la narración; son excusas, salientes a los que los protagonistas deben asirse para intentar descifrar lo indescifrable. Herter, incluso, intenta buscar relaciones que van más allá de la mera casualidad y parecen adentrarse en el Destino, en el Fatum... en la Fatalidad. Si el mundo es una moneda con dos caras, si Bien y Mal son recíprocamente necesarios, si la Bondad de Dios es infinita... ¿cómo hemos de suponer que será el poder del Mal?

Harry Mulisch,

Sigfrido, Tusquets Editores, 2004. 198 págs.


sábado, 18 de abril de 2015

¿QUÉ ES EUROPA? Brevísima reflexión


      El continente europeo es una superficie de tierra que sobrepasa los diez millones de kilómetros cuadrados. Está delimitado por el Océano Atlántico, al Oeste; el Mar Mediterráneo, el Mar Negro y las montañas del Cáucaso, al Sur; el Mar de Noruega y el mar de Barents, al Norte; y el Mar Caspio y los Montes Urales, al Este.
     Abarca, si nuestros números no andan errados, cuarenta y dos estados: Islandia, Irlanda, Reino Unido, Portugal, España, Andorra, Francia, Bélgica, San Marino, Mónaco, Liechtenstein, Luxemburgo, Italia, Serbia, Montenegro, Bosnia-Herzegovina, Croacia, Macedonia, Grecia, Albania, Bulgaria, Rumanía, Hungría, Eslovenia, Malta, Suiza, incluso una parte de Turquía (donde está Estambul), Austria, Chequia, Eslovenia, Holanda, Polonia, Dinamarca, Noruega, Suecia, Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, Bielorrusia, Ucrania y (una parte de) Rusia. En total suman una población que ronda los 800 millones de habitantes.
    Además, muchos de estos países —no diré todos, pues los desconozco con detalle— están formados por diversas “culturas” o “nacionalidades”. Así, por ejemplo, hallamos el caso del Reino Unido, formado por Escocia, Gales, Inglaterra e Irlanda del Norte. O el de España, que contiene Galicia, el País Vasco, Cataluña, Castilla, Andalucía, etc…
     Imagino que a estas alturas, el lector se estará preguntado a qué viene todo este repaso de nuestros tiempos escolares. Todo esto viene porque continuamente —y no solo hoy en día, sino ya desde tiempos remotos— en los medios de comunicación (periódicos, radios, televisiones) e incluso en los tratados de historia o los ensayos sobre cultura (pintura, arquitectura, literatura) se ha venido aludiendo insistentemente a la CULTURA EUROPEA, como una idea homogénea y compacta, una especie de estancia superior e increíblemente prestigiosa donde la CULTURA ESPAÑOLA siempre tenía necesidad de entrar pues —pobres de nosotros— nunca estábamos culturalmente a la misma altura que los europeos (¿tal vez porque éramos de la Polinesia?). Y así (era y) es muy fácil encontrar expresiones del tipo: «La poesía española no está a la misma altura que la europea»; «la política española se mueve a un nivel distinto (siempre es más bajo) que el resto de la política europea», etc.
   Y digo yo, tras ese repaso geográfico y político en torno a qué y quiénes conforman Europa, ¿alguien puede decirme QUÉ demonios ES LA CULTURA EUROPEA? ¿La vida de los lapones del norte de Finlandia, la de los sicilianos al sur de Italia, la de los macedonios, la de un señor que vive a las afueras de Cádiz?
    ¿Usted saben la respuesta? Siento decir que yo no la sé. A no ser que nos conformemos con esta: la cultura europea es toda manifestación cultural que se produce en Europa… porque más allá de esto, no sé muy bien qué responder. Sin duda los que insisten en que España está (y ha estado desde no sé cuántos siglos) culturalmente “atrasada” con relación a Europa deben saberlo. Yo no lo sé.

     ¿Acaso Europa es un organismo o ente compacto, de una pieza, pétreamente idéntica e igual a lo largo de los siglos? ¿Acaso Europa es un bloque sin fisura alguna, al que no han influido para nada las continuas invasiones (árabes, otomanos, orientales y seguro que muchas más) tanto físicas como “ideológicas” (norteamericana, por supuesto), y que durante siglos y siglos se ha desarrollado aisladamente del resto del planeta? ¿Acaso hay naciones “más” europeas que otras y, por tanto, naciones “menos” europeas que el resto? ¿Existe, pues, una nación enteramente europea, pura, íntegra, no contaminada por el resto de naciones que son más o menos europeas? ¿No tienen la sensación de que todas estas preguntas son una auténtica gilipollez? Pues yo sí… pero es que la idea de una Europa oficial, íntegra, arquetípica, homogénea… también es una estupidez.

sábado, 11 de abril de 2015

VARIACIONES EN ROJO: tres problemas para degustar


    "En  esta época nuestra, tan caótica, hay algo que, humildemente, ha mantenido las virtudes clásicas: el cuento policial.Yo diría, para defender la novela policial, que no necesita defensa, leída con cierto desdén ahora, está salvando el orden en una época de desorden”. De esta guisa se manifestaba, en 1978, Jorge Luis Borges. Y no era para menos pues, por aquel entonces, la literatura, a fuerza de una pretendida (y pretenciosa) modernidad, había claudicado ante la verborrea experimental, creando unas obras maravillosamente complicadas de las que el lector, de siempre escaso y perezoso, tendía a huir. Un año antes de la conferencia de Borges, el 25 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh pasaba a integrar la lista de desaparecidos bajo la dictadura militar que imperaba en Argentina. Tenía únicamente 50 años; un futuro prometedor y un brillante pasado se veían, de este modo injusto, truncados.
    Espasa Calpe recupera, en una edición pulcra y lograda, una de las obras más interesantes del malogrado escritor argentino: Variaciones en rojo, volumen escrito en 1953, que recoge tres relatos de factura policiaca que harán las delicias de todos los aficionados al género. Walsh, aunque no tiene todavía treinta años, sabe lo que escribe y por donde se mueve. Desde luego, hay momentos en los que se advierte la juventud del autor, deseoso de agradar e impresionar; pero son los menos. Pues aunque parece cosa harto sencilla, la buena literatura policiaca es muy difícil de conseguir debido a que su estructura y argumentos han adquirido, con el paso de los años, un toque de monotonía ¾por lo repetido y manido¾ que, para no caer en la ridiculez o la inverosimilitud, exige del escritor un esfuerzo de superación casi constante: por una parte, debe luchar contra la inteligencia del lector ¾exigente y poco conformista¾, evitando caer en lo evidente, por un lado, y en lo fantástico e imposible, por otro; y por otra parte, debe enfrentarse y arrastrar el peso de una tradición que va nutriéndose y perfeccionándose, según los historiadores,  desde 1840.
     En las tres narraciones que forman el libro se advierten los gustos de Walsh y su buena mano para plantear y resolver problemas. No en vano trabajó desde los años 50 como corrector de pruebas y traductor para la editorial bonaerense Hachette, una de las grandes difusoras de novela policiaca en el continente americano. Los tres relatos están protagonizados por el detective amateur Daniel Hernández (un homenaje, claro, a Dashiell Hammett: D.H.), que trabaja como corrector de pruebas en una editorial¾un alter ego del propio Rodolfo Walsh¾. Los títulos de estos tres cuentos que integran el volumen son: La aventura de las pruebas de imprenta, Variaciones en rojo y Asesinato a distancia. Los tres títulos aparecen como tres muestras magistrales de esa tendencia del género policiaco que se denominó novela-problema. El lector avezado puede deducir de su lectura rasgos y homenajes a Dickson Carr, S.S. Van Dine, Ellery Queen, Gaston Leroux... sin olvidar a Chesterton o al propio Borges.
      No hay persecuciones, ni ráfagas mortíferas, ni mujeres fatales que confundan al detective. Los hechos son presentados con una meticulosidad científica, y así el problema se convierte en un puro juego lógico donde el autor no duda en retar al lector a descubrir el misterio. En los tres relatos, el feo y miope Daniel Hernández debe enfrentarse a suicidios que no lo son, coartadas firmes que se desmoronan como castillos de naipes, nuevas versiones de temas clásicos ¾frente al problema de la habitación cerrada por dentro se nos propone el problema inverso: la habitación está cerrada por fuera y el arma homicida también está en el exterior¾, culpables confesos que ocultan otros crímenes más graves...

     Hay quien ha subestimado la novela policiaca aludiendo a su escasa calidad literaria, provocada por la búsqueda de un argumento novedoso e impactante, en menoscabo del estilo. Es cierto que Rodolfo Walsh no es ni Borges ni Chesterton, pero su estilo no desmerece un ápice su obra. Desde luego no estamos ante una obra maestra de la literatura, pero tampoco ante un autor mediocre. Esperemos que Espasa (o quien sea) tenga a bien recuperar el resto de la producción de Rodolfo Walsh. Los amantes de la buena novela policiaca se lo agradecerán... y el resto de lectores también.

Rodolfo Walsh,
Variaciones en rojo,
Espasa Calpe, Madrid, 2002. 238 páginas.

jueves, 2 de abril de 2015

EL ECO DE LAS BODAS: tres cuentos de Luis Mateo Díez



     A pesar de haber recibido dos veces el Premio Nacional de Literatura — por La fuente de la edad (1986) y por La ruina del cielo (2000)—; a pesar de ser miembro de la Real Academia de la Lengua, la obra del leonés Luis Mateo Díez (Villablino, 1942) es minoritaria. Sus escasas apariciones en los medios de comunicación —incluyendo la prensa— sirven para dibujarnos a un autor exclusivamente centrado en su quehacer literario, amante del trabajo y de la silenciosa labor ante el papel. Su primera obra publicada fue un libro de cuentos, Memorial de hierbas, que vio la luz en un ya lejano 1973. Por entonces se divertía con sus amigos y paisanos José María Merino y Juan Antonio Aparicio en inventarse un pseudónimo colectivo y criticar la ligereza y las decadencias de los poetas novísimos. Hasta la década de 1980 no comenzaría su labor como novelista. Y desde entonces su calidad ha ido progresando al margen de las tendencias narrativas que, bajo la vigilante mirada de las editoriales, han ido poblando los estantes y escaparates de las librerías.
      La prueba de que Luis Mateo Díez escribe (¿y vive?) en un mundo ajeno a las modas y tendencias es El eco de las bodas. Los seguidores del narrador hallamos más de lo mismo, y todo excelente: una prosa cuidada y exacta, que alterna con sabiduría la descripción directa y los incisos reflexivos; la recreación de unos personajes (siempre con nombres, cuanto menos, «llamativos») que viven, crecen y fallecen en un universo personal: la comarca de Celama (con las ciudades de Doza, Ordial, Borela, etc.). Aquellos lectores que se atrevan a sumergirse, por primera vez, en este universo literario hallarán, en las primera páginas, una dificultad considerable: no es una lectura fácil ni dinámica, y requiere sosiego y concentración. Si el lector no se rinde muy pronto, hallará un regalo intransferible —como todo placer estético—; si ello no fuera así, si el lector no lograra pasar la criba de las primera páginas, baste decir que no era merecedor de este libro.
     Los ecos de las bodas es un volumen compuesto por tres relatos, cuyo nexo común es el matrimonio o, cuanto menos, la relación de pareja. En el «El eco de las bodas», el primer cuento y el que da título al libro, se recuerda la coincidencia, en los mismos salones, de dos banquetes de diferentes bodas. La novia de una de ellas y el novio de la otra se cruzan durante unos segundos por un pasillo del local. Un hecho fortuito y azaroso que cobrará, a posteri, un cariz de predestinación. Construida mediante breves recuerdos —como los fogonazos de cualquier fotógrafo de cualquier boda— la narración se sumerge en la descripción de los fracasos y las vidas truncadas, irrealizadas, de los protagonistas.
     «El limbo de los amantes», el segundo relato, es la crónica de unos amantes ya maduros. Su relación es fruto del azar (aunque parece leerse que el Destino ha mediado con premeditación) y va a devenir en un cúmulo de sobresaltos y temores. Alcanzarán ese estado pleno, donde se entregarán el uno al otro sin temor a ser descubiertos, para luego separarse y sobrevivir de sus recuerdos.
        El último cuento, a nuestro entender el mejor, es «La viuda feliz», con clara alusión al conocido vals de La viuda alegre. También a ritmo de tres tiempos se mueve el relato. Es la historia de doña Dega Lombay que enviudó tres veces. La descripción de estos matrimonios va a marcar el desarrollo del cuento. Junto a los maridos —todos ellos con alguna tara, con pronunciados desequilibrios—, se pasean por el relato personajes dickernianos como su amiga Paulina y el débil e infeliz Publio. La relación con este último da las claves exactas para comprender el carácter de la protagonista, y para advertir lo sola y perdida que ha estado —a pesar de sus tres matrimonios— desde que de niña salió del orfanato donde creció.

      Como en todas las obras de Luis Mateo Díez, el punto y final de cada relato es únicamente un trampolín que se alza ante un océano de interpretaciones y reflexiones que cada lector deberá surcar según sus fuerzas.

Luis Mateo Díez

El eco de las bodas,

Editorial Alfaguara, 2003. 194 páginas.

jueves, 26 de marzo de 2015

LA ÚLTIMA LLAMADA: CULPA Y LITERATURA


      Será la edad, pero conforme envejezco y, por tanto, conforme leo más y más libros, cada vez soy más propenso a abominar de los adjetivos, de las clasificaciones. Juzgar una novela por el calificativo que la acompaña (que si romántica, que si histórica, que si negra, que si blanca…) me parece cada vez más absurdo; aunque se siga utilizando como guía para libreros y lectores. Quien se acerque a la última propuesta de Empar Fernández, La última llamada, guiado por el calificativo de “novela negra” o “de misterio” (no en vano está incluida en la colección Off Versátil), saldrá decepcionado, porque la novela —aunque no carece de misterio (¿qué novela no lo tiene?)— no convierte este en el principal resorte de la acción. La mujer que no bajó del avión, su anterior título y que también reseñé en este suplemento, ya supuso una forma muy personal de enfocar la “negritud” novelística. En La última llamada la autora insiste en los rasgos que ya alabé en el anterior título: pocos personajes; nada de acción extrema, de sexo, de disparos, exabruptos, psicópatas; una acción escasa y siempre supeditada a las reflexiones y los pensamientos de los personajes.

       El argumento es fácil de resumir: una muchacha, Noemí, sale una noche de casa y ya no regresa. Tres años después la familia —su padre, su madre y una hermana mayor— está a un solo paso de la ruina anímica y física. Los remordimientos y el sentimiento de culpa del padre de la muchacha —que aquella noche fatídica no contestó la llamada de Noemí— son la columna vertebral de la novela. A un tris de despeñarse en el abismo del alcohol, a un paso de perder el trabajo, con los nervios a flor de piel, Julio Monteagudo, el padre, vive con el corazón asomando por la garganta, obsesionado por la hija que nunca apareció. Empar Fernández sabe cómo describir su estado anímico: la culpa que le impide dormir y que ha convertido su vida en una obsesión enfermiza y autodestructiva. Su desesperación lo lleva a contactar con una médium de origen irlandés a la que su hjja mayor, Yolanda, pretende desenmascarar y denunciar como farsante. Y no desvelaré más.

      En su debe advertimos un uso peculiar (y erróneo) del punto y coma, una profusión de reflexiones que, sin duda, exasperará a ciertos lectores (no a quien esto escribe) y que acercan la novela a la literatura decimonónica; la escasa relevancia de algunos personajes trazados quizás demasiado esquemáticamente (la madre, el subinspector de policía, el novio de Yolanda); y el final abrupto que, como siempre sucede, decepciona al ser comparado con el arranque. Siempre ocurre igual. Las denominadas novelas de misterio adolecen de este defecto, insalvable: el planteamiento del problema siempre es más interesante que la solución, porque lo que importa no es la meta, sino el camino que nos lleva a ella.
     En su haber: el dominio de la autora para mantener la tensión a pesar del fino hilo argumental; la conjunción de varios puntos de vista (el de Yolanda, el de Julio, el de la propia vidente) con los que dota de agilidad una historia estática; el empleo de la elipsis y el sobreentendido como creadores de tensión; la facilidad de estilo y de lectura, prueba del buen cuidado en la escritura y, sobre todo, reescritura de la novela.


    Empar Fernández ha sido valiente al escribir una historia muy alejada de la novela negra más canónica. Aunque autora y obra se paseen por los diversos encuentros, semanas o eventos dedicados a la novela negra que pueblan nuestra geografía, La última llamada es más que eso: simplemente una novela… una buena novela.


Empar Fernández

La última llamada,

Ediciones Versátil, Barcelona, 273 pp.


domingo, 15 de marzo de 2015

JUSTICIA, de Friedrich Dürrenmatt: LA CARA MÁS HORRIBLE DE SUIZA

     Tres son las constantes que Friedrich Dürrenmatt (1921-1990) utiliza casi obsesivamente en la gran mayoría de sus obras. La primera es la predilección por la estructura policiaca: como Borges, el escritor suizo es consciente de que el orden que impera en la novela detectivesca es el único con el que puede expresarse con cierta coherencia en una época de caos. Basta recordar títulos como La sospecha o El juez y su verdugo, reseñados con anterioridad.
      La segunda constante es la crítica soslayada ¾pero no menos hiriente ni menos evidente¾ contra la “rectitud” de la sociedad suiza, y el desvelamiento de la hipocresía y amoralidad en pro del negocio y de una supuesta neutralidad: la sociedad modélica, pacifista y civilizada se sostiene a expensas de divisas sacadas subrepticiamente de otros países ¾donde quizás la gente muera de hambre¾; bajo el anonimato de las cuentas bancarias se subvencionan asesinatos, guerras, conflictos de todo orden.
       La tercera y última constante ¾pero no menos importante¾ es la reflexión continua en torno a la Justicia. Desde las novelas arriba citadas hasta su más famosa obra teatral La visita de la vieja dama, Dürrenmatt ha convertido el análisis de la Justicia en el tema básico de su producción.
        La novela que aquí reseñamos apareció por vez primera en 1986 ¾aunque, según afirma el propio autor, la idea primigenia y el primer borrador fueron concebidos en 1955¾. Tusquets la rescata de su fondo y saca a la luz una quinta edición. Hay que alegrarse porque la novela es un ejercicio estilístico y argumental maravilloso. La idea de partida no puede ser más atrayente: en un cantón suizo, su consejero ¾hombre intachable y ejemplo de urbanidad¾ comete un asesinato en presencia de los comensales de un concurrido restaurante. Condenado a veinte años, encarga a un joven abogado ¾con apuros financieros¾ la revisión del proceso a partir de una hipótesis ilógica: él no es culpable. Se reinician los interrogatorios y comienzan a surgir las dudas ¾hay contradicciones entre los testigos, el arma homicida nunca apareció, una serie de accidentes casuales van eliminando a todos aquellos que podrían señalar la culpabilidad del consejero... y lo que es más curioso: no existe ningún motivo aparente para el crimen¾. De tal modo que el abogado protagonista se ve inmerso en un laberinto de triquiñuelas legales, de carambolas del destino, que terminará ahogándolo y del que no podrá salir sin dejar algo más que su credibilidad y su dignidad.
     Esta sátira, ácida y corrosiva, contra la Justicia y sus “operarios” ve acrecentado su cinismo en el desfile de unos personajes poco menos que surrealistas: Spät (el abogado y narrador) enamorado de la hija del acusado, Hèléne, imagen de la belleza sustentada en la podredumbre y el crimen; el engreído asesino, el consejero Kohler, quien maneja los hilos de la farsa y las marionetas desde la celda moderna y cómoda de la cárcel; la deforme Mónika, que deviene en el rostro verdadero ¾sádico, hipócrita, consumido por el odio¾ de la sociedad; la inocente Daphne, que carece de personalidad y quizás de rostro; los meros peones Winter y Bruno de un juego regido con precisión y ensañamiento. En fin, toda una caterva de personajes atípicos y en cierto modo incompletos ¾física y mentalmente¾, que muestran la realidad de un país sustentado en la hipocresía y el dinero teñido de rojo.

      Dándole la vuelta a Plinio diremos que no hay novela buena que no contenga algo malo. Justicia adolece, a veces, de cierta profusión, de un afán por revelarlo todo, como si el lector no fuera lo suficientemente perspicaz para poder llegar a las conclusiones por sí solo. Hay momentos gratuitos ¾como la escena de la violación¾ y otros en los que el lector se siente insultado en su inteligencia: Dürrenmatt quiere descubrirnos cada sutileza o doble lectura... como si nosotros no pudiéramos descubrirlas. Afortunadamente son los menos, y de ese modo la obra se lee disfrutando en cada línea, dejándose llevar por la voz de Spät: una voz algo ronca y resabiada, medio consumida por la impotencia. Cerramos el libro y una sensación de pesimismo nos invade: quizás el mundo esté bien hecho, pero sin duda está mal distribuido.

Friedrich Dürrenmatt,

JUSTICIA,

Tusquets editores, Barcelona, 215 páginas.

sábado, 7 de marzo de 2015

DISECCIONANDO AL INSPECTOR DUARTE



    Comencé a escribir La última semana del inspector Duarte en las Navidades de 2010 y la terminé en febrero del año siguiente. Es decir, alrededor de dos meses. Dicho así puede parecer muy poco tiempo, y realmente lo es; pero sucede que en realidad empecé a escribirla en el año 2000. Qué lío, ¿verdad?
    En febrero de 2000 comencé a trabajar como profesor de Secundaria en diversos institutos de Andalucía. Era mi primera experiencia como docente y, para qué ocultarlo, en la universidad nos habían llenado la cabeza de conceptos y datos, pero no nos habían dicho cómo debíamos enfrentarnos a unos alumnos adolescentes tan cargados de energía que les rezumaba por las orejas. En fin, que allí estaba yo delante de una treintena de chavales y chavalas intentando que no se me notasen mucho los nervios y, al mismo tiempo, procurando transmitirles mi amor por la literatura.
   Muy pronto advertí que eran más bien pocos (casi ninguno, aunque siempre había alguna excepción, claro está) los que disfrutaban leyendo. La falta de hábito lector desembocaba irremediablemente en la acumulación de faltas de ortografía. Mi cometido era doble: aficionarlos a la lectura y, al mismo tiempo, enseñarlos a escribir con el menor número de faltas posibles. Se me ocurrió una idea: les daría a conocer un relato breve (nunca más de una página) que careciera de final; el alumno tendría que leerlo y escribir el final. Acudí —adaptándolos para que no excedieran del tamaño que me había fijado— a Borges y a Cortázar, a Monterroso, a Las mil y una noches, a viejas leyendas nórdicas y a otros muchos autores. En un momento dado yo mismo escribí un cuento. Como siempre me ha gustado la novela de misterio y, más en concreto, la novela-enigma (a la manera de Agatha Christie, Ellery Queen o S. S. Van Dine, por citar solo algunos nombres), escribí un breve relato: «Un caso del inspector Méndez». Con él obligué a los alumnos a leer con más atención, puesto que para continuar el relato y hallar la correcta solución debían encontrar las pistas diseminadas por entre las líneas de la narración. Me enorgullezco en afirmar que fue todo un éxito. A este primer caso del inspector Méndez siguieron otros más: «El inspector Méndez y el caso del secuestro», «El inspector Méndez y la enfermera»… Aquellos que fueron mis alumnos lo recordarán. ¿Qué mejor premio puede recibir un profesor que este?
    Han pasado quince años y todavía los casos/relatos del inspector Méndez siguen circulando por mis clases y continúan sirviéndome como instrumento muy eficiente para incentivar la afición lectora de mis alumnos y mejorar su ortografía.
    En las Navidades de 2010 me hallaba en pleno proceso creativo: estaba ultimando (releyendo y corrigiendo) una novela —Morirás muchas veces; que todavía sigue inédita— y escribiendo Puzle de sangre al alimón con Mario Martínez Gomis. ¿No habéis sentido que cuando más cosas tenéis que hacer (exámenes, trabajos), más os apetece hacer otras cosas distintas? Pues eso fue lo que pasó. Una mañana en que me levanté tardísimo porque estaba de vacaciones y me había acostado a horas intempestivas corrigiendo mi novela, decidí que merecía un respiro, un descanso. Había enviado un capítulo de Puzle de sangre a Mario y este todavía no me había contestado. Decidí tomarme un descanso…
     Hay quien descansa paseando, tumbado en sofá, yéndose al bar, contemplando una película… Yo descanso leyendo y escribiendo. La última semana del inspector Duarte es mi particular descanso del guerrero. Pensé que si unía cuatro casos del inspector Méndez y convertía a este en el inspector Daniel Duarte —porque ya había otro Méndez pululando por otros libros— la cosa podría funcionar. Y acerté.
    Recuerdo con especial agrado las tardes de escritura, el modo en que las cuatro historias debían estar imbricadas a la perfección para que el resultado no pareciese forzado. No sé si lo he conseguido: es el lector quien debe juzgarlo.
    En La última semana del inspector Duarte hay un secuestro, un par de asesinatos, mucha deducción y ningún tiro, ni persecuciones, ni mujeres fatales. No es novela negra, ni pretendió nunca serlo. Frente a los extremos de Puzle de sangre, La última semana del inspector Duarte puede resultar incluso demasiado inocente. Es mi particular homenaje (seguro que no será el único) a la novela-enigma que, dentro del subgénero de misterio, sigue siendo mi favorita a pesar de lo que mis últimas producciones puedan dar a entender. De buscar similitudes, el inspector Duarte está más cerca del comisario Maigret que de Sam Spade o Philip Marlowe.
     La última semana del inspector Duarte no es una novela juvenil. Entre otras cosas porque no sé muy bien qué es tal cosa. ¿Acaso todos los jóvenes leen el mismo tipo de literatura? Nunca fue así, y dudo mucho que ahora lo sea. El protagonista es un señor a punto de jubilarse, el acné y el exceso de energía están desterrados de sus páginas, ningún jovencito sabihondo ayuda al inspector a resolver los misterios, no hay ninguna historia de amor entre adolescentes atormentados… Definitivamente no es lo que se dice una novela juvenil. Es una novela de entretenimiento, de puro y simple entretenimiento, escrita como mejor sé hacerlo y procurando no tratar a los lectores como estúpidos. Se trata de una novela de un rombo que, para los que no lo entiendan, significa que es apta para todos los públicos de entre 9 y 99 años (o menos de nueve —si el lector es inquieto— o más de 99 —si el lector prefiere invertir el tiempo en ella—) y en la que realizo también un homenaje al mundo de los libros. No hay vampiros, ni sexo, ni insultos, ni disparos, ni palabrotas, ni persecuciones automovilísticas, tampoco hay crítica social o análisis de conflictos generacionales; es una novela otoñal que, como siempre he procurado en mi producción literaria, tiene dos lecturas: una literal y explícita, y otra más profunda que el lector deberá hallar.
     La novela es deudora, en un tono de sentido homenaje, a todas las series que jalonaron mi infancia: Colombo, McMillan y esposa, Nero Wolfe o Los rivales de Sherlock Holmes, por ejemplo. Y a aquellas que me acompañaron durante la juventud: Luz de luna, Se ha escrito un crimen, Remington Steele o Poirot, por citar algunas. Seguro que se han hecho mejores series después; pero hay momentos que me resisto a olvidar. Y si tuviera que comparar la novela con alguna serie actual estaría más cerca de Monk o de Los misterios de Laura que de Dexter o The Wire, por citar dos de las más famosas. Estoy convencido de que el inspector Duarte podría suscribir aquello que respondió Billy el Niño cuando Pat Garret le dijo que tenía que dejar de delinquir, que los tiempos estaban cambiando. «Los tiempos, tal vez», dijo Billy, «pero yo no».



sábado, 28 de febrero de 2015

LA ÚLTIMA SEMANA DEL INSPECTOR DUARTE (II)

    Otro adelanto (el último) de la próxima novela.
     El día 5 de marzo... ¡toda! Que la disfrutéis.


     No era el primer cadáver que veía; pero allí, de pie ante el enorme montón de basura, el inspector Duarte volvió a sentir el cansancio que ya había aparecido los meses atrás. Chupaba la pipa espaciadamente, abstraído, aunque hacía un buen rato que se le había apagado. Crespo sujetaba el paraguas que los protegía de la lluvia.
   Ninguno de los dos hombres había pronunciado palabra desde que llegaron al vertedero municipal. Como dos meros espectadores asistieron impertérritos al desfile de enfermeros y camillas, a las carreras de los especialistas en huellas dactilares que intentaban acordonar la zona con cintas de plástico rojas y amarillas, a la presencia seria del juez que levantó el cadáver. También habían soportado algún que otro fogonazo procedente de un par de fotógrafos que, al parecer, habían conocido inmediatamente la noticia del horrible hallazgo. Todo ello bajo una llovizna aparentemente débil, pero constante; «calabobos», recordó Duarte que la llamaba su esposa.
    El inspector encendió de nuevo su pipa. Chupó con rabia y el humo se alzó cubriéndole el rostro. Recordaba el miedo esculpido en la cara de los padres durante los primeros días. Después llegó la actitud distante, las señales inconfundibles de que los secuestradores ya se habían puesto en contacto con ellos, de que, sin duda, los habían alertado contra la policía amenazando con la muerte de la cautiva. Así actuaba siempre aquella gentuza y, salvo excepciones, la familia le seguía el juego, se plegaba a sus condiciones: la policía se convertía en una molestia. Duarte imaginó lo que habría pensado el padre: la seguridad de que el dinero lo podía todo y de que el engranaje de la ley era insuficiente y molesto cuando lo más importante era recuperar a su hija a cualquier precio, de un modo u otro. Desde el primer momento supo que los padres les habían ocultado la relación con los secuestradores. ¡Era imposible que después de los primeros días no hubieran recibido ninguna noticia, ni la más mínima señal! Además, el último fin de semana, cuando el comisario le había ordenado que se acercara a la casa de los Navarro, detectó gestos, conductas y miradas huidizas y recelosas.
      Con el paso de los días y la ausencia de más datos, los periódicos sustituyeron las noticias de la joven secuestrada por nuevos titulares. Transcurrieron los días y luego las semanas: el tiempo, imparable, fue cubriendo el suceso con el barniz del olvido. El inspector imaginó que la familia habría seguido las instrucciones al pie de la letra, aunque al hacerlo habían obstaculizado a la justicia. Duarte se preguntó si —puesto en aquella tesitura— él no hubiera actuado del mismo modo, si no hubiera pretendido salvar la vida de su hija a cualquier precio, por encima de la sociedad y del resto de los ciudadanos, al margen de la ley y de sus representantes. Dio una nueva chupada a la pipa. Pilar y él no habían podido tener hijos.

    Unos enfermeros, sosteniendo una camilla, transportaban a la víctima. Bajo la sábana blanca y empapada apenas se apreciaba el pequeño cuerpo de la muchacha. Al introducirla en la ambulancia, que aguardaba con el motor en marcha y las luces de emergencia lanzando destellos y girando enloquecidas, la camilla golpeó contra una de las puertas abiertas y, de la sábana, surgió un brazo que quedó colgando indolente. Brevemente el inspector advirtió el destello rosa de la chaquetilla de un chándal; sabía que había sido un regalo por su cumpleaños, pero ahora solo destacaban el color desvaído y blancuzco de los dedos, las uñas rotas y mugrientas, la suciedad incrustada entre los pliegues de los nudillos, la frialdad y el silencio que rezumaba el cuerpo, la ausencia total de vida y de futuro...

sábado, 21 de febrero de 2015

LA ÚLTIMA SEMANA DEL INSPECTOR DUARTE

Con permiso de Click Ediciones, os doy a conocer el primer capítulo de mi nueva novela que saldrá a la venta el próximo día 5 de marzo. Espero que os guste...



                                                                            OCTUBRE

                                                                                       1

     Apenas había corrido doscientos metros desde que el sol se había escondido, cuando las farolas se encendieron delimitando una avenida recta y ancha, tan larga que parecía interminable.
     Dos o tres tardes por semana Mónica Navarro realizaba el mismo recorrido: era cómodo, pues consistía en dar cuatro vueltas al polígono industrial, sin subidas ni bajadas, completamente llano. En una ocasión lo había hecho en bicicleta y el cuentakilómetros marcó un kilómetro y seiscientos metros por vuelta.
   —Hola.
    —Adiós.
    Se había cruzado con otro corredor. Mónica tenía diecisiete años y el hombre podría tener la edad de su padre. No era la primera vez que lo veía. Siempre se saludaban.
    Conforme la noche fue ganando terreno, el frío aumentó. Llevaba ya dos vueltas cuando escuchó zancadas y respiraciones a su espalda, aproximándose a un ritmo constante. Cuando quiso girar la cabeza ya era tarde:
    —¡Venga, mujer, que pareces cansada! —dijo el hombre del chándal azul marino. Tendría algo más de cuarenta años y estaba casi calvo. 
    Lo acompañaba otro individuo —rubio, más joven y también más atractivo— que se limitó a sonreírle y la saludó con un escueto “Hola” entrecortado por la fatiga. Los tres se detuvieron, aunque trotaban sin moverse del sitio y mantenían el ritmo de sus respiraciones.
     —¿Qué tal? —saludó Mónica.
     Desconocía el nombre de los dos corredores, pero cuando los encontraba por las tardes siempre se detenía a intercambiar con ellos unas pocas palabras. El gusto por el deporte era el único lazo que los unía.
     —Anteayer no viniste, muchacha —dijo el más joven. Era muy atractivo y Mónica siempre había pensado que la miraba de un modo especial.
    —Estoy de exámenes, bueno… estaba, porque hoy he hecho el último. ¡Por fin!
     —¿Y qué tal? —preguntó el más viejo.
     Sudaba copiosamente y lucía una cinta en la frente para que el sudor no se le metiese en los ojos. Iba muy abrigado. La barriga subía y bajaba constantemente. Mónica supuso que querría adelgazar, pero hacía muchos meses que lo veía siempre igual.
     —No sé. Creo que bien, pero habrá que esperar a que a los profesores les apetezca corregirlos. —Inspiró dos bocanadas de aire con tanta fuerza que le aguijonearon el pecho. Lanzó una sonrisa al rubio—. Tenía ganas de quemar toxinas y de despejarme un poco después de tantos días sentada, pelándome los codos.
     —Te dejamos, guapa —zanjó el más viejo e hizo una seña al otro para continuar.
Se despidieron y ella siguió corriendo a su ritmo. Tras cada zancada comprobaba cómo los dos hombres le ganaban terreno. Los vio girar a la izquierda en el primer cruce; cuando ella llegó allí continuó en línea recta.
   Había completado ya tres vueltas e iniciaba la cuarta cuando el coche la sobrepasó. Era un todoterreno oscuro. Le llamaron la atención los tapacubos limpios y relucientes, brillando bajo la luz de las farolas. El vehículo marchaba muy lentamente, como si buscase la localización exacta de alguna fábrica o de alguna calle y no consiguiera encontrarlas. El automóvil dobló a la derecha y, aunque desapareció de su vista, Mónica supo que se había detenido porque escuchó el sonido de los frenos y apreció el reflejo rojo de las luces traseras. Sintió más desconfianza que miedo y no aminoró el ritmo de su carrera. Pasó por el cruce en línea recta y comprobó que no se ha había equivocado: el todoterreno estaba parado, con las luces encendidas y el motor en marcha. Aceleró el ritmo, pero una voz la obligó a girar la cabeza.
   —¡Muchacha, oye, por favor! —Era una mujer quien hablaba. Estaba de pie, junto al coche. Mónica redujo el ritmo hasta detenerse—. Por favor, joven, ¿podrías ayudarme?
    La mujer llevaba gafas y tenía el pelo tan canoso que parecía cubierto de nieve. A Mónica le recordó a una ilustración de la abuelita de Caperucita Roja que había visto en un cuento. Sostenía en la mano derecha un papel que agitaba como el soldado que pide una tregua.
Mónica desanduvo el camino y se acercó al coche.
    —Buenas tardes —saludó la anciana.
    —Hola. —La muchacha trotaba sin moverse del sitio, manteniendo el ritmo de su respiración—. ¿Busca algo?
    —Sí, sí, ¿podrías ayudarme, por favor?
    La mujer le alargó el papel y, al leerlo por primera vez, Mónica creyó estar soñando.
   —¿Cómo? —preguntó, indecisa, como si alguien hubiera detenido el mundo sin avisarla y al despertar hubiera aparecido en otro lugar o en otro tiempo.
     Parpadeó para centrar mejor la mirada y leyó de nuevo el papel que la mujer le ponía delante de los ojos. Se sintió confusa. Sólo había dos palabras escritas con letras mayúsculas, claras y bien visibles en el centro de la hoja en blanco:
MÓNICA NAVARRO
    —¿Eres tú? —preguntó la anciana, y ahora su sonrisa de abuelita de cuento infantil se había transmutado en la mueca del Lobo Feroz.
    —Sí, pero…
    Y ya no pudo continuar.

     Sintió el golpe en la cabeza, encima de la oreja derecha. Luego vino el agudo pinchazo del dolor, y el suelo ascendió hacia su rostro a velocidad de vértigo. Después todo se volvió negro y silencioso.